«Esta noche —se prometió a sí mismo mientras cruzaba Picarets a pie para salvar la breve distancia hasta la casa de Stephanie—. Se lo diré esta noche.» Pero después de tomar el postre se sentó en el sofá de Stephanie y se despertó de madrugada, con una manta por encima y una almohada bajo la cabeza.
Se levantó y anduvo hasta su casa, disgustado por su propia pusilanimidad.
Durante la tercera semana apenas vio a Stephanie, que estaba sumamente ocupada haciendo más turnos de lo normal en el Auberge. Fabian estuvo en París haciendo las gestiones necesarias para alquilar su piso y recogiendo sus pertenencias. Cuando volvió a Picarets, se dio cuenta de que el hecho de tener una cama más cómoda no ayudaba a aliviar el insomnio. Y de que el sufrimiento de su corazón tras una semana sin apenas contacto con Stephanie era más difícil de llevar que el dolor físico de la quincena anterior.
—Creo que tienes miedo de decírrrselo —declaró Annie—. ¡Miedo de que te rrrechace!
—Probablemente tengas razón —reconoció Fabian, sentado a su lado, dando golpecitos a la mesa con las rodillas cada vez que se movía. Se había negado a desechar las piezas de mobiliario que ya estaban en la casa: el sillón que perdía relleno, el antiguo tocador de patas torcidas que había en el dormitorio y aquella mesa ridícula de reducidas dimensiones que había sido reparada en innumerables ocasiones durante generaciones, picada por la carcoma, y que se aguantaba gracias a tornillos y palomillas. La idea de sustituirla por la suya, una mesa de diseño con sobre de cristal, le parecía ahora del todo absurda.
Movió las piernas con cuidado para que no chocaran contra la madera antes de seguir hablando.
—Creo que he desarrollado una fuerte aversión al rechazo. ¡Es lo que tiene haber sido humillado en la escuela!
—No sabía que hubieras sufrrrido acoso en la escuela.
—¿Véronique nunca te lo dijo?
Annie negó con un movimiento de cabeza.
—¿Por qué tendría que haberlo hecho?
Fabian miró fijamente el rostro curtido de la mujer que se había convertido en su amiga, y se dio cuenta de que algo empezaba a cambiar en su relación, al intuir que conocía a su hija mejor que su propia madre.
—Porque a ella también le pasaba —respondió Fabian en voz baja.
Annie dejó lentamente la taza en la mesa y lo miró a los ojos perpleja, su habitual acritud dando paso al estupor.
—¿No lo sabías?
—¡No! —susurró, con la voz ronca.
Fabian bajó la vista hacia la mesa, considerando cuál debería ser el alcance de sus revelaciones.
Al final le dijo mucho más de lo que Annie creyó poder soportar.
Le habló de los compañeros de clase y de las palabras que empleaban. De las persecuciones de que era objeto Véronique incluso durante las vacaciones. Y del refugio que encontró en la iglesia.
Annie rechazó la oferta de Fabian de llevarla a casa. Quería que el aire fresco en la cara contrarrestara la quemazón que sentía en el pecho.
Vergüenza.
Nunca había sentido algo parecido. Aquel sentimiento le corría por las venas, acompañándola a cada paso que daba mientras bajaba por la colina.
Creía haberlo sabido todo sobre la humillación. Y que el estigma con el que cargaba desde el día en que Véronique fue concebida era lo peor que podía pasar. Los vecinos que le hacían el vacío en el mercado, conversaciones que quedaban interrumpidas al verla acercarse. Su estrategia había sido muy simple: evitar a la gente en la medida de lo posible. Había dimitido del consejo municipal y se había abstenido de acudir a las fiestas de verano, negándose a poner el pie bajo los plátanos del
Champ de Mars
los sábados desde que Véronique era una chiquilla. De ese modo había conseguido en parte aliviar su pena. Pero había seguido viviendo en aquel municipio, y era consciente de que estaba marcada con un estigma invisible.
Pero aquello era mucho peor.
Su única hija, la niña por la que había tenido que soportar todo eso, había sido objeto de interminables abusos, y todo porque Annie había decidido no decir quién era el padre.
Se sintió mareada, y a través de su garganta se abrieron paso oleadas frías de náuseas.
Pobre Véronique. Las cosas que aquellos abusones habían llegado a decirle sobre su propia madre. No era de extrañar que nunca se lo hubiera explicado.
¿Cómo habría podido hacerlo? ¿Cómo entrar por la puerta al volver de la escuela y decirle que todos los compañeros de clase decían que su madre era una ramera? ¿Y que la razón de que no hubiera revelado la identidad de su padre era que ni ella misma lo sabía?
Annie llegó a la puerta de su casa y tardó más de lo normal en introducir la llave en la cerradura debido al temblor que sacudía sus manos.
¿Qué otra cosa habría podido hacer? Había hecho una promesa, un pacto que le había arrancado una esposa engañada. Annie lo había aceptado como justo pago a cambio de la sórdida relación, que no merecía ni siquiera la categoría de aventura. Pero de haber sabido que no solo ella pagaría aquel precio tan alto, sino también su hija, ¿habría aceptado?
