Estaba tan nerviosa que su ansiedad rayaba el miedo.
En los siete años transcurridos desde que había huido de Finistère, no había tenido nada parecido a una cita. El dolor en su corazón había tardado más en curar que las marcas de los golpes que su marido le había dejado en la cara, y Stephanie había rehuido cualquier signo de interés masculino.
Pero creía que aquello era diferente.
Era casi como si Pierre la conociera. Como si la conociera de veras, como solo un viejo amigo podía hacerlo.
Leía los mismos libros que a ella le encantaban, había estado en lugares muy especiales para Stephanie y compartía su pasión por la naturaleza. Pero, sobre todo, nunca dejaba de preguntarle por Chloé y su interés por su hija era lo que en realidad la había conquistado.
De modo que, al dirigirse a la tienda para comprar lo necesario para el picnic, Stephanie ignoró la vocecita que la advertía que debía andarse con cuidado desde un recóndito rincón de su cabeza. Había decidido que su miedo tan solo era una forma de ansiedad; la ansiedad que sentía ante la posibilidad de no gustarle a Pierre.
Fabian seguía en la cama, consciente de que la luz del sol ya se abría paso a través de los postigos cerrados, colándose en el dormitorio y engatusándole para que abandonara el sueño. Dio media vuelta en la cama y gimió.
Todo su costado derecho se había agarrotado durante la noche y ahora casi no podía moverse. Con mucho cuidado retiró las mantas y se desabrochó el pijama.
Tenía hematomas. Ronchas de color púrpura que se extendían por el muslo y desaparecían bajo los vendajes blancos para volver a reaparecer más abajo. También vio rasguños, pequeñas franjas rojas que le llegaban hasta la altura de la rodilla, todavía inflamada, con la piel hinchada y oscura como un golpe en una manzana. El brazo derecho también le dolía, el codo parecía abultar el doble de lo normal y un enorme rasponazo adornaba su antebrazo.
Como si hubiera despertado sus miembros al prestarles atención, súbitamente todo empezó a dolerle.
Hizo oscilar las piernas hasta que estuvieron fuera de la cama, y se quedó sentado durante unos instantes para acostumbrarse al dolor. Había tenido suerte. Si es que el hecho de haber sido derribado deliberadamente de la bicicleta podía expresarse de ese modo.
Deliberadamente.
¿Estaba seguro de ello, después de haber descansado toda la noche? Estaba lloviendo. Había mala visibilidad y él no llevaba luces. Tal vez el conductor de la furgoneta Renault simplemente no lo había visto. Pero entonces, ¿por qué había invadido el carril de Fabian?
Estaría borracho. Eso explicaría por qué huyó justo cuando llegó otro coche.
Debía de ser eso. Fabian había sido víctima de un accidente causado por conducción en estado de embriaguez.
Aunque eso no le hacía sentirse mejor.
No obstante, tenía que admitir que ya no se sentía tan embargado por la autocompasión como en los minutos que precedieron al incidente.
Se llevó la mano al bolsillo y comprobó que la caja con la navaja seguía allí. ¡Y pensar que había considerado la posibilidad de irse de Fogas! Y dar la espalda a la tía Josette y a sus nuevos amigos, cuando acababa de empezar a labrarse una vida allí.
Se puso en pie, con los pantalones del pijama ondeando libremente por debajo de las rodillas.
Había sido necesario aquel golpe en la cabeza para poder analizar la situación desde otra perspectiva. Se quedaría, estaba decidido. Con el tiempo, su corazón sanaría y Stephanie pasaría a ser simplemente una amiga, y su absurdo enamoramiento un apreciado recuerdo.
Oyó unas voces procedentes del bar, seguidas del maravilloso aroma a café recién hecho, y Fabian echó a andar lentamente hacia las escaleras.
Ya era hora de seguir con la vida.
—¿Qué tal está?
—Tiene unos cuantos cortes y moratones. El médico dice que estará bien en uno o dos días. Solo tengo que observar si presenta síntomas de conmoción cerebral.
—¡Hablando del rrrey de Roma! —exclamó Annie indicando a Josette que se diera la vuelta para ver a Fabian, que había hecho su aparición, con el rostro lívido.
—¿No deberías estar en la cama? —preguntó Josette preocupada, al tiempo que Fabian se balanceaba ligeramente y ponía una mano en la barra del bar para enderezarse.
—Estoy bien —dijo sonriente, rodeándola con sus delgados brazos y poniendo una mueca de dolor cuando Josette le devolvió el abrazo.
—¡Perdona! ¡Olvidé los moratones! —Josette se apartó de él y escudriñó su cara. Tenía una sombra oscura en la mandíbula, y los ojos brillantes a pesar de la palidez—. Pareces bastante animado, teniendo en cuenta lo que te ha pasado.
—Al despertarme me he encontrado esto. —Sacó la caja con la Opinel del bolsillo—. Gracias.
—No es nada. Nosotros… yo… no sé cómo agradecerte la vitrina con los cuchillos. No tenías que haberte molestado.
