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Authors: Gustavo Adolfo Bécquer

Tags: #Relato

Leyendas (34 page)

BOOK: Leyendas
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—Ladrones tenemos —dijo. Y determinó avisar al pueblo más cercano, donde había una pareja de guardias civiles.

—¿Adónde vas? —le preguntó su mujer.

—Al pueblo.

—¿A qué?

—A dar aviso a los civiles, porque sospecho que alguien nos ronda la quinta.

Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente. Él, dándole un beso, prosiguió:

—Me marcho a pie, porque el camino es corto. ¡Adiós! Hasta la tarde.

Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta, entró un momento en la cuadra, vio a su caballo, y acariciándolo le dijo:

—¡Adiós, pobrecito, adiós! Hoy descansarás, que ayer te di un mate como para ti solo.

El caballo, que acostumbraba a salir todos los días con su dueño, relinchó tristemente al sentirle alejarse.

Cuando Andrés se disponía a abandonar la quinta, su perro comenzó a hacerle fiestas.

—No, no vienes conmigo —exclamó hablándole como si lo entendiese—: cuando vas al pueblo, ladras a los muchachos y corres a las gallinas, y el mejor día del año te van a dar tal golpe, que no te quedan ánimos de volver por otro… No abrirle hasta que yo me marche —prosiguió dirigiéndose a un criado, y cerró la puerta para que no le siguiese.

Ya había dado la vuelta al camino, cuando todavía escuchaba los largos aullidos del perro.

Fue al pueblo, despachó su diligencia, se entretuvo un poco con el alcalde charlando de diversas cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a las inmediaciones, extrañó bastante que no saliese el perro a recibirle, el perro que otras veces, como si lo supiera, salía hasta la mitad del camino… Silba…, ¡nada! Entra en la posesión; ¡ni un criado! —¡Qué diantres será esto! —exclama con inquietud, y se dirige al caserío.

Llega a él, entra en el patio; lo primero que se ofrece a su vista es el perro tendido en un charco de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos de ropa diseminados por el suelo, algunas hilachas pendientes aún de sus fauces, cubiertas de una rojiza espuma, atestiguan que se ha defendido y que al defenderse recibió las heridas que lo cubren.

Andrés lo llama por su nombre; el perro moribundo entreabre los ojos, hace un inútil esfuerzo para levantarse, menea débilmente la cola, lame la mano que lo acaricia y muere.

—Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? —exclama entonces con voz sorda y ahogada por la emoción, al ver desierto el pesebre y rota la cuerda que lo sujetaba a él.

Sale de allí como un loco; llama a su mujer, nadie responde; a sus criados, tampoco; recorre toda la casa fuera de sí…, sola, abandonada. Sale de nuevo al camino, ve las señales del casco de su caballo, del suyo, no le cabe duda, porque él conoce o cree conocer hasta las huellas de su animal favorito.

—Todo lo comprendo —dice como iluminado por una idea repentina—; los ladrones se han aprovechado de mi ausencia para hacer su negocio, y se llevan a mi mujer para exigirme por su rescate una gran suma de dinero. ¡Dinero! Mi sangre, la salvación daría por ella. ¡Pobre perro mío! —exclama volviéndolo a mirar, y parte a correr como un desesperado, siguiendo la dirección de las pisadas.

Y corrió, corrió sin descansar un instante en pos de aquellas señales, una hora, dos, tres.

—¿Habéis visto —preguntaba a todo el mundo— a un hombre a caballo con una mujer a la grupa?

—Sí —le respondían.

—¿Por dónde van?

—Por allí.

Y Andrés tomaba nuevas fuerzas, y seguía corriendo.

La noche comenzaba a caer. A la misma pregunta siempre encontraba la misma respuesta; y corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea, y junto a la entrada, al pie de una cruz que señalaba el punto en que se dividía en dos el camino, vio un grupo de gente, gañanes, viejos, muchachos, que contemplaban con curiosidad una cosa que él no podía distinguir.

Llega, hace la misma pregunta de siempre, y le dice uno de los del grupo:

—Sí; hemos visto a esa pareja; mirad, por más señas, el caballo que la conducía, que cayó aquí reventado de correr.

Andrés vuelve los ojos en la dirección que le señalaban, y ve en efecto su caballo, su querido caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían a desollar para aprovecharse de la piel. No pudo apenas resistir la emoción; pero, reponiéndose enseguida, volvió a asaltarle la idea de su esposa.

—Y decidme —exclamó precipitadamente—, ¿cómo no prestasteis ayuda a aquella mujer desgraciada?

—Vaya si se la prestamos —dijo otro de los del corro—; como que yo les he vendido otra caballería para que prosiguiesen su camino con toda la prisa que al parecer les importa.

—Pero —interrumpió Andrés— esa mujer va robada; ese hombre es un bandido que, sin hacer caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no sé adónde.

Los maliciosos patanes cambiaron entre sí una mirada, sonriéndose, de compasión.

—¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted contando? —prosiguió con sorna su interlocutor—. ¡Robada! Pues ella era la que decía con más ahínco: «Pronto, pronto, huyamos de estos lugares; no me veré tranquila hasta que los pierda de vista para siempre».

