Lestat el vampiro (6 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Lestat el vampiro
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Cabalgamos juntos durante media jornada hasta alcanzar el impresionante castillo de un noble vecino y, una vez allí, el caballero y mi madre me condujeron a la perrera, donde ella me indicó que escogiera una pareja entre una carnada de cachorros de mastín.

Jamás había visto nada tan tierno y cautivador como aquellos cachorros. Y los perros adultos nos miraban como leones soñolientos. Sencillamente, magníficos.

Estaba tan emocionado que casi no pude decidirme por ninguno, y volví con el macho y la hembra que el noble caballero me recomendó escoger. Hice todo el camino de vuelta llevando a los perrillos en el regazo, dentro de una cesta.

Y, al cabo de un mes, mi madre me compró también mi primer fusil de chispa y mi primer caballo de montar. No me explicó por qué hacía todo aquello, pero yo, a mi manera, comprendí qué era lo que ponía en mis manos. Me ocupé de los perros, los entrené y establecí un gran criadero a partir de ellos.

Con aquellos mastines, me convertí en un verdadero cazador, y, a los dieciséis años, mi vida se desarrollaba en el campo abierto.

En cambio, en el castillo, resultaba más latoso que nunca. En realidad, nadie quería oírme hablar de recuperar los viñedos, de volver a plantar los campos abandonados o de impedir que los arrendatarios de las tierras siguieran robándonos.

Era impotente para cambiar nada. El silencioso flujo y reflujo de la vida sin cambios me resultaba devastador.

Todos los días de fiesta acudía a la iglesia sólo para romper la monotonía de mi vida y, cuando se presentaban en el pueblo los feriantes, siempre iba a verles, ávido de aquellos pequeños espectáculos que no podía contemplar en ninguna otra ocasión, de cualquier cosa que me sacara de la rutina.

No importaba que fueran los mismos prestidigitadores, mimos y acróbatas de años anteriores. Siempre eran algo más que el lento transcurso de las estaciones y que los ociosos e inútiles comentarios sobre glorias pasadas.

Pero ese año, el año que cumplí dieciséis, llegó una trouppe de cómicos italianos con un carromato pintado en cuya parte posterior montaron el escenario más elaborado que yo había visto nunca. Representaron la vieja comedia italiana de Pantaleón y Polichinela y los jóvenes amantes, Lelio e Isabella, y el viejo doctor y todas las escenas habituales.

Me sentí extasiado con su actuación. Nunca había visto nada semejante, tan lleno de ingenio, de vitalidad, de agilidad. Me entusiasmó la representación, aunque a veces los actores hablaban tan deprisa que no podía seguirles.

Cuando la compañía terminó la obra y hubo pasado el platillo entre los espectadores, me mezclé entre los actores en la taberna y les invité a unos vinos, que en realidad no podía pagar, sin más propósito que poder hablar con ellos.

Sentía un amor imposible de expresar por aquellos hombres y mujeres. Ellos me explicaron que cada actor tenía un papel para toda la vida y que no utilizaban textos aprendidos de memoria, sino que lo improvisaban todo en el escenario. Cada actor conocía su nombre, su personaje, y entendía a éste y le hacía hablar y actuar corno consideraba adecuado. En eso consistía la grandeza del género.

Un género que era denominado Commedia dell'arte.

Me sentía hechizado. Y me enamoré de la muchacha que hacía el papel de Isabella. Subí al carromato con los actores y examiné todo su vestuario y los decorados pintados y, cuando volvimos a estar ante unas jarras de vino en la taberna, me dejaron representar a Lelio, el joven amante de Isabella, y aplaudieron asegurando que tenía don escénico. Era capaz de interpretar un papel como ellos lo hacían.

Al principio, creí que los elogios no eran más que lisonjas, pero, en realidad, de algún modo no me importó si lo eran o no.

A la mañana siguiente, cuando el carromato abandonó el pueblo, yo iba en su interior, oculto en la parte de atrás con unas cuantas monedas que había conseguido ahorrar y todas mis ropas en un hatillo. Me disponía a ser actor.

Veréis, en la vieja comedia italiana, al personaje de Lelio se le atribuye una gran donosura; como ya he explicado, es el amante y no lleva máscara. Si el actor le aporta buenos modales, dignidad y porte aristocrático, tanto mejor, pues todo ello forma parte del papel.

Pues bien, la trouppe consideró que yo poseía todas aquellas características y me preparó inmediatamente para la siguiente representación que tenían previsto ofrecer. Y, el día antes de la actuación, recorrí la ciudad —un lugar mucho mayor y, sin duda, más interesante que nuestra aldea— anunciando la obra junto a los demás actores.

Me sentía en el paraíso, pero ni el viaje ni los preparativos ni la camaradería de mis colegas actores fueron comparables al éxtasis que experimenté cuando por fin hice mi aparición en el pequeño escenario de madera.

