Legado (9 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Legado
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La sensación pasó. Me erguí de nuevo.

Oí un ruido en una habitación lateral. Me detuve, escuché, golpeé la pared con los nudillos.

—¿Quién eres? —respondió una débil voz de hombre—. Oh, mátame y al demonio contigo.

—¿Estás armado? —pregunté.

No hubo respuesta. Me apoyé en manos y rodillas y puse el farol en el umbral. Nadie le disparó. Me asomé, vi una habitación llena de cajas de embalaje, un hombre contra las cajas. Desde mi posición sólo le veía las piernas: pantalones desgarrados, empapados de sangre seca. Me incorporé y entré despacio.

El hombre yacía con los brazos extendidos sobre un montón de libros y papeles, mirando al techo. Aparentaba setenta y cinco u ochenta años; tenía el pelo blanco y el rostro demacrado no sólo por la edad. Aferraba una botella de agua y un trozo nudoso de algo, tal vez pan. Me acuclillé junto a él. El hombre miró el haz del farol, entornó los ojos.

—¿Los has traído?

—Estoy solo.

El hombre alzó el brazo y me tocó la manga.

—Nos dejaron aquí —dijo—. ¿Eres un...? —No pudo pronunciar la palabra.

—Soy un investigador. Acabo de llegar.

—¿En barco?

Negué con la cabeza.

—¿No hay más barcos? ¿No ha venido el disciplinario?

—Todavía no. ¿Estás malherido?

—Bastante mal. Voy a morir. Necesito morirme.

Le habían disparado en el pecho y un brazo y le habían hecho cortes en ambos brazos y el pecho con cuchillos. No podía hacer nada por él. No quedaba agua en la aldea, ni electricidad. Ni medicamentos. Le pregunté si podía describir a los atacantes.

—Todo lo que habíamos predicho —murmuró el hombre, zafándose de mis dedos—. Todo lo que yo les dije. —Movió nuevamente los labios en busca de esa palabra—. Brionistas, claro. El general Beys. ¿Quién más iba a ser?

—¿De dónde vinieron?

—De las cercanías. Beys zarpó de Naderville, en Hsia, y fundó una base. Sus naves envían botes río arriba por la noche. De día se ocultan. Buscan metal y máquinas. Todo va al este, a Hsia. —Hsia era un vasto continente situado al noreste de Tierra de Elizabeth, a unos dos mil kilómetros de distancia cruzando el Mar de Darwin.

—¿Los niños? —pregunté.

El hombre contrajo el rostro con angustia.

—Todos —dijo el hombre—. Beys los quiere a todos para Brion.

—¿Cómo te llamas?

—Fitch. —Se relamió los labios—. Sander Darcy Fitch. Soy médico. Se han llevado todos los medicamentos, todo el equipo.

—¿Por qué mataron a tantos?

—Excepto a mí.

—Y a una mujer.

—¿Quién?

—Larisa Strik-Cachemou.

Aun en su dolor, logró hacer una mueca.

—Una zorra lunática. Su esposo pensaba que podíamos entendernos con los brionistas.

—¿Por qué mataron a todo el mundo?

—Oh, habrá mansiones y riquezas y Lamarckia se someterá a su voluntad —canturreó el hombre. Cerrando los ojos, se balanceó de un lado al otro, haciendo crujir la caja donde se apoyaba. De pronto tuvo una convulsión, abrió los ojos y extendió los brazos.

—Secreto —dijo—. Muy secreto.

—¿Qué?

—El Hexamon vendrá. ¿Lo crees?

—Es inevitable.

—Tengo disfraces y provisiones. Ropa vieja, de desecho. Aquí. Me encargo de las donaciones. Por eso me oculté en vez de pelear. Pensé que vendrían al ver esto. Podrán escoger a gusto. Claro que si envían a millares... no bastará.

—¿Estabas esperando?

—Hace treinta y siete años que se fue —dijo Fitch—. Se llevó la clavícula y se fue. Tal vez no logró llegar. —Fitch tosió y se estremeció—. Huele tan mal... El secreto. Por favor, debo decirlo ahora.