—¿Te han gustado? —Fabian le ofreció una radiante sonrisa.
—Me encantan.
—¡Crrreo que me gustaba más cuando os peleabais como el perrro y el gato! —cacareó Annie.
La puerta se abrió y antes incluso de verla, Fabian supo quién era por el aroma a incienso que la acompañaba.
—
Bonjour,
Stephanie! —exclamó Josette. Fabian se armó de valor cuando la esbelta figura se acercó a Annie primero para darle dos besos, y luego a Josette. Después se plantó ante él, y su mejilla rozó la suya, y Fabian pudo oler la fragancia de las flores en sus suaves cabellos.
Stephanie se volvió hacia las dos mujeres que había en el bar, y Fabian la miró como si fuera un hombre sediento y viera a otro dar cuenta de una cerveza, siguiendo con los ojos cada una de sus evoluciones. Era preciosa. Sus gráciles manos estaban en constante movimiento, y el tintineo de las pulseras en su brazo acompañaba cada uno de sus gestos. Y cuando echó la cabeza hacia atrás para reír, dejando al descubierto su blanco cuello en toda su extensión, a Fabian se le hizo la boca agua.
—Guarrrda la lengua —masculló Annie, y Fabian volvió a la realidad para darse cuenta de que Stephanie se estaba riendo de él.
—Stephanie acaba de preguntar por qué estás en pijama —dijo Josette.
—¡Me preguntaba por qué usas un pijama que te queda pequeño! —Stephanie volvió a reír ante la visión del alto parisino, cuyas extremidades sobresalían en exceso de aquel pijama anticuado.
—He sufrido un accidente —farfulló—. Con la bicicleta. Josette me dio este pijama.
—¿Otro accidente? —Stephanie arqueó las cejas—. ¿Otra vez con la bicicleta?
Fabian asintió con la cabeza.
—¡Por lo menos esta vez no he tenido yo la culpa! ¿Estás bien?
—Ahora sí —respondió, y Annie soltó una carcajada.
—Me alegro. —Stephanie le ofreció una cálida sonrisa y Fabian sintió que le flaqueaban las piernas—. Chloé se sentiría muy decepcionada si no pudiera ir a comer a tu casa. Puedo llevarte si quieres cuando haya acabado aquí.
¡Claro que quería! Lo estaba deseando. Así que asintió en silencio.
—Bueno, Josette —añadió Stephanie—, ¿te queda miel de Philippe Galy? Voy a hacer un picnic con alguien muy especial.
—Creo que sí. Debería estar al lado de la ventana. —Josette abandonó el mostrador y Stephanie la siguió hasta el anaquel situado en uno de los extremos de la tienda.
—Me parrrece que has llegado tarde, jovencito —dijo Annie cuando creyó que las otras dos mujeres no podían escucharla—. ¡Podías haberrr ido tú con ella de picnic!
—Soy un idiota.
Annie asintió.
—Tienes razón. Pero por lo menos eres un idiota vivo.
Se acercó a él y posó una de sus rudas manos en uno de sus brazos.
—Ese incidente que ocurrrió ayerrr parecía bastante grave. Me prrreocupé de veras por ti.
—Todos nos preocupamos por ti —añadió Josette al volver a reunirse con ellos. Miró atentamente a Fabian, y se inquietó al ver la angustia en sus ojos—. Me parece que sigues dolorido. ¿Quieres que vaya a buscar las pastillas que dejó el médico?
—No creo que sirvan de nada —gimió, mientras observaba el rostro complacido de Stephanie al inspirar el aroma de los tomates madurados en la mata que había escogido, antes de ponerlos en la bolsa de la compra.
—¡Lo que necesita es algo que le ayude a sacársela de la cabeza!
—¿Cómo por ejemplo?
—¡Trabajar! A mí siempre me ha ayudado.
—Pues hoy hay trabajo de sobras. —Josette señaló hacia la mesa en la que Stephanie estaba examinando las galletas caseras hechas en la localidad, recorriendo con sus largos dedos los envoltorios mientras decidía cuáles se llevaría. Y Fabian se imaginó el roce de sus dedos sobre su piel, quemándole como la llama del fuego vivo—. En cuanto hayan limpiado a fondo la puerta habrá que reponer las estanterías con todas esas mercancías a tiempo para mañana, y también hay que subir de la bodega el resto de los pedidos.
Josette dejó escapar un quejido ante la magnitud de la tarea y se apoyó en la barra del bar. Le había parecido buena idea celebrar la reinauguración con Stephanie. Pero habían tomado aquella decisión cuando las obras parecían avanzar a buen ritmo. Sin embargo, los albañiles habían desalojado la tienda la noche anterior, y todavía había que poner la nueva barra del bar, así que ahora le parecía la decisión más estúpida de su vida. Sobre todo teniendo en cuenta que Fabian no estaba en condiciones de ayudar.
—No te preocupes, tía Josette —dijo Fabian, quien por fin había conseguido apartar los ojos de Stephanie—. Lo tendremos todo a punto para mañana. Me encontraré mejor en cuanto empiece a trabajar.