Me entregué alocadamente a enamorar a Isabella. Descubrí una facilidad para los versos y para las frases ingeniosas que jamás había sospechado. Escuché el eco de mi voz en los muros de piedra del recinto. Oí las risas que llegaban hasta mí en oleadas desde el público. Casi tuvieron que sacarme a rastras del escenario para detenerme, pero todo el mundo se dio cuenta de que había sido un gran éxito.

Por la noche, la actriz que hacía el papel de mi enamorada me hizo objeto de sus especiales e íntimas muestras de elogio. Me dormí entre sus brazos y lo último que le oí decir fue que, cuando llegáramos a París, actuaríamos en la feria de St. Germain y luego dejaríamos a la trouppe para quedarnos en la ciudad; trabajaríamos en el Boulevard du Temple, hasta ingresar en la propia Comedie Française y actuar para María Antonieta y el rey Luis.

Cuando desperté a la mañana siguiente, mi Isabella había desaparecido con todos los demás actores, y en su lugar encontré a mis hermanos.

Nunca supe si habían comprado a mis amigos para que me entregaran, o si sólo los habían asustado. Muy probablemente, lo segundo. Fuera como fuese, fui devuelto a casa otra vez.

Por supuesto, mi familia estaba absolutamente horrorizada ante lo que había hecho. Querer hacerse monje a los doce años era comprensible, pero el teatro era cosa del diablo. Incluso al gran Moliere le habían negado un entierro cristiano. ¡Y yo me había escapado con unos harapientos vagabundos italianos, me había pintado la cara de blanco y había actuado con ellos en una plaza pública por unas monedas!

Me molieron a palos y, cuando lancé maldiciones contra todo el mundo, siguieron golpeándome.

Sin embargo, el peor castigo fue ver la expresión de mi madre. Ni siquiera a ella le había dicho que me iba. Y eso le había dolido, cosa que jamás hasta entonces le había sucedido.

De todos modos, en ningún momento me hizo el menor comentario al respecto. Cuando acudió a verme, escuchó mi llanto y vi lágrimas en sus ojos. Y me puso una mano en el hombro, gesto un poco sorprendente en ella.

No quise contarle cómo habían sido los breves días de mi fuga, pero creo que ella lo supo. Algo mágico se había perdido por completo. Y, una vez más, desafió a mi padre y puso fin a las recriminaciones, a los golpes y a las limitaciones de movimientos.

Me hizo sentar a su lado en la mesa, me dedicó una especial atención, incluso trabó conmigo una conversación que resultaba absolutamente forzada para ella, hasta que hubo apaciguado y disuelto el rencor de la familia.

Por último, como hiciera ya una vez, tomó otra de sus joyas y me compró el espléndido fusil de caza que llevé conmigo cuando maté a los lobos.

Se trataba de una arma cara y excelente, y, a pesar de lo desdichado que me sentía, no vi el momento de probarla. Y mi madre añadió al fusil otro regalo, una espléndida yegua zaina con una potencia y una velocidad como jamás había visto en ningún animal. Pero estas cosas eran nimiedades en comparación con el consuelo general que me proporcionó su presencia.

Con todo, la amargura que sentía dentro de mí no remitió.

Nunca olvidé lo que había sentido cuando representaba a Lelio. Me hice un poco más cruel por lo que había sucedido y nunca jamás volví a la feria del pueblo. Me hice a la idea de que no debía escapar de allí nunca más; y, cosa extraña, cuanto más profunda se hizo mi desesperanza, más aumentó mi contribución a la buena marcha de la casa.

A los dieciocho años, sin la ayuda de nadie, yo me encargaba de poner el temor de Dios entre los criados y los arrendatarios. Sin la ayuda de nadie, yo proveía la comida para nuestra mesa. Y, por alguna extraña razón, esto me producía satisfacción. Ignoro por qué, pero me gustaba sentarme a la mesa y pensar que todos se estaban dando cuenta de lo que yo había proporcionado.

Así, pues, esos momentos me habían unido a mi madre. Esos momentos habían despertado entre nosotros un afecto mutuo que pasaba inadvertido y que, probablemente, no tenía igual en las vidas de quienes nos rodeaban.

Y ahora había acudido a mí en aquel extraño momento en que, por razones que ni yo mismo entendía, la presencia de cualquier otra persona me resultaba insoportable.

Con los ojos fijos en el fuego, apenas la vi subir al colchón de paja y dejarse caer sentada a mi lado.

Silencio. Sólo se oía el chisporroteo del fuego y la respiración profunda de los perros que dormían junto a mí.

Entonces la miré y me sentí vagamente alarmado.

Había pasado todo el invierno con una tos persistente y ahora parecía realmente enferma; por primera vez, su belleza, que siempre había sido muy importante para mí, parecía vulnerable.

Su rostro era anguloso y sus pómulos resultaban perfectos, altos y muy separados, pero delicados. Tenía la mandíbula fuerte, pero exquisitamente femenina, y unos ojos diáfanos de color azul cobalto, orlados por unas tupidas pestañas cenicientas.