—Está bien —dije.

El hombre alzó las manos, me tocó la cara con sus dedos mugrientos.

—No te conozco, ni conozco a nadie parecido a ti —dijo, mirando mi camisa delgada y mis abolsados pantalones—. Te vistes al viejo estilo, como cuando llegamos. Y tienes un aspecto diferente. —Se le iluminaron los ojos. Abrió la boca—. Coge esta ropa. La que vistes llamará la atención. Por el Hombre Bueno, ¿has salido del aire?

Sacudí la cabeza. El intentó levantarse pero se desplomó, moviendo las piernas corno palos.

—Astros, hados y hálito —graznó, relamiéndose los labios—, sed benévolos conmigo. Estrella, fuente de toda vida, a la cual regresaré para ser rehecho, borra mis pecados...

Se me humedecieron nuevamente los ojos al oír esa vieja plegaria, y repetí las palabras del viejo. Juntos recitamos:

—... y purifica, vincula mis átomos con algo más elevado, envía mi luz a otros que vean de veras. En los brazos de las grandes galaxias reside la salvación, y allí iremos, para danzar con alegría inacabable la inocente danza, libres de la mano. —El viejo calló, y yo concluí—: En nombre del Hombre Bueno, los secretos del Logos, del Hado, del Hálito y del Alma, así sea por siempre en el tiempo profundo.

Fitch me aferró el brazo débilmente.

—¿Estás solo?

Las lágrimas me humedecían las mejillas.

—Sí —respondí.

—Llévate esta ropa. Sálvanos de lo que hemos hecho. Que el recuerdo del Hombre Bueno te ayude.

Dejó de respirar. Había muerto. La botella de agua rodó y su contenido se derramó. La levanté, rocié el rostro del anciano. Libre de la mano y sus trabajos. Absolución. Me arrodillé junto al cuerpo, apretando los labios.

Al cabo de unos minutos me levanté. Era un manojo de nervios. Como Fitch había sugerido, busqué en las cajas ropa vieja y bienes desechados. Cambié mi ropa nueva por unos pantalones y una camisa resistentes, aunque raídos, pero conservé las botas. Una mochila de cuero me serviría para llevar la pizarra y algo más de ropa.

Fuera, en el patio, lejos de los rastros de sangre, embadurné las botas con barro. Luego regresé al río.

3

El sol amarillento asomó por el este entre inmensos troncos, quitasoles y abanicos, por detrás del fondeadero. La mujer se movió. Abrió los ojos, me vio y los cerró de nuevo con resignación.

—No ha venido nadie —murmuró.

—Todavía no. ¿Te sientes mejor?

—Hace días que no como.

—También yo tengo bastante hambre. ¿Hay comida en alguna parte?

Negó con la cabeza.

—Saquearon la aldea.

—Los brionistas.

—Sí.

—Esperas que llegue alguien, un bote.

—No sé si queda alguien vivo. Beys envió grandes botes llenos de tropas. Quizá también hayan tomado Calcuta. Dispararon... cuando vinieron Nkwanno, Gennadia y Ganna... —Irguió la cabeza, estremeciéndose al recordar—. Conmigo fallaron.

—¿Hay botes en las cercanías? ¿Otra aldea? —pregunté.

Señaló río arriba con la nariz.

—Tendrían que haber llegado ayer. Esperé y no vinieron. —Caminó hacia la costa. La seguí. Ella miró por encima del hombro—. Lárgate, seas quien seas. Estoy cansada. Estoy muerta.

—¿Cómo te llamas? —pregunté, aunque ya lo sabía.

—Larisa —respondió la mujer, deteniéndose de nuevo, encorvando los hombros como si yo fuera un insecto zumbón que podía picarla.

—Yo me llamo Olmy —dije—. Soy de la familia triádica de Datchetong.

—He oído hablar de ellos. Lenk los expulsó. —Se frotó la nariz y alzó los ojos—. Sé que eres un embustero. Tal vez la silva te creó.

