Leyendas (33 page)

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Authors: Gustavo Adolfo Bécquer

Tags: #Relato

BOOK: Leyendas
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La iglesia del Tránsito, antigua sinagoga, la ornamentación de Santa María la Blanca, los restos del alcázar del rey Don Pedro, la casa de Mesa y otros muchos edificios, ya religiosos, ya profanos, representan dignamente en la capital de Castilla la Nueva este período de esplendor y grandeza de la arquitectura arábiga, cuyos rasgos más característicos son los que a continuación expresamos.

El empleo de ojivas túmido conopiales, ya simples, ya incluidas en arcos de herradura o estalactíticos; el uso, cada vez más frecuente, de dobles ajimeces, sostenidos por parteluces esbeltísimos y cuajados de ornamentación y figuras geométricas; arcos de diversas formas, en los que se combinan de mil maneras extrañas porciones de círculo, que dibujan las archivoltas y perfilan los vanos; arcos trazados por líneas rectas combinadas con porciones de círculo; pechinas de dobles y triples hileras de bovedillas apiñadas, las que también se usaron en algunos edificios del género ojival, construidos en épocas posteriores, como en San Juan de los Reyes; sustitución en las leyendas que adornan los muros de los caracteres cúficos, usados en la primera época, por los neskhi, de forma más ligera y gallarda; adornos en la ornamentación completamente originales y propios del arte arábigo, los que, aun cuando guardan alguna remota idea de los bizantinos, ya se han hecho más ricos y elegantes; artesonados cuajados de lujosos detalles; lacerías combinadas de cierto modo, que les da alguna semejanza con las tracerías del estilo ojival; uso casi general de aliceres o anchas fajas de azulejos brillantes de infinitos colores y formas, adornando las zonas inferiores de las tarbeas o salones; sustitución en algunas cenefas de las hojas agudas y entrelargas, propias de la ornamentación de otros estilos, con la parra, roble y otras de parecido dibujo, las que, revelándose sobre fondos de ataurique y combinándose entre sí, forman a veces dobles postas. He aquí los principales caracteres que, unidos a la delicadeza y perfección con que están ejecutados todos los detalles, dan a conocer este período a primera vista.

La tercera época, la época de la decadencia, no tiene, por decirlo así, una fisonomía propia.

Se hace notar por la falta de lujo y de riqueza en sus obras, por el abandono de aquella prodigalidad de ornamentación que caracterizó a esta arquitectura en su período de gloria, y por la adulteración de algunas de las partes de que se compone.

El estilo ojival, que cada día adelantaba un paso más en la senda de la perfección, comenzó a oscurecer y a poner en olvido el arte arábigo, el cual, no obstante, prolongó su existencia; aunque trabajosamente, hasta mediados del siglo XVI, en el que el Renacimiento destronó a un tiempo a los dos géneros, representantes genuinos, el uno de la religión cristiana y el otro de la islamita.

¡Es raro!

Tomábamos el té en casa de una señora amiga mía, y se hablaba de esos dramas sociales que se desarrollan ignorados del mundo, y cuyos protagonistas hemos conocido, si es que no hemos hecho un papel en algunas de sus escenas.

Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una niña rubia, blanca y esbelta, que a tener una corona de flores en lugar del legañoso perrillo, que gruñía medio oculto entre los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado, sin exagerar, con la Ofelia de Shakespeare. Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.

De pie, apoyada una mano en la
causeuse
de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia, y acariciando con la otra los preciosos dijes de su cadena de oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada pronunciación se notaba un leve acento extranjero, a pesar de que su aire y su tipo eran tan españoles como los del Cid o Bernardo del Carpio.

Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y que parecía seriamente preocupado en la operación de dulcificar a punto su taza de té, completaba el grupo de las personas más próximas a la chimenea, al calor de la cual me senté para contar esta historia. Esta historia parece un cuento, pero no lo es; de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho, algunas veces en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas palabras, pues para el que haya de comprenderla todavía sobrarán algunas.

I

Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de esos hombres en cuya alma rebosan el sentimiento que no han gastado nunca, y el cariño que no pueden depositar en nadie.

Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de unos parientes. Ignoro los detalles de su niñez; sólo puedo decir que, cuando le hablaban de ella, se oscurecía su frente y exclamaba con un suspiro: —¡Ya pasó aquello!

