Read Lennox Online

Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (41 page)

BOOK: Lennox
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—Nunca has sabido cuándo hay que dejar las cosas como están, Lennox —dijo ella, con una expresión de tristeza sincera y hermosa en la cara.

—¿De modo que tú organizaste la operación de las trampas? Yo siempre había pensado que McGahern estaba colado por Lillian. Pero en realidad eras tú, todo este tiempo.

—Yo dirijo todo esto —intervino Lillian—. No has sido lo bastante listo como para darte cuenta. —Miró por encima de mi hombro en dirección al holandés—. Baje y haga que el chófer cargue las cajas con las muestras. Pero deje al árabe aquí. Quiero que él se ocupe de Lennox. De manera lenta y dolorosa.

Oí que el árabe se movía detrás de mí. Sabía que me pasaría el garrote por encima de la cabeza y me estrangularía hasta matarme. Esperé hasta que hizo su movimiento y en ese momento busqué la navaja automática que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. El Holandés Gordo había tenido el descuido de no registrarme. Tal vez conseguiría cargarme al árabe y a algún otro antes de que me dispararan. Al igual que Gillespie, me atraía la idea de escoger mi ruta de salida.

El cuero bajó delante de mi cara. Era el momento. Pero entonces oí un disparo, el árabe soltó el garrote y se desplomó contra el suelo. Levanté la mirada. Helena Gersons tenía una automática en la mano y la había apuntado a Lillian y a McGahern.

—Baja la escopeta —le ordenó a McGahern—. Tranquilo y despacio.

Me incorporé. McGahern puso la escopeta en el suelo. Vi que intercambiaba una mirada con Lillian. Helena me miró y me dedicó una sonrisa nerviosa.

—Las cosas nunca son lo que parecen —dijo—. ¿Recuerdas que te dije eso una vez?

Avancé hacia la escopeta. En ese momento el Holandés Gordo apareció en lo alto de la escalera. Helena giró la automática para apuntarlo y yo me abalancé sobre la escopeta que estaba a los pies de McGahern. Tam se tiró hacia delante y detuvo mi movimiento. Caímos al suelo. De alguna manera McGahern consiguió subírseme encima y trató de clavarme la mano de lado en mi nuez de Adán. Giré y el golpe me acertó en un lado del cuello.

Se oyó el sonido de un disparo de escopeta.

Ambos miramos en dirección a Lillian. Ella tenía la escopeta y Helena estaba tumbada en el sucio suelo del almacén, mientras una enorme voluta de sangre y hueso y carne se extendía desde el sitio donde debería haber estado su cara. Me oí gritar y encontré la navaja automática en mi mano. La hundí bajo las costillas de McGahern y empujé hacia arriba. Él me miró a los ojos con una expresión de susto. Me sumé a su sorpresa dándole a la hoja un giro de ciento ochenta grados. Sentí el calor de su sangre en la mano, chorreando por mi muñeca y metiéndose bajo el puño de mi camisa.

Me saqué a McGahern de encima de un empujón y me incorporé justo a tiempo para que Lillian me disparara. El tiro me acertó en un costado; abajo, a la izquierda, justo encima de la cadera. No noté mucho dolor, pero de pronto me sentí como si alguien me hubiera zambullido en un vacío, y jadeé para llenar mis pulmones vacíos. Caí junto al cuerpo de Helena; mi mejilla sobre su muslo. Seguía caliente. Agarré la automática que estaba al lado de su cuerpo y disparé sin apuntar en dirección a Lillian.

Sin soltar la automática, conseguí incorporarme. Lillian había desaparecido, pero al tratar de esquivar mis balas había dejado el bolso con el dinero. Helena yacía sin su cara. El oficial del ejército, el árabe y McGahern tampoco me ofrecían mucha compañía. Me apoyé contra la pared y apreté con la mano el costado de mi torso, donde la sangre manaba con cada pulsación. Traté de recuperar el aliento y escuché la lluvia y los sordos golpes metálicos que venían de algún lugar en los muelles.

Miré al holandés, que seguía de pie en lo alto de la escalera metálica.

Capítulo treinta y uno

Llueve. El mundo entero al otro lado de la ventana manchada de suciedad es gris y pesado como el plomo mojado. El viento cortante levanta puñados de lluvia y los arroja como guijarros contra el cristal, como si tratara de llamarme la atención sobre la putada que es todo ahí afuera. El sonido sordo de algún inmenso instrumento romo de uso industrial que golpea rítmicamente sobre una superficie metálica se extiende a través de la lluvia, a veces fuerte, a veces amortiguado, según el capricho del viento.

Pero mi atención está bastante enfocada hacia esta habitación. A lo largo de mi vida he tenido que dar muchas explicaciones para salir de un aprieto, pero éste los supera a todos.

Estoy apoyado contra la pared de un cuarto en el primer piso de un almacén portuario vacío. Estoy apoyado contra la pared porque dudo que pueda ponerme de pie sin algo que me sostenga. Trato de deducir si hay algún órgano vital en la parte inferior izquierda de mi abdomen, justo por encima de la cadera. Intento recordar los diagramas de anatomía de todas las enciclopedias que abrí de niño porque, si resulta que sí hay órganos vitales en esa zona, estoy bastante jodido.