Negué con la cabeza.

—Ahora creo en cualquier cosa. Nada me importa —dijo. Sacudiendo la cabeza, me condujo lejos del río, de vuelta a la aldea.

Caminé junto a ella. Pisaba con sumo cuidado, obligándose a avanzar. Movía los labios en silencio.

—Falta poco —dijo.

Los anchos abanicos rojos y los troncos negros se cerraban en lo alto. Nos internamos en la penumbra. Algo —una citilla— voló frente a mi rostro, onduló, me picó en la mejilla, se alejó antes que pudiera tocarla. Larisa me miró impasible.

—Los reconocedores sólo muerden una vez. Luego Liz te conoce.

Me enjugué una pequeña mancha de sangre de la mejilla.

Larisa reanudó la marcha.

—¿Cuándo te mordieron a ti? —pregunté.

—Cuando era niña, creo. Lo he olvidado.

Nos aproximamos a la torre. Desde el río llegó ruido de motores. Larisa avanzó más despacio, los ojos desorbitados, el aliento entrecortado. Me detuve y la cogí del brazo. Ella me miró como una niña.

—Han regresado —dijo.

—Quédate aquí. Echaré un vistazo —le dije. Le sostuve los hombros como para plantarle los pies en el lugar, pero estaba seguro de que en cuanto me fuera correría a ocultarse. Regresé por el sendero, miré por encima del hombro, la vi de pie junto a la torre, como un animal aturdido.

Junto al fondeadero, me oculté detrás de un grueso tronco de lizbú y miré río abajo. Cuatro botes pequeños avanzaban despacio contra la corriente, blancos contra el gris azulado del río. Cada bote llevaba una docena de pasajeros, todos de uniforme. Fruncí el ceño. Un polvo negro caía desde arriba como hollín. Lo froté distraídamente entre los dedos. Era fino como colorete y se adhería a la piel. Hubo un alboroto en los botes. Oí voces airadas y preocupadas. Los botes estaban a cien metros del fondeadero y los observadores de proa ya habían visto los cadáveres. Apagaron los motores y se aproximaron a la orilla. Empuñaban rifles.

No parecían soldados invasores. Lo más probable era que fueran policías —un disciplinario y algunos oficiales— de Calcuta. Me pregunté si debía salir a su encuentro allí o en la aldea.

Larisa decidió por mí. Se me acercó por detrás y caminó hacia el fondeadero. Sus pisadas hicieron crujir los tablones en la quietud de la mañana.

—Llegáis tarde —gritó.

Un hombre corpulento y calvo con una perilla pulcramente recortada iba en la proa del primer bote.

—¿Quién eres? —respondió.

Le arrojó una soga y ella la atrapó y sorteó el cadáver de su prima para amarrarla. Se sacudió el polvo negro de las manos y dijo con voz clara .y en tono acusador:

—¿Por qué no vinisteis antes?

Salí de atrás del tronco y me quedé en el fondeadero. Los hombres y mujeres nos miraron con cautela. Todos iban de uniforme, pero cada uno lo llevaba de un color distinto, y algunos estaban mal cortados. Caseros, pensé, cosidos a mano.

El hombre calvo y barbudo bajó del primer bote.

—No recibimos llamadas de radio durante un día y medio. Vimos botes desconocidos río arriba... invasores. Brionistas, supusimos. La junta de ciudadanos pensó que un disciplinario debía echar una ojeada. —Se aproximó, entornando los ojos—. Eres Larisa, ¿verdad? ¿Larisa... Strik-Cachemou? ¿Qué ha sucedido aquí?

—Nos mataron —respondió ella—. Luego vino él.

Me señaló. Avancé y me saqué la pistola del cinturón, sosteniéndola por el cañón.

—Es de ella —dije. El hombre calvo cogió la pistola y se la entregó a un oficial, que la guardó en un saco de tela—. Mi nombre es Olmy Ap Datchetong.