Andrés lo comprendió todo; una nube de sangre pasó por delante de sus ojos, de los que no brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado como un cadáver.

Estaba loco; a los pocos días, muerto.

Le hicieron la autopsia; no le encontraron lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si pudiera hacerse la disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a ésta se explicarían!

—¿Y efectivamente murió de eso? —exclamó el joven, que proseguía jugando con los dijes de su reloj, al concluir mi historia.

Yo le miré como diciendo: ¿Le parece a usted poco? Él prosiguió con cierto aire de profundidad: —¡Es raro! Yo sé lo que es sufrir; cuando en las últimas carreras, tropezó mi
Herminia
, mató al
jockey
y se quebró una pierna; la desgracia de aquel animal me causó un disgusto horrible; pero, francamente, no tanto…, no tanto.

Aún proseguía mirándole con asombro, cuando hirió mi oído una voz armoniosa y ligeramente velada, la voz de la niña de los ojos azules.

—¡Efectivamente es raro! Yo quiero mucho a mi
Medoro
—dijo dándole un beso en el hocico al enteco y legañoso faldero, que gruñó sordamente—: pero si se muriese o me lo mataran, no creo que me volvería loca ni cosa que lo valga.

Mi asombro rayaba en estupor; aquellas gentes no me habían comprendido o no querían comprenderme.

Al cabo me dirigí al señor que tomaba té, que en razón a sus años debía de ser algo más razonable.

—Y a usted, ¿qué le parece? —le pregunté.

—Le diré a usted —me respondió—: yo soy casado, quise a mi mujer, la aprecio todavía, me parece; tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico, que por su publicidad exigía una reparación por mi parte, sobrevino un duelo, tuve la fortuna de herir a mi adversario, un chico excelente, decidor y chistoso si los hay, con quien suelo tomar café algunas noches en la Iberia. Desde entonces dejé de hacer vida común con mi esposa, y me dediqué a viajar… Cuando estoy en Madrid, vivo con ella, pero como dos amigos; y todo esto sin violentarme, sin grandes emociones, sin sufrimientos extraordinarios. Después de este ligero bosquejo de mi carácter y de mi vida. ¡Qué le he de decir a usted de esas explosiones fenomenales del sentimiento, sino que todo eso me parece raro, muy raro!

Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la niña rubia y el joven que le hacía el amor repasaban juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los pocos momentos, él mismo servía con una fruición deliciosa la tercera taza de té.

Al pensar que oyendo el desenlace de mi historia habían dicho «¡es raro!» exclamé yo para mí mismo…, «¡es natural!».

Las hojas secas

El sol se había puesto; las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas a mis pies.

Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que van.

No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba a punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el vuelo.

Hay momentos en que, merced a una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la vida interna del hombre.

Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los elementos de la Naturaleza, se relaciona con su modo de ser y traduce su incomprensible lenguaje.

Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.

Eran dos hojas secas las que hablaban, y este, poco más o menos, su extraño diálogo:

—¿De dónde vienes, hermana?

—Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de polvo y de las hojas secas nuestras compañeras, a lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?

—Yo he seguido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre el légamo y los juncos de la orilla.

—¿Y adónde vas?

—No lo sé; ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?

—¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?

—¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella apacible mañana en que, roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado beso del sol como un abanico de esmeraldas?

—¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos los poros el aire y la luz!

—¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del añoso tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba como un espejo el azul del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!

—¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas en la temblorosa corriente!

—¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!

—Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa a nuestro alrededor.

—Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en extraños círculos, se paraban un momento en nuestros dentellados bordes a contarse los secretos de ese misterioso amor que dura un instante y les consume la vida.

—Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.

—Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.

—En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?

—Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.

—Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.

—Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al oírle, nos amanecía llorando.

—¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la aurora!

—Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.

—Y una enamorada pareja colgó junto a nosotras su redondo nido de aristas y de plumas.

—Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las tempestades de verano.

—Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.

—Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría despertar.

—Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro alrededor, en que el sol poniente encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se levantaban efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron a la orilla del agua y al pie del tronco que nos sostenía.

—¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria! Ella era joven, casi una niña, hermosa y pálida. Él le decía con ternura: —¿Por qué lloras? —Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo —le respondió ella enjugándose una lágrima—; lloro por mí. Lloro la vida que me huye; cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida es buena! —¿Y por qué no has de vivir? —insistió él estrechándole las manos conmovido. —Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe adónde?

»Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!

—Por primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que encantaba con sus quejas.

—A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el nido solo, columpiándose lentamente y triste como la cuna vacía de un niño muerto.

»Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los insectos oscuros que venían a roer nuestras fibras y a depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.

—¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!

—Perdimos el color y la frescura.

—Perdimos la suavidad y la forma, y lo que antes al tocarnos era como rumor de besos, como murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y triste.

—¡Y al fin volamos desprendidas!

—Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto a otro entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco de un camino.

—Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una mirada distraída las aguas que pasaban y las hojas secas que marcaban su movimiento, a uno de los dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir la muerte.

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