Legado (13 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Legado
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—¿Quién eres? —preguntó uno.

—Me rindo —jadeó el hombre.

Se lo llevaron, dándole puñetazos en el hombro y en la espalda.

Llevaron a los niños a la silva; la lancha cabeceaba suavemente ahora que llevaba menos carga, y comenzó a alejarse de la playa. A bordo quedaba un niño de cinco o seis años. Aferraba la borda con ambas manos y me miraba por encima del hombro.

—Mi nombre es Daniel Harrin —dijo—. Mi familia ha muerto. ¿Adonde voy?

De nuestra carga sólo quedaban él y el niño muerto. Me senté a su lado y le apoyé el brazo en el hombro.

—Te encontraremos un sitio, Daniel —dije.

Larisa había logrado llegar a la costa; se acuclilló en la arena, inútil como siempre. Sentí por ella una mezcla de odio y piedad. Cuántas emociones primitivas en una hora. Estaba agotado.

Randall aseguró la lancha con amarras y un ancla, y se quedó junto a nosotros, mirándonos al niño y a mí.

—¿Cómo hemos llegado a esto? —preguntó.

4

Calcuta se erguía sobre las lomas y caletas de la costa oeste como un magnífico castillo de naipes, más encantadora de lo que yo esperaba. Muros blancos y amarillos sobresalían de la silva roja y negra. El sol del atardecer bruñía como oro blanco las azoteas de los edificios bajos, planos y angulosos. Los muros se fundían con las escaleras que descendían a los parques y almacenes de la ribera.

Mientras la lancha recorría las afueras de la ciudad —si se podía llamar ciudad, pues tenía menos de cinco mil habitantes— vi que la mayoría de los edificios eran de xyla pintada, probablemente de lizbú o árbol-catedral. Los cimientos y parapetos eran de cemento y granito. Vi poco acero y plástico. Anchas ventanas de vidrio miraban hacia el este y al río. Eso significaba que había hornos y manufacturas.

La lancha se cruzó con otras embarcaciones. Shatro y Randall iban a popa, Larisa debajo del toldo, y yo estaba sentado cerca de la proa. Nos habíamos deshecho del niño muerto, y habíamos limpiado el fondo de la lancha con cubos de agua y trapos.

No podía quitarme los ruidos y olores de la cabeza. El vómito del niño que había reanimado me manchaba la camisa y los pantalones. Una parte de mí aún veía y analizaba, pero el centro de mis pensamientos era un aturdimiento gris. Aún no podía dormirme, pero quería dormir. A lo sumo podía permanecer sentado mirando el vacío, tratando de no recordar con demasiada claridad.

Nunca había sentido un instinto paternal fuerte hasta que vi a los niños en el agua. Ahora, debajo de mi aturdimiento, como relámpagos detrás de las nubes, había fogonazos de horror y amor incondicional por los niños, y un odio animal, el afán de estrangular a los brionistas.

Tendría que esforzarme para conservar la objetividad. Mi misión era estudiar Lamarckia, no liarme en los problemas políticos de los inmigrantes.

El edificio más alto se elevaba sobre una loma en el centro de la ciudad; cuatro pisos redondos, excéntricos respecto de un eje central, bajo techos de pagoda, y porches que me parecieron atractivos aunque antiguos. Frank Lloyd Wright, Richard Neutra, un toque del Tibet, Shangri-la, pensé tratando de recordar fragmentos de la historia del arte terrícola que había estudiado antes de que me extrajeran todos mis suplementos de memoria.

La información perdida me molestaba. Me estremecí al tropezar con una laguna en mis conocimientos personales, basados en una memoria que ya no era accesible, como una muela arrancada. Odiaba esa sensación. Me sentía disminuido, inepto. Me restaba confianza. ¿Y si me topaba con una laguna durante una emergencia?

Pero nada de esto tenía importancia frente a lo que acabábamos de experimentar.

La lancha entró en el amarradero protegido del muelle municipal. Mientras Shatro aseguraba las amarras, bajé de la embarcación e inspiré profundamente. Al volverme me encontré con la mirada de Randall. Sonrió con expresión lobuna.

—Hemos hecho un bien allá atrás —dijo—. Mañana iremos al tribunal para informar de que estás aquí. Esta noche puedes alojarte con mi familia.

Larisa salió de debajo del toldo, rígida de orgullo, o tal vez de agotamiento. Apenas nos miraba.

—Tengo familia aquí —dijo—. No necesito ayuda.

—Thomas quiere que vayas al tribunal —le recordó Randall.

Ella asintió.

—Allí estaré. —Me miró ceñuda, con un rostro lleno de odio—. No necesito tu ayuda.

Caminamos por el centro de Calcuta hasta la casa de Randall. Shatro se despidió y se fue a la suya. No estaba vinculado, según me explicó Randall, y vivía con un hombre y una mujer de edad en el barrio de Karpos.

—Allí cultivan fruta. Las peras y manzanas crecen bien si uno tritura los quitasoles de lizbú para usarlos como fertilizante; contienen los nutrientes naturales más adecuados para esos árboles. Es un cultivo de lujo, pero eso no es un inconveniente.