—Blevi Yar Thomas. Disciplinario de Calcuta. —No me ofreció la mano—. No te reconozco. ¿De dónde eres?

—Estaba en la silva, viajando y estudiando. Acabo de llegar.

—Es un embustero —declaró Larisa, como para congraciarse con el hombre.

Él la miró con cautela, intuyendo que algo no encajaba.

—¿Viste lo que sucedió? —me preguntó.

—No.

Todos salvo tres de los hombres y mujeres de gris fueron por el sendero hasta la aldea. Un hombre con un rifle de cañón largo se quedó montando guardia junto a los botes. El disciplinario examinó los cadáveres del fondeadero. Una mujer baja y robusta, de pelo castaño corto y gorra gris, sacó lonas de los botes y cubrió los cuerpos.

—No traemos médico —le recordó a Thomas.

Él no podía apartar la vista de los cadáveres. Su cara ancha y carnosa mostraba tensas arrugas.

—¿Por qué, en nombre del Hombre Bueno?

—Pasión —murmuró Larisa con odio—. Tienen mucha pasión.

En el refectorio de la aldea desierta, donde todos los habitantes de Claro de Luna se reunían en comunión para el almuerzo y la cena, el disciplinario le dio la vuelta a una silla y se sentó apoyando los brazos en el respaldo. Yo me senté enfrente, al otro lado de una mesa redonda.

—Tuviste suerte de no estar aquí, ¿verdad? —Thomas no esperó mi respuesta—. En esta aldea tenían a lo sumo tres armas de fuego. Aquí vivieron apaciblemente durante treinta y nueve años. Había veintisiete niños. Todos han desaparecido. No hemos encontrado ni uno. —Se rascó la nariz reflexivamente—. He oído decir que Beys se lleva a todos los niños, que los brionistas quieren criarlos como creen que debe hacerse. Espero que sea verdad. No los matarían, ¿verdad? No se los llevarían para matarlos.

Sacudí la cabeza, sin saber qué responder.

—¿No puedes decirme nada? —murmuró.

Evalué rápidamente a Thomas: elegido por la junta de ciudadanos y los jefes de las familias triádicas de su distrito para que actuara como disciplinario en jefe, una especie de alguacil. El disciplinario nombraría nuevos alguaciles cada tres años, una tradición en las comunas divaricatas. Había llegado tarde, juzgué, porque no había nada que pudiera hacer. Había visto los botes, sabiendo quiénes eran sus ocupantes, y...

O quizá yo lo juzgaba mal.

—Llegué a la aldea ayer por la tarde —dije—. Larisa comentó que había una disputa por los minerales.

—¿Qué les falta en su zona? Una aldea sin importancia. No había motivo para esta carnicería. Ciento veinticuatro muertos. —Thomas contrajo el rostro como si fuera a escupir—. En Lamarckia no hay muchos filones abundantes al descampado. Aquí hay uno pequeño... Diez kilómetros silva adentro. Estábamos pensando en explotarlo. Brion busca metal, y lo desea tanto como para matar por él. ¿Qué podemos hacer? Tenemos pocas armas. Nos limitaremos a sepultar los cuerpos. —Se inclinó hacia delante—. Esa mujer te llama embustero. Algo te ha mordido la mejilla. ¿Un reconocedor?

Yo había esperado contar con más tiempo para adaptarme. Sólo podía atenerme a mi historia, por dudosa que fuera, con la esperanza de escaparme en Calcuta.

—No era la primera vez que me tomaban una muestra —dije—. Descubrí una subzona y pasé un tiempo allí, buscando indicios de un nuevo flujo.

Las subzonas, según la enciclopedia de Redhill, eran regiones muy especializadas dentro de un ecos, donde a veces surgían los vástagos de características peculiares. Algunos estudiosos sospechaban que los cambios de las subzonas podían preludiar flujos. Otros sostenían que las subzonas eran pequeños ecoi autónomos, que satisfacían necesidades específicas de las zonas más grandes en una relación simbiótica.

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