Estoy apoyado contra una pared en un almacén portuario vacío tratando de recordar diagramas de anatomía y hay una mujer en el suelo, a un par de metros delante de mí. No me hace falta recordar las enciclopedias de mi niñez para saber que hay un órgano bastante vital en el cráneo, por más que parece que a mí no me ha sido de gran utilidad en las últimas cuatro semanas. En cualquier caso, la mujer del suelo es Helena Gersons y ha perdido gran parte del cráneo y la totalidad de la cara. Lo que es una pena, porque era una cara hermosa, verdaderamente hermosa. A su lado hay una gran bolsa de lona que ha caído sobre el suelo mugriento y a la que se le ha derramado la mitad de su contenido, que consiste en una cantidad ridículamente grande de billetes de banco usados y de gran valor.

Estoy apoyado contra una pared en un almacén portuario vacío con un agujero en mi costado tratando de recordar diagramas de anatomía, mientras Helena Gersons, despojada de su hermosa cara, yace en el suelo junto a una gran bolsa de dinero. Eso ya bastaría para decir que estoy metido en un buen lío, pero también está el Holandés Gordo que mira a la chica, a los tres hombres muertos, la bolsa y luego a mí. Y tiene una escopeta: la misma que le arrancó la cara a ella. De Jong da unos pasos hacia mí, levanta la escopeta y me apunta a la cabeza. Echa ambos seguros hacia atrás y aprieta los gatillos. Se oyen dos chasquidos huecos casi simultáneos.

—Mala suerte —dije—. Lillian tenía demasiada prisa para volver a cargarla. —Le apunto la automática a la cara. Él deja caer la escopeta, que produce un gran estrépito, y levanta las manos—. Qué holandés más bueno —digo con una sonrisa, pero descubro que me cuesta bastante respirar—. Ahora da dos pasos hacia atrás.

Él hace lo que le pido.

—Me temo que tu mala suerte aún no ha acabado —digo en tono de disculpa.

—¿Qué?

Respondo su pregunta disparando las últimas tres balas de la automática en su cara. Una le revienta un ojo y él muere antes de tocar el suelo.

Miro a mi alrededor. Cinco cuerpos muertos tumbados sobre grandes y pegajosos charcos de sangre.

—Si no os molesta, creo que me sumaré a vosotros —les digo a los demás con una débil sonrisa. Me deslizo por la pared hasta que quedo en posición de sentado. Pienso en Jackie Gillespie y en cómo hablé con él hasta que se murió. Eso me habría gustado. Al menos he atrapado a McGahern, y he evitado que las armas salgan. Miro el cuerpo de Helena y me dan ganas de llorar. Lo que me escuece es que esa zorra de Lillian se haya escapado. Ella era el cerebro de la operación, después de todo. La verdad es que no creo haber obtenido realmente todas las respuestas. Lo único que no tiene ningún sentido es que, en realidad, Tam McGahern era listo. Había combatido junto a los judíos de Palestina, sabía lo duros que eran, que jamás se rendían. No encaja que él se arriesgara a hacer contrabando de armas para los árabes. Sabía adónde le llevaría eso. Y además estaba la forma en que miró a Lillian en busca de orientación. Sí, ella era el cerebro del grupo. Miré el cuerpo de McGahern.

—Tú no eres Tam, ¿verdad?

No respondió.

—No importa, Frankie.

Siento frío. Y sueño. «No está tan mal, Lennox», pienso. Cierro los ojos y espero el momento de morir.

Me enfado porque alguien trata de despertarme. Me abofetea la cara. Otra persona tira de mi ropa, en el sitio en que recibí el disparo. «Idos a la mierda y dejadme dormir». Más bofetadas y alguien me tira de los párpados. Los abro.

—¿Jonny? —digo débilmente a la cara grande y atractiva que está muy cerca de la mía. No puede ser Jonny Cohen. Creo estar alucinando. Alguien me está cortando la ropa. Siento un suave pinchazo cuando me clavan una aguja en el brazo.

Miro por encima del hombro de Jonny y veo a otra persona allí de pie. Decido que definitivamente estoy alucinando: ¿qué hace el actor hollywoodense Fred MacMurray en un almacén de Glasgow?

Epílogo

Estoy de pie, mirando una tumba. El clima es justo el adecuado para estar de pie mirando una tumba: un cielo escocés gris acero arriba y un
haar
—como los líricos escoceses llaman a una bruma espesa— abajo en el valle. Aquí arriba la lluvia es fina y miserable y empapa maliciosamente cada centímetro cuadrado de ropa que puede encontrar.

El verano de 1953 resultó ser un récord en cuanto a días de sol en Escocia, pero ni siquiera eso explica el profundo bronceado que he adquirido. Tres meses atrás estuve bajo un sol que jamás había brillado en Glasgow. Había tardado un par de meses en quedar razonablemente recuperado y había pasado todo ese tiempo sentado, primero en una silla de ruedas, después en una tumbona del hospital, a la sombra de las palmeras. Esa sombra no evitó que adquiriera este bronceado oscuro que hace que destaque todavía más ahora que he regresado.