—¿Pudiste ver al conductorrr? —preguntó Annie, retomando el tema del día.
—No, solo el coche.
—¿Viste el coche? —inquirió Josette sorprendida—. Paul y René solo pudieron ver que se trataba de una furgoneta oscura.
—Yo la vi muy bien. ¡Demasiado cerca incluso! Era una furgoneta Renault 4. ¡Si me esforzara un poco, seguramente también podría decirte lo desgastadas que estaban las ruedas!
Josette se rio, pero Annie guardó silencio con una expresión seria en su cara, ya que el comentario de Fabian le había traído a la cabeza otra conversación mantenida días atrás.
—¿De qué colorrr era? —preguntó.
—Verde oscuro.
—¿Estás segurrro?
—Positivo.
—Qué rarrro…
Stephanie estaba a años luz de allí. Mientras escogía el queso, la miel, una botella de vino, unas cuantas piezas de fruta y una de las gustosas barras de pan que ahora vendía Josette, sus pensamientos estaban centrados en Pierre.
¿Cómo sería? No es que eso fuera importante, se apresuró a decirse a sí misma. Pero tampoco le gustaría que fuese muy bajito. O que tuviera mal aliento. O que fuera de derechas. A decir verdad, podría llegar a soportar los dos primeros defectos, llevar siempre zapato plano y comprarle pastillas de menta. Pero sentía escalofríos al considerar la mera posibilidad de salir con un capitalista.
Por supuesto, sabía que se estaba anticipando a los acontecimientos. No había indicios en ninguno de sus e-mails de que no se avinieran en cuestiones políticas. Más bien al contrario. De hecho…
Qué raro.
El devanar de los pensamientos de Stephanie quedó interrumpido por un remolino de fino polvo blanco que se arrastraba a trompicones por el suelo hacia ella. Le llamó la atención por la forma antinatural de moverse, como a intervalos irregulares. Había algo anormal en ello. Echó un vistazo a la lona azul que todavía separaba la tienda del bar.
Esa debía de ser la razón. Debía de haber una corriente de aire en la tienda que hacía volar el polvo.
Pero no dejaba de ser extraño que la lona no se moviera.
Bajó de nuevo la vista y vio que el polvo se estaba arremolinando a sus pies, como si fueran limaduras de hierro atraídas por un imán en una cantidad respetable. El polvo dejó de moverse por un momento al posarse en el suelo. Stephanie estaba a punto de pisarlo y seguir con la compra cuando empezó a agitarse de nuevo, pero esta vez era como si un dedo invisible estuviera dibujando algo en la superficie polvorienta.
Fascinada, observó cómo se materializaba una línea recta unida a dos semicírculos para escribir una
D
mayúscula, y enseguida una
E.
Algo o alguien estaba intentando escribir un mensaje.
Se volvió hacia las demás personas que había en el bar para comprobar si habían reparado en aquel fenómeno, pero todos estaban demasiado ocupados hablando, ajenos a lo que estaba sucediendo. Bajó la vista de nuevo y vio la primera palabra completa.
—
Desconfía…
—susurró en un hilo de voz, y al hacerlo se estremeció, y pensó que no tenía que haber dejado el jersey en la furgoneta.
Pero fuera lo que fuese, todavía no había terminado. Lenta y laboriosamente empezaron a aparecer las siguientes letras.
—…
de.
..
—¿Stephanie? —La voz de Annie la hizo sobresaltarse y dar un brinco.
—Perdona, ¿qué decías?
—Decía que parece que se trata de la misma furgoneta a la que se subió Chloé.
—¿Qué furgoneta?
—¿Todavía no te lo ha contado? —Ahora la voz de Annie tenía un tono agudo que inquietó a Stephanie.
—¿Contarme el qué?
—Hace unos días volvió a casa del colegio en un coche, con los gemelos Rogalle. El conductorrr la asustó. Era un tipo morrreno de pelo grasiento y penetrantes ojos azules. Cuando se disponía a salir, le parrreció que intentaba retenerla.
—¿Qué hizo Chloé entonces? —preguntó Fabian.
—Lo mordió.
—No me ha contado nada. —Stephanie tenía ahora toda su atención puesta en Annie.
Annie se encogió de hombros.
—Pensó que te enfadarrrías. Simplemente me parece extrrraño que Fabian fuerrra atrrropellado aparentemente por la misma furgoneta.
Campana de alarma. A todo volumen. Aunque no sabía por qué. Mientras intentaba descifrar los mensajes que su subconsciente le estaba enviando, Stephanie apenas escuchaba la conversación como un ruido de fondo.
—Supongo que no pudiste ver si el conductorrr que se dio a la fuga tenía un tatuaje con la bandera de Brrretaña en el brazo derecho, con señales de una morrrdedura —preguntó Annie a Fabian.
Fabian se rio y negó con un movimiento de cabeza.
—No. No pude verlo tan de cerca. Pero sí vi que la furgoneta tenía matrícula de Bretaña. Aunque seguramente se trata de una simple coincidencia.