Libros de Sangre Vol. 1 (31 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 1
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Tenía el corazón acelerado. Nunca había comprendido cuánto temía a Quaid.

—Tengo más libros que darte.

Steve notó que se sonrojaba. Ligeramente. ¿Qué había pensado un momento antes? ¿Que Quaid iba a derribarlo de un puñetazo y a empezar a experimentar con sus temores?

No. Eso era una idiotez.

—Tengo un libro sobre Kierkegaard que te gustará. Arriba. Tardo dos minutos.

Quaid abandonó la habitación sonriendo.

Steve se acuclilló sobre sus caderas y empezó a juntar las fotografías. El momento en que Cheryl cogió por primera vez la carne podrida era el que más le fascinaba. Tenía una expresión en la cara totalmente distinta a la de la mujer que él había conocido. Llevaba marcada la duda, la confusión y un hondo…

Terror.

Era la palabra que usaba Quaid. Una palabra asquerosa. Una palabra obscena, asociada a partir de esa noche a la tortura infligida por Quaid a una chica inocente.

Durante un instante Steve pensó qué expresión tendría su propia cara mientras examinaba la fotografía. ¿No había algo de aquella misma confusión en sus propios rasgos? Y tal vez también algo de aquel terror, en espera de ser liberado.

Oyó un ruido a su espalda. Era demasiado suave; no podía haberlo producido Quaid.

A no ser que anduviera sigilosamente.

¡Oh, Dios! A no ser que…

Estamparon un paño con cloroformo contra su boca y sus fosas nasales. Inhaló involuntariamente, y los vapores le hicieron cosquillas en la pituitaria y rompió a llorar.

Una mancha negra apareció en una esquina del mundo, fuera de la vista, y ese borrón empezó a crecer, acompasándose con el ritmo de su corazón cada vez más acelerado.

En el centro de su cabeza «veía» la voz de Quaid como si fuera un velo. Pronunciaba su nombre.

—Stephen.

Otra vez.

—…ephen.

—…phen.

—…hen.

—…en.

La mancha ocupaba todo el mundo. El mundo estaba negro; había desaparecido. De la vista, de la mente.

Steve se cayó desgarbadamente sobre las fotografías.

Cuando despertó no era consciente de su propia conciencia. Había oscuridad por todas partes. Estuvo tumbado una hora con los ojos bien abiertos antes de darse cuenta de que los tenía abiertos.

Como prueba, movió primero los brazos y las piernas; luego la cabeza. No estaba atado, como esperaba, salvo por el tobillo. Decididamente, había una cadena o algo similar alrededor de su tobillo izquierdo. Le irritaba la piel cuando trataba de alejarse demasiado.

El suelo que tenía debajo era muy incómodo, y cuando lo investigó detenidamente con la palma de la mano se dio cuenta de que estaba tumbado sobre una gran rejilla o una especie de verja. Era de metal y, hasta donde le alcanzaban los brazos, tenía una superficie completamente regular. Cuando introdujo el brazo por los agujeros de la rejilla no tocó nada. Sólo aire y vacío por debajo de él.

Las primeras fotos infrarrojas que sacó Quaid del encierro de Stephen mostraban su exploración. Como había supuesto, el sujeto estaba haciendo frente a su condición muy racionalmente. Nada de histerias. Nada de blasfemias. Ni una lágrima. Ése era el desafío que planteaba a aquel sujeto en particular. Sabía con precisión qué estaba ocurriendo, y reaccionaría con lógica ante sus temores. Seguramente se protegería con una voluntad más difícil de doblegar que la de Cheryl.

Pero los resultados serían mucho más gratificantes cuando se viniera abajo. ¿No se abriría entonces su alma para que Quaid la viera y la tocara? Aquel hombre tenía dentro tantas cosas que él deseaba estudiar…

Los ojos de Steve se acostumbraron gradualmente a la oscuridad.

Estaba aprisionado en lo que parecía una especie de conducto. Calculó que tendría unos seis metros de profundidad y que era de sección completamente redonda. ¿Se trataría de una especie de pozo de ventilación para un túnel o una fábrica subterránea? El cerebro de Steve se representó el mapa del área de la calle Pilgrim, intentando imaginar dónde estaba. No se le ocurría ningún sitio.

Ningún sitio.

Estaba perdido en un lugar que no podía determinar ni reconocer. El conducto no tenía rincones que pudieran servir de referencia, y las paredes no presentaban grietas ni agujeros en que refugiar la conciencia.

Peor aún: estaba tumbado con los miembros extendidos sobre una rejilla suspendida sobre un pozo. Sus ojos no podían discernir nada de la oscuridad que tenía debajo; parecía que el pozo no tuviera fondo. Y la caída sólo la impedían la delgada red de la rejilla y la frágil cadena que amarraba a ella su tobillo.

Se vio a sí mismo en equilibrio entre un cielo negro vacío y una oscuridad infinita. El aire estaba caliente y viciado. Secó las lágrimas que le habían asomado a los ojos, dejándolos pegajosos. Cuando empezó a gritar pidiendo ayuda, cosa que hizo después de llorar, la oscuridad se tragó en seguida sus palabras.

Después de gritar hasta enronquecer se volvió a tumbar sobre la rejilla. No podía evitar pensar que bajo el frágil lecho se encontraban las tinieblas más absolutas. Era absurdo, naturalmente. «Nada es eterno», dijo en voz alta.

Nada es eterno.