El tribunal, centro de los procedimientos judiciales del distrito, se erguía a la sombra de la elegante torre de la loma más alta de Calcuta. Subimos por una tortuosa escalinata bordeada de casas y comercios. La torre, me explicó Randall, era el Cubo de Lenk, sede del gobierno del distrito y residencia de Lenk cuando escogía visitar Calcuta.

—Es una residencia muy austera para un hombre tan magnífico —dijo Randall.

—¿Le conoces? —pregunté.

—A través del capitán Keyser-Bach.

Los anchos escalones estaban envueltos en las sombras de la tarde, doradas bajo el cielo plateado. La ciudad olía a comida, a pan y levadura y melaza, a la polvareda que levantaban los carros en la atareada calle, a naranjas, tomates y especias de la silva. Niños de varias edades, vestidos con pantalones rojos y chalecos blancos con franjas verdes verticales, corrían riendo y gritando por la escalinata cuidados por un joven risueño, sin duda el esposo menor de una tríada. Por lo demás, las calles eran apacibles, los ciudadanos corteses, los trajes discretos —en general marrones, grises o verdes, aunque todos con el toque de color de una bufanda, una faja o un cinturón—, solemnes dentro de la alegría de vivir. Estas tradiciones sí que se habían conservado en Lamarckia.

Me aliviaba que no todo se hubiera hundido en el caos. Después de todo lo que había oído decir sobre hambrunas y penurias, me sorprendió que Calcuta tuviera un aspecto tan próspero y que sus habitantes estuvieran tan bien alimentados.

Al final de la escalera, desde un patio sombrío donde había un único árbol terrícola —un fresno, pensé, de ramas desnudas y no demasiado sano—, entramos en un callejón estrecho. Las casas de ambos lados eran de lava rojiza unida por argamasa gris. Una puerta similar a las demás se abrió con un crujido respondiendo a un empujón de Randall, y entramos en una penumbra fresca.

—¿Randall? —preguntó una mujer—. Erwin, ¿eres tú?

—Soy yo —dijo Randall, sonriendo tímidamente—. Es mi esposa, Raytha. La cabeza de familia. Aquí yo soy un añadido infrecuente.

La familia de Randall se componía de siete personas: cuatro hijos de dos a doce años de edad, dos niñas menores y dos varones mayores, que lo perseguían con sonrisas y ojos vivaces; su esposa Raytha, una bonita y regordeta mujer de la misma edad que él, y la madre de ella, Kaytai Kim-Jastro. Ser Kim-Jastro era alta e imponente, y no abrazó a Randall, sino que le estrechó la mano y le dio la bienvenida con profunda gravedad.

Los niños se reunieron alrededor de mí cuando terminaron de saludar a su padre. Me preguntaron de dónde era, si estaba casado, si tenía hijos, por qué su padre me había llevado a su casa. Randall respondió a esta última pregunta.

—Es un investigador y es nuestro huésped. No está acostumbrado a tener compañía, así que por favor dejadlo en paz hasta después de la cena.

Los dos niños mayores se quedaron para escuchar las anécdotas de Randall, pero las niñas se fueron con la madre y la abuela a otra habitación. Oí otras voces en esa habitación: una cocina comunitaria. Hoy cocinaban hombres de otra familia de la tríada.

—Platos sencillos —dijo Raytha, recorriendo el pasillo seguida por las niñas—. Pero es comida.

—Más píscidos grises y pasta vegetal —dijo Randall cuando ella se marchó, con una sonrisa cómplice.

Me condujo a una habitación que, según dijo, le pertenecía, pero no opuso objeciones cuando los niños lo siguieron. El cuarto tenía una ventana alta que daba al exterior, por donde entraba una fresca brisa nocturna.

Un pequeño farol eléctrico colgado en un rincón arrojaba una luz amarillenta sobre estantes abarrotados de libros toscamente encuadernados.

—Padre, ¿qué sucedió en el río? —preguntó el niño mayor mientras nos acomodábamos en sillas de fibra tejida—. Hoy el maestro dejó que nos fuéramos temprano y se marchó al río... Dijo que se reuniría con un comité.

—Hubo un combate —dijo Randall, con arrugas en el rostro. No le gustaba describir la escena a sus hijos.

—¿Murió alguien? —preguntó el hijo menor.

Me recordaba al niño a quien yo había salvado haciéndole el boca a boca. Sus ojos revelaban un intenso interés. Sentí un nudo en el estómago al recordar mi amor y mi odio.

—Muchos murieron, sobre todo piratas —dijo Randall. No mencionó a los niños de las chalanas.

Una campana sonó cerca de la puerta de la calle y Randall fue a abrir. Regresó tras mantener una conversación de varios minutos, en la que los niños permanecieron conmigo en la habitación, mordiéndose el labio y buscando mutuo apoyo pero sin decir nada.

—Un representante de la junta de ciudadanos me daba la bienvenida —añadió Randall—. Thomas habló por radio desde río arriba. Nos esperan mañana.

—¿Más noticias? —preguntó el hijo mayor.