Si algún defecto tenía era, tal vez, que sus rasgos eran demasiado pequeños, demasiado gatunos, y le daban el aspecto de una chiquilla. Los ojos se le hacían aún más pequeños cuando estaba enfadada, y, aunque dulces, su labios solían mostrar un aire de dureza. No expresaban tristeza ni se descomponían, sino que formaban una especie de pequeña rosa roja en su rostro. Las mejillas, en cambio, eran muy finas, y la forma del rostro muy estrecha; cuando se ponía muy seria, sus labios parecían mezquinos aunque no cambiaran en absoluto de expresión.

En aquella ocasión se la veía ligeramente abatida, pero a mí seguía pareciéndome hermosa. Seguía siendo hermosa. Me gustaba mirarla. Tenía un cabello rubio y abundante, y yo había heredado ese rasgo de ella.

De hecho, me parezco a mi madre, al menos en un primer vistazo, aunque mis facciones son más grandes y bastas, y mi boca es más móvil y puede volverse muy mezquina. Y en mi expresión puede apreciarse mi sentido del humor, la capacidad para la picardía y para la risa casi histérica que siempre he conservado, por desgraciado que me sintiera. Ella no solía reírse y podía lanzar una mirada profundamente helada. Aun así, siempre conservaba una dulzura casi infantil.

Pues bien, la miré allí sentada en mi cama —incluso le sostuve la mirada, supongo— y ella empezó a hablarme de inmediato.

—Ya sé qué te sucede —me dijo—. Los odias a todos. Los odias por lo que has tenido que sufrir y ellos ignoran. Ninguno de ellos tiene la imaginación suficiente para entender lo que te sucedió ahí arriba, en la montaña.

Experimenté un frío placer al escuchar estas palabras y respondí con un mudo asentimiento que ella entendió perfectamente.

—Lo mismo me sucedió a mí la primera vez que tuve un hijo —siguió entonces—. Padecí terribles sufrimientos durante doce horas y me sentí atrapada en el dolor, sabiendo que la única liberación era el parto o mi muerte. Cuando todo hubo pasado, sostuve en los brazos a tu hermano Augustin, pero no quise a nadie más cerca de mí. Y no era porque los culpara a ellos. Era sólo que había sufrido tanto, hora tras hora, que había entrado en el círculo infernal y había vuelto a salir de él. Ellos no habían estado en aquel círculo infernal. Y yo me sentía completamente sosegada. En aquel hecho tan corriente, en el acto vulgar de dar a luz, entendí lo que significa la soledad absoluta.

—Sí, eso es —respondí. Me sentía un poco emocionado.

Ella no añadió nada. Me habría sorprendido que lo hiciera. Una vez dicho lo que había venido a decir, no íbamos a mantener, en realidad, ninguna conversación. Con todo, me puso la mano en la frente —un gesto muy poco usual en ella— y, cuando observó que todavía llevaba las mismas ropas de caza ensangrentadas con las que había vuelto a casa, yo me di cuenta también y advertí lo sucio y maloliente que estaba.

Mi madre guardó silencio unos minutos.

Mientras estaba allí sentado, con la vista fija en el fuego detrás de su silueta, deseé decirle muchas cosas; sobre todo, cuánto la quería.

Sin embargo, fui cauto. Ella tenía un modo muy seco de cortarme cuando le hablaba y, mezclado con mi amor, había un profundo resentimiento hacia ella.

Toda mi vida la había visto leer sus libros italianos y escribir cartas a gente de Nápoles, donde había crecido, pero jamás había tenido paciencia ni para enseñarnos a mí o a mis hermanos el abecedario. Y nada de esto había cambiado tras mi regreso del monasterio. Yo había cumplido los veinte y seguía sin poder leer o escribir más que mi nombre y un puñado de oraciones. Me repugnaba ver los libros de mi madre y odiaba verla absorta en ellos.

Y, de una manera vaga, me disgustaba el hecho de que sólo un sufrimiento extremo por mi parte consiguiera arrancar de ella alguna muestra de calor o de interés.

Con todo, ella había sido mi salvadora. Y no había nadie más que ella. Y tal vez yo estaba todo lo cansado de mi soledad que puede estarlo un joven.

En aquel momento la tenía allí, fuera de los confines de su biblioteca, y me prestaba atención. Por fin, me convencí de que no se levantaría para marcharse y me encontré hablando con ella.

—Madre —dije en voz baja—, hay algo más. Antes de que sucediera eso, había veces que sentía cosas horribles. —No hubo ningún cambio en su expresión—. A veces he soñado que los mataba a todos —continué—. En el sueño, mato a mis hermanos y a mi padre. Voy de habitación en habitación acabando con ellos como he hecho con los lobos. Siento dentro de mí el deseo de matar...

—Yo también, hijo mío —intervino ella—. Yo también.

Su rostro se iluminó con una enigmática sonrisa al mirarme. Me incliné hacia adelante y la contemplé más detenidamente. Bajé el tono de voz.

—Me veo gritando cuando sucede —añadí—. Veo mi rostro desfigurado en muecas y escucho unos gritos atronadores que surgen de mí. Mi boca es una O perfecta y de mi garganta surgen gritos y alaridos.

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