Fue Jonny quien lo organizó todo, pero mi suposición es que fueron sus amigos del Mossad los que me llevaron sigilosamente hacia allí e hicieron que se me atendiera. Tuve una visita durante mi estancia en aquel sitio. De hecho, tuve unas cuantas, incluyendo, para mi sorpresa, a Jonny, quien había ido a ver a sus padres y «a arreglar ciertos asuntos», según sus palabras. Pero la mayor sorpresa fue la visita de Wilma Marshall. Estaba bronceada y curada de la tuberculosis. También habían sido ellos quienes la cuidaron, principalmente porque ella les había proporcionado una gran cantidad de información sobre los McGahern y la operación que dirigía Lillian Andrews. Lo extraño era que Wilma no tenía ninguna intención de regresar. Se había echado un novio allí y un buen trabajo, y les mandaba dinero a sus padres en Glasgow. Por una vez me alegró ver que alguien cambiaba y se convertía en otra persona.

Pero mi recuperación no había consistido sólo en tomar el sol y en encuentros felices. Cada vez que pensaba en aquella carnicería de Glasgow mis ojos se humedecían de nostalgia por las playas de Anzio. ¿Qué pasó con todos ellos?

La policía recuperó las armas y el dinero y decidieron que todo apuntaba a una disputa entre los miembros de una pandilla. «Cuando los ladrones se pelean…», les gusta decir elípticamente a los policías de Glasgow, como si ello lo explicara todo.

Como es obvio, se interesaron por mí apenas salí a la superficie, al darse cuenta de que me habían perdido de vista precisamente en el mismo momento en que había tenido lugar el tiroteo en el almacén. Sin embargo, mi bronceado respaldaba mi versión de que había estado seis meses en el extranjero. Incluso tenía documentos oficiales que explicaban mi ausencia. Todo era una coincidencia, dije. Pero incluso yo mismo tenía que admitir que la coincidencia tenía sus límites cuando todos los implicados parecían tener algún tipo de conexión conmigo.

La policía, por raro que suene, no me presionó demasiado. Mi conversación con McNab fue como el té de las cinco en comparación con nuestro doloroso encuentro previo. Me dio la sensación de que él sabía más de lo que dejaba entrever, y que le había llegado la orden desde arriba de que no husmeara demasiado sobre mi participación en el asunto. Fuera cual fuese la razón, me encontré haciendo lo mismo que antes. Incluso he hecho algún esfuerzo para aumentar el número de clientes legítimos para los que trabajo.

Nunca logré averiguar con toda seguridad quién era el policía que Lillian tenía en el bolsillo. Tal vez fuera McNab, tal vez no. Había cosas, o personas, en las que trataba de no pensar demasiado. Particularmente en Jock Ferguson, el único policía honesto con quien sentía que podía hablar. Yo le había contado a Ferguson bastante de lo que ocurría, mientras iba haciendo mis torpes progresos. O lo máximo que le podía contar a cualquier policía. Y, como he dicho, siempre había tenido la sensación de que Lillian iba constantemente un paso por delante de mí. Son algo raro, las coincidencias. Hice algunas preguntas casuales sobre Ferguson; yo siempre había tenido la idea de que él había sufrido una experiencia bélica muy dura: resultó que había sido una Rata del Desierto.

En el frente romántico, jamás he vuelto a ver a mi pequeña enfermera, ni tampoco me he cruzado con Jeannie, la camarera, aunque estoy seguro que fue a ella a quien vi aterrorizando al dueño de un hotel en
Cayo Largo
. Deditos dejó de ser un matón profesional y estudió podología; ahora tiene una peripatética consulta en la isla de Lewis. Pequeñito Semple obtuvo su gran oportunidad cuando Howard Hawks le dio el papel de la «Cosa» en la secuela de
El enigma de otro mundo
. Martillo Murphy encontró a Dios, cedió el control de su organización y lo último que supe de él era que se había recluido en un seminario a estudiar para sacerdote.

Todo lo cual, por supuesto, es pura mierda: Deditos sigue torturando, Pequeñito Semple sigue exhibiendo su amenazadora presencia como forma de ganarse la vida y Martillo Murphy sigue siendo un núcleo concentrado de odio en el corazón de su pequeño imperio de violencia.

Un día nuevo, la misma mierda, como dicen en Glasgow.

Pero yo jamás pude liberarme de la imagen de Helena Gersons yaciendo con la cara destrozada. Nadie me dijo si estaba trabajando para los israelíes o no. Y nadie, por supuesto, me confirmó tampoco que Jonny sí lo hiciera. No es que yo piense, por otra parte, que ellos fueran espías o agentes o esa clase de rollos. Sólo creo que, después de lo que había ocurrido durante la guerra, pasaron a ser parte de algo grande que yo jamás terminaría de entender. Pero más allá del grado de su participación, no podía olvidarme de Helena. Mientras me recuperaba en Israel, el dolor de lo que le había sucedido se convirtió en furia y esa furia en odio. La necesidad de vengarme me quemaba.

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