Y, sin embargo, nunca lo sabría. Si cayera en la oscuridad absoluta que tenía a sus pies, caería, caería y caería sin ver el fondo del pozo. Aunque se esforzaba por pensar en imágenes más brillantes y optimistas, su mente sólo evocaba su cuerpo precipitándose por el horrible pozo, con el fondo a medio metro de su cuerpo en vilo y sin que sus ojos lo vieran o su cerebro lo predijera.

Hasta que tocata fondo.

¿Vería luz cuando su cabeza estallara por el golpe?

¿Comprendería la razón de su vida y de su muerte en el momento en que su cuerpo se redujera a menudillos?

Y luego pensó que Quaid no se atrevería.

—¡No se atreverá! —gritó—. ¡No se atreverá!

Las tinieblas se tragaban con glotonería sus palabras. Por mucho que les chillara, era como si nunca hubiera proferido un grito.

Y luego se le ocurrió otra idea: una auténtica perversidad. ¿Y suponiendo que Quaid hubiera encontrado ese infierno circular para depositarlo porque
nunca
lo encontrarían,
nunca
lo investigarían? A lo mejor quería llevar sus experimentos hasta el último extremo.

Hasta el último extremo. La muerte se encontraba en el último extremo. ¿Y no sería ése el experimento definitivo de Quaid? Observar la muerte de un hombre: observar cómo crecía su miedo a la muerte, el filón primigenio del terror. Sartre escribió que ningún hombre podría conocer jamás su propia muerte. Pero conocer íntimamente la muerte ajena —contemplar las acrobacias que seguramente realizaría la mente para disfrazar la amarga verdad—, ésa era toda una clave para descubrir su naturaleza, ¿no? Hasta cierto punto, eso prepararía a un hombre para su muerte. Vivir de forma indirecta el terror de otro era la forma más segura e inteligente de tocar a la bestia.

«Sí —pensó—, Quaid podría matarme a causa de su propio terror.» Steve encontró un amargo consuelo en esa idea. Que Quaid, el experimentador imparcial, el futuro educador, estaba obsesionado por los terrores porque el suyo era todavía más profundo.

Por eso tenía que observar a los demás enfrentarse a sus propios miedos. Necesitaba una solución, una fórmula para huir de sí mismo.

Pensar en todo esto le llevó horas. En la oscuridad el cerebro de Steve era como el azogue, sólo que incontrolable. Le resultaba difícil seguir el desarrollo de una idea demasiado tiempo. Sus pensamientos eran como peces pequeños, rápidos, que se le escurrían de la mano en cuanto conseguía apresarlos.

Pero por debajo de cada pliegue de su pensamiento se encontraba la decisión de dejar a Quaid fuera de juego. Eso era seguro. Debía conservar la calma, demostrar que era un sujeto poco interesante para su estudio.

Las fotografías correspondientes a esas horas mostraban a Stephen tumbado sobre la rejilla con los ojos cerrados y el ceño ligeramente fruncido. Paradójicamente, de vez en cuando una sonrisa asomaba por un segundo a sus labios. A veces resultaba imposible saber si estaba dormido o despierto, pensando o soñando.

Quaid esperaba.

De cuando en cuando, los ojos de Steve se movían bajo sus párpados, un indicio inconfundible de que estaba soñando. Cuando el sujeto dormía era el momento de darle la vuelta a la parrilla…

Steve se despertó maniatado. Pudo ver cerca de sí un cuenco de agua sobre un plato; y otro cuenco lleno de gachas de avena tibias y sin sal, al lado. Comió y bebió agradecido.

Dos cosas ocurrieron mientras comía. Primero, el ruido que hacía al comer sonaba muy fuerte dentro de su cabeza; y segundo, notaba cierta presión y rigidez en las sienes.

En las fotografías se ve a Stephen cogiéndose torpemente la cabeza. Tiene atado un arnés con el cerrojo echado. Los bornes se le hunden en los oídos, evitando que penetre ningún ruido.

Las fotos revelan su desconcierto. Luego su ira. Después su miedo.

Steve estaba sordo.

Todo lo que podía oír eran los ruidos de su cabeza. Los chasquidos de sus dientes. Los sorbidos y el chapoteo de la saliva en el paladar. Los ruidos retumbaban entre sus oídos como cañonazos.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Pegó un puntapié a la rejilla sin oír el choque de sus tacones contra las barras metálicas. Chilló hasta que la garganta le dolió como si sangrara. No oyó ninguno de sus chillidos.

El pánico empezó a hacer mella en él.

Las fotos mostraban cómo surgió. Tenía la cara enrojecida, los ojos muy abiertos, los dientes y encías al descubierto en una mueca.

Parecía un mono asustado.

Le invadieron todas las sensaciones familiares de su infancia. Las recordaba como las caras de viejos enemigos: el temblor de los miembros, el sudor, la náusea. Desesperado, cogió el tazón de agua y se lo volcó en la cabeza. Momentáneamente, la impresión del agua fría apartó su mente de la escalera hacia el pánico por la que trepaba. Se volvió a tumbar sobre la rejilla, con el cuerpo como una tabla, y se propuso respirar despacio y profundamente.

«Relájate, relájate, relájate», dijo en voz alta.

En su cabeza podía oír el chasquido de la lengua. También oía su mucosa evolucionar perezosamente por los pasadizos de la nariz obstruidos por el pánico, que le taponaba y destaponaba los oídos. Ya podía identificar el suave y ligero siseo que se escondía detrás de los demás ruidos. Era el sonido de su cerebro…

Era parecido a ese espacio mudo que hay entre las emisoras de radio; era el mismo quejido que se apoderaba de él bajo la acción de la