Sintió que había sido la peor madre del mundo.
¡Qué sola debía de haberse sentido Véronique al tener que cargar con todo aquello! No le sorprendía ahora que siempre hubiera estado tan callada, tan pensativa. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta? ¿Que no hubiera advertido su aflicción, tan evidente para los demás?
Le asaltó un pensamiento terrible. Y Annie Estaque, como era de esperar, le hizo frente con honestidad.
¿Y si hubiera decidido no darse cuenta? ¿Y si hubiera querido castigar de forma inconsciente a la niña que había traído la desgracia a ella y su familia? La niña que ni siquiera supo que quería hasta que se sintió obligada a decidir.
¿Cabía considerar aquella posibilidad?
Se dejó caer en una silla de la mesa de la cocina y se quedó allí sentada durante unos momentos, escuchando el sólido
tic-tac
del reloj que adornaba una esquina, que sin duda ya había ensalzado otras circunstancias de idéntica sobriedad durante sus muchos años en la familia Estaque.
Aquello explicaba muchas cosas, pensó cuando su mente se hubo calmado y pudo reflexionar sobre todo lo que Fabian le había explicado. Por ejemplo la piadosa actitud de Véronique, que Annie nunca pudo comprender. O las pegas que puso a la hora de alquilar el piso en el edificio de la escuela. En ningún momento justificó su reticencia, ni siquiera cuando Christian y Annie insistieron en que no dejara pasar la oportunidad. ¿Cómo llevaría Véronique vivir allí? ¿Resonarían sus paredes con los ecos del pasado? ¿O tal vez su viaje a St. Paul de Fenouillet había hecho que desaparecieran algunos de sus fantasmas?
Annie apenas había visto a su hija desde su regreso, puesto que prefería evitar cualquier situación en la que Véronique pudiera confrontarla con lo que fuera que hubiera descubierto en aquella región de viñedos.
Ahora se sentía dividida entre la ansiedad y el miedo.
Ansiedad producida por el temor a que Véronique no pudiera perdonarla nunca por haber guardado el secreto que le había causado tantos tormentos. Y miedo de perder a su hija para siempre en caso de que revelara el misterio.
Alargó una mano hacia el tocador y cogió una foto de Véronique de niña, con la cara seria de pie ante la cámara. Aunque sabía que era un anhelo fútil, Annie deseó volver atrás en el tiempo para cambiar algunas cosas.
Estaba recorriendo con uno de sus anchos dedos los finos rasgos de su hija cuando la puerta se abrió de golpe y Chloé irrumpió en la casa, cerrando tras ella de un portazo.
—¡Es él! —exclamó jadeando, con los ojos desorbitados, el rostro encendido y un tono de voz cargado de pánico—. ¡Está ahí fuera!
Annie se puso en pie de un salto.
—¿A quién te refieres, mi niña?
Chloé señaló hacia la ventana y Annie miró hacia afuera justo cuando una furgoneta Renault verde oscuro tomaba la curva de la carretera hacia Picarets.
—No hay nadie —dijo confundida.
—La furgoneta. La furgoneta verde. Es él. Venía hacia aquí y entonces lo vi y eché a correr.
Annie la cogió de la mano para conducirla a la mesa y puso un vaso de agua frente a ella.
—Ahora trrranquilízate y cuéntamelo todo desde el prrrincipio —dijo sentándose frente a ella y posando una mano sobre su brazo tembloroso.
Chloé bebió un poco de agua y le contó el incidente del día en que volvió del colegio con los gemelos Rogalle en el coche de aquel forastero.
—¿Se lo contaste a tu madrrre al llegarrr a casa? —preguntó Annie cuando Chloé acabó de contar su historia.
La niña negó con un movimiento de cabeza.
—Siempre está muy ocupada, y pensé que se enfadaría conmigo por haber mordido a aquel hombre. Por eso… no se lo conté.
Annie asintió.
—Bueno, puede que no sea tan grrrave, Chloé. Después de todo, hace días que veo esa furgoneta por aquí. Tal vez acaba de mudarrrse y por eso sabía tu nombre. ¡En ese caso le habrrrías clavado tus dientes a un hombre inocente! —Chloé dejó caer la cabeza—. Pero —prosiguió Annie—, es mejor estar a salvo que arrepentirse.
Abrió el cajón de la mesa para buscar algo.
—Vérrronique acaba de comprármelo. Pero me cuesta entenderrr cómo funciona. Creo que soy demasiado vieja para intentar recordar un número de teléfono nuevo. ¿Por qué no te lo quedas tú de momento?
Puso el móvil delante de Chloé y a la niña se le encendieron los ojos.
—Si vuelves a verrrlo o pasa alguna otrrra cosa, simplemente llámame. ¿De acuerdo? ¡Pero no lo uses para pedirrr pizzas a Seix!