Todos decimos lo mismo, recordando con tristeza las alegrías pasadas. ¿Era ésta la explicación de la suya? Repito que no lo sé; pero sospecho que no.

Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por esto se crea que yo trato de calumniarle, la verdad es que el mundo para los pobres, y para cierta clase de pobres sobre todo, no es un paraíso ni mucho menos. Andrés era, como suele decirse, de los que se levantan la mayor parte de los días con veinticuatro horas más; juzguen, pues, mis lectores cuál sería el estado de un alma toda idealismo, toda amor, ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea de buscarse el pan nuestro cotidiano.

No obstante, algunas veces, sentándose a la orilla de su solitario lecho, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:

—¡Si yo tuviese alguien a quien querer con toda mi alma! ¡Una mujer, un caballo, un perro siquiera!

Como no tenía un cuarto, no le era posible tener nada, ningún objeto en que satisfacer su hambre de amor. Ésta se exasperó hasta el punto de que en sus crisis llegó a cobrarle cariño al cuchitril donde habitaba, a los mezquinos muebles que le servían hasta a la patrona, que era su genio del mal.

No hay que extrañarlo; Josefo refiere que durante el sitio de Jerusalén fue tal el hambre, que las madres se comieron a sus hijos.

Un día pudo proporcionarse un escasísimo sueldo para vivir. La noche de aquel día, cuando se retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha, oyó una especie de lamentos, como lloros de una criatura recién nacida. No bien hubo dado algunos pasos más después de oír aquellos gemidos, cuando exclamó deteniéndose:

—Diantre, ¿qué es esto?

Y tocó con la punta del pie una cosa blanda que se movía y tornó a chillar y a quejarse. Era uno de esos perrillos que arrojan a la basura de pequeñuelos.

—La Providencia lo ha puesto en mi camino —dijo para sí Andrés, recogiéndolo y abrigándolo con el faldón de su levita; y se lo llevó a su cuchitril.

—¡Cómo es eso! —refunfuñó la patrona al verle entrar con el perrillo—. No nos faltaba más que ese nuevo embeleco en casa; ahora mismo lo deja usted donde lo encontró, o mañana busca donde acomodarse con él.

Al otro día salió Andrés de la casa, y en el discurso de dos o tres meses salió de otras doscientas por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos, y otros mil que es imposible detallar, los compensaban con usura la inteligencia y el cariño del perro; con el cual se distraía como con una persona en sus eternas horas de soledad y fastidio. Juntos comían, juntos descansaban y juntos daban la vuelta a la Ronda, o se marchaban a lo largo del camino de los Carabancheles.

Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde no se permitían o estorbaban los perros, estaban vedados para nuestro héroe, que exclamaba algunas veces con toda la efusión de su alma y como correspondiendo a las caricias del suyo:

—¡Animalito! No le falta más que hablar.

II

Sería enfadoso explicar cómo, pero es el caso que Andrés mejoró algo de posición, y viéndose con algún dinero, dijo:

—¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener una mujer es preciso mucho; los hombres como yo, antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle, y hacer un paraíso de Madrid cuesta un ojo de la cara… Si pudiera comprar un caballo. ¡Un caballo! No hay animal más noble ni más hermoso. ¡Cómo lo había de querer mi perro, cómo se divertirían el uno con el otro y yo con los dos!

Una tarde fue a los toros y antes de comenzar la función dirigiose maquinalmente al corral, donde esperaban ensillados los que habían de salir a la lidia.

No sé si mis lectores habrán tenido alguna vez la curiosidad de ir a verlos. Yo de mí puedo asegurarles que, sin creerme tan sensible como el protagonista de esta historia, he tenido algunas veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la lástima que me ha dado de ellos.

Andrés no pudo menos de experimentar una sensación penosísima al encontrarse en aquel sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los huesos y la crin sucia y descompuesta, aguardaban inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa muerte que había de poner término, dentro de breves horas, a la miserable vida que arrastraban; otros, medio ciegos, buscaban olfateando el pesebre y comían, o, hiriendo el suelo con el casco y dando fuertes resoplidos, pugnaban por desasirse y huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos aquellos animales habían sido jóvenes y hermosos. ¡Cuántas manos aristócratas habrían acariciado sus cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado en su carrera, y ahora todo era juramentos por acá, palos por acullá, y por último, la muerte, la muerte con una agonía horrible, acompañada de chanzonetas y silbidos!