—Ser Olmy, permíteme presentarte a estos niños parlanchines —dijo Randall, palmeándoles la cabeza—. Éste es Nebulón, y éste es Cari. Cari es un año y medio menor que su hermano.

—Yo le causé problemas de salud a mi madre —dijo Cari—. Por eso nuestras hermanas son tan pequeñas.

—Hay más noticias, sí —dijo Randall, agotado—. Id a ayudar a vuestra madre y vuestra abuela. Os lo contaré más tarde.

—¡Ahora! —insistió Cari, pero Randall los echó amablemente de la habitación y corrió las cortinas cuando se fueron.

—Había treinta y siete niños en esa chalana —dijo Randall—. Treinta se salvaron. La mayoría estaba en nuestra lancha. Doce brionistas murieron y veinte resultaron heridos. Hay sesenta prisioneros. Nadie sabe qué hacer con ellos. Tal vez los envíen a Athenai para que Lenk decida. No podemos mantenerlos aquí. —Suspiró, alzó los brazos—. Perdón, actúo como si fuéramos viejos amigos.

—Hemos compartido muchas cosas —dije.

—Pero no te conozco. Eso es raro por estos lares. La mayoría de la gente del Terra Nova se conoce.

—He pasado casi toda mi vida en soledad.

—¿Porque tu familia fue proscrita?

Fingí ignorar esto, y Randall entendió que había tocado un tema delicado.

—Demostraste gran valentía en el río. Aún más que Shatro. Pareces acostumbrado a estos episodios.

—No lo estoy —dije con franqueza—. Y no lo llamaría valentía.

Randall murmuró algo y se sentó en su silla, estirando las piernas en aquella habitación pequeña, estrecha, parda y sombría.

—Aun así me impresionaste, ¿Qué perspectivas tienes, qué otros planes, si puedo continuar con este ingrato interrogatorio?

—Debo llegar a Athenai en algún momento.

—¿Cuándo?

—No estoy seguro.

—Te lo pregunto porque mi socio, el capitán Keyser-Bach... —Hizo una pausa para ver cómo reaccionaba yo al oír ese nombre. Fruncí los labios y abrí los ojos, y eso pareció satisfacerlo—. El capitán y yo estamos a punto de emprender un ambicioso viaje por mar. Hemos superado muchas dificultades e inconvenientes para conseguir financiarlo, para que fuese aprobado y para encontrar a la gente adecuada.

Noté que mencionaba al capitán Keyser-Bach para impresionarme, pero yo no sabía nada sobre su persona, aunque ya se había referido a él antes. Decidí comportarme como si me sintiera halagado.

—¿Un viaje adonde? —pregunté.

—Una circunnavegación. Esperamos terminar la travesía que Jiddermeyer, Baker y Shulago no pudieron completar. Primero iremos a Jakarta, luego a la estación Wallace para recoger a ser Mansur Salap y a otros investigadores. Luego viajaremos hacia el noreste por el mar de Darwin hasta la isla de Martha. Eso es sólo el comienzo. Una circunnavegación, de este a oeste. Terminaremos en Athenai, pero podemos tardar tres años.

Sentí una opresión en el pecho.

—Es un viaje ambicioso —dije—. ¿Una expedición científica?

Randall hizo una mueca, y demasiado tarde comprendí mi error.

—El capitán usa esa palabra con demasiada frecuencia, y ante quien no debe —dijo—. Para nosotros se trata de una investigación, y nos consideramos investigadores. Pero a fin de cuentas es lo mismo. Ya hemos estudiado bastante Liz. Es un ecos maravilloso, apacible y maternal una vez que se conocen sus costumbres, pero es un poco insípido y uniforme para nuestro gusto. Es hora de establecer comparaciones y llegar a conclusiones generales. De lo contrario, según creemos el capitán y yo, Lamarckia nos matará con el tiempo. —Bajó la voz—. Vinimos aquí en la ignorancia y mal preparados, y hemos tardado décadas en empezar a salir de ese agujero.

Me miró con ojos líquidos, grandes y penetrantes.

—¿A quién presentaréis vuestro informe al final del viaje? —pregunté.

—Al mismísimo Hábil Lenk.

Me miré las manos, demasiado fatigado y aturdido para comprender mi buena fortuna. Ry Ornis me había puesto en un lugar realmente interesante.

—Si esto concuerda con tus planes, puedes hablar con el capitán, y contarás con mi respaldo. Pero no es preciso que respondas de inmediato. Ambos necesitamos descansar. Y mañana debes prestar declaración.

—El ofrecimiento es sumamente interesante.

—Por ahora con eso basta —dijo Randall, alzando las manos—. Debemos lavarnos para la cena. Nos merecemos una buena comida y unas copas de vino.

Me enjuagué la cara con el agua de un cuenco de cerámica en un baño estrecho. Recordaba claramente al soldado brionista que apuntaba cuidadosamente a los que acudían al rescate en canoas y chalupas. Su expresión me obsesionaba aún más que su muerte, de la cual no fui testigo. Parecía feliz de matar gente, aun a personas que no pretendían atacarlo. Cerraba un ojo y apuntaba aquel rifle lamentable como si fuera el arma más potente del universo.

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