Chloé cogió el móvil y se lo llevó al pecho acunándolo como un amuleto.
—Gracias, Annie —dijo—. Sabía que a ti podía contártelo.
Y Annie Estaque, que nunca tenía tiempo para deidades de ninguna forma o tamaño, se preguntó por un breve instante si tal vez alguien o algo habría escuchado sus plegarias.
En La Rivière, Josette formulaba sus propias oraciones, pidiéndole a Dios que le indicara cómo podía apartar a Jacques de aquella maldita ventana.
Este volvió a ocupar su puesto de guardia en la tienda el día en que Stephanie descubrió el ataque sufrido por el centro de jardinería, y desde entonces no se había movido. El pobre hombre tenía un aspecto miserable; acababa de empezar su tercera semana de implacable vigilancia, con la mano permanentemente apoyada a la altura de las lumbares. Josette también le había visto flexionar las rodillas, como si siguiera sufriendo achaques y dolores en aquella vida después de la muerte. Con la esperanza de poder atraerle hacia el banco de la chimenea había encendido el fuego, aunque afuera brillara la hermosa luz del sol de finales de abril. Pero Jacques seguía sin moverse.
Era muy testarudo. Lo supo el primer día en que le pidió salir con él. Ella lo rechazó, porque lo consideraba demasiado mayor, con demasiadas ganas de establecerse y tener niños.
Eso fue a finales de los años cincuenta, un momento de gran agitación en todo el mundo. El conflicto de Argelia seguía sin resolverse, en el gobierno reinaba el caos e incluso había rumores de que el propio De Gaulle volvería al poder en breve. ¡Entonces llegó la música! Poco a poco, el rock and roll se hizo un sitio en Francia, trayendo consigo un abandono que hacía olvidar la política y las riñas internas y el sangriento conflicto al otro lado del mar. De repente era fantástico ser joven y el futuro era tan brillante como las luces de los bulevares en París.
Las bombillas parpadeantes de unas cuantas farolas en Fogas no eran exactamente lo mismo. ¿Quién quería quedarse allí, cuando había mucho mundo por recorrer?
Josette tenía entonces diecisiete años y soñaba con vivir en una gran ciudad, tal vez incluso en América. Pero un buen día, Jacques se detuvo en el aparcamiento enfrente del Auberge y se ofreció a llevarla en su coche a la ciudad. Le conocía desde que era una niña, puesto que era ocho años más joven que él, y cuando entró en la adolescencia él se marchó al extranjero para hacer el servicio militar, dejando a su madre, madame Servat, a cargo de la tienda. Regresó a casa bronceado y con aspecto saludable, y cuando fue a abrirle la puerta del coche, Josette vio cómo se le tensaban los músculos del antebrazo.
Media hora después Jacques ya le había preguntado si quería salir con él, tras detener el coche en el Pont Vieux. Josette declinó educadamente su oferta, agradeciéndole el trayecto, y cruzó el puente con un movimiento de caderas posiblemente un poco más notorio de lo habitual y el brazo derecho doblado, con el bolso balanceándose en él. Era su mejor imitación de Audrey Hepburn.
Josette oyó el repiqueteo de sus pasos sobre el empedrado y de repente Jacques estaba ante ella. Suplicando, rogando, caminando hacia atrás mientras insistía. ¿Le acompañaría al baile el sábado?
Ella se detuvo y se inclinó sobre la valla protectora, no tanto como para correr el riesgo de caer al agua, pero sí lo justo para acentuar las curvas de su cuerpo.
Luego se volvió hacia él y con una expresión de aburrimiento supino aceptó.
Jacques dio un salto de alegría. Después regresó al coche y Josette se quedó en el asfalto, considerando las consecuencias de lo que acababa de hacer.
Había estado jugando con él sin ser consciente de ello. Se sentía avergonzada, traicionada por un instinto de seducción que ni siquiera sabía que poseía. Por esa razón, en lugar de echarse atrás, como era su intención, fue al baile con él a modo de disculpa. Solo un baile. Y después le rechazaría educadamente.
Eso ocurrió hacía cincuenta años. No esperaba que Jacques Servat fuera tan insistente. ¡Ni que bailara tan bien! Cada vez que quedaban, Josette se prometía a sí misma en el espejo, mientras se arreglaba, que sería la última vez. Quería algo más que Fogas. Esperaba de la vida algo más que una existencia semejante a la de madame Servat. Pero al despedirse, Jacques volvía a pedirle una nueva cita, y su cuerpo, que todavía vibraba con su roce y con la música, la traicionaba, y entonces se oía a sí misma aceptar.
Después de unos cuantos meses dejó de hablar con su reflejo. Y transcurridos unos cuantos más, justo después de cumplir dieciocho años, se casaron. Y no se arrepintió ni una sola vez.
Josette se rio entre dientes. Aparentemente, su cuerpo supo todo el tiempo lo que estaba haciendo.
Retiró la lona que cubría la arcada entre la tienda y el bar y asomó la cabeza por la abertura.