—Si piensan algo —decía Andrés—, ¿qué pensarán estos animales en el fondo de su confusa inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y expiran con una contracción espantosa? En verdad que la ingratitud del hombre es algunas veces inconcebible.

De estas reflexiones vino a sacarle la aguardentosa voz de uno de los picadores, que juraba y maldecía mientras probaba las piernas de uno de los caballos, dando con el cuento de la garrocha en la pared. El caballo no parecía del todo despreciable; por lo visto, debía de ser loco o tener alguna enfermedad de muerte.

Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería de costar mucho; pero, ¿y mantenerlo? El picador le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a salir; nuestro joven vaciló un instante y le detuvo. Cómo lo hizo no lo sé; pero en menos de un cuarto de hora convenció al jinete para que lo dejase, buscó al asentista, ajustó el caballo y se quedó con él.

Creo excusado decir que aquella tarde no vio los toros.

Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba o parecía estar loco.

—Mucha leña en él —le dijo un inteligente.

—Poco de comer —le aconsejó un mariscal.

El caballo seguía en sus trece.

—¡Bah! —exclamó al fin su dueño—. Démosle de comer lo que quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El caballo no era viejo, y comenzó a engordar y a ser más dócil. Verdad que tenía sus caprichos y que nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía éste: —Así no me lo pedirán prestado, y en cuanto a rarezas, ya nos iremos acostumbrando mutuamente a las que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de tal modo, que Andrés sabía cuándo el caballo tenía ganas de hacer una cosa y cuando no, y a éste le bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse o partir al escape, rápido como un huracán.

Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse de tal modo con su nuevo camarada, que ni a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto, cuando se perdía al escape entre una nube de polvo por el camino de los Carabancheles, y su perro le acompañaba, saltando y se adelantaba para tornar a buscarle o le dejaba pasar para volver a seguirle. Andrés se creía el más feliz de los hombres.

III

Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico o casi rico.

Un día, después de haber corrido mucho, se apeó fatigado junto a un árbol y se recostó a su sombra.

Era un día de primavera, luminoso y azul, de esos en que se respira con voluptuosidad una atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se oyen en las ráfagas del aire como armonías lejanas, en que los limpios horizontes se dibujan con líneas de oro y flotan ante nuestros ojos átomos brillantes de no sé qué, átomos que semejan formas transparentes que nos siguen, nos rodean y nos embriagan a un tiempo de tristeza y de felicidad.

—Yo quiero mucho a estos dos seres —exclamó Andrés después de sentarse, mientras acariciaba a su perro con una mano y con la otra le daba a su caballo un puñado de yerbas—, mucho; pero todavía hay un hueco en mi corazón que no se ha llenado nunca; todavía me queda por emplear un cariño más grande, más santo, más puro. Decididamente necesito una mujer.

En aquel momento pasaba por el camino una muchacha con un cántaro en la cabeza.

Andrés no tenía sed, y sin embargo, le pidió agua. La muchacha se detuvo para ofrecérsela, y lo hizo con tanta amabilidad, que nuestro joven comprendió perfectamente uno de los más patriarcales episodios de la Biblia.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó así que hubo bebido.

—Plácida.

—¿Y en qué te ocupas?

—Soy hija de un comerciante que murió arruinado y perseguido por sus opiniones políticas. Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos a una aldea, donde lo pasamos bien mal, con una pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre está enferma y yo tengo que hacerlo todo.

—¿Y cómo no te has casado?

—No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para trabajar, que soy muy delicada, muy señorita.

La muchacha se alejó después de despedirse.

Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció en silencio; cuando la perdió de vista, dijo con la satisfacción del que resuelve un problema:

—Esa mujer me conviene.

Montó en su caballo, y seguido de su perro se dirigió a la aldea. Pronto hizo conocimiento con la madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente de la hija. Cuando al cabo de algunos meses ésta se quedó huérfana, se casó enamorado de su mujer, que es una de las mayores felicidades de este mundo.

Casarse y establecerse en una quinta situada en uno de los sitios más pintorescos de su país, fue obra de algunos días.

Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su perro y su caballo, tuvo que restregarse los ojos: creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz era el pobre Andrés.

IV

Así vivió por espacio de algunos años, dichoso si Dios tenía qué, cuando una noche creyó observar que alguien rondaba su quinta, y más tarde sorprendió a un hombre moldeando el ojo de la cerradura de una puerta del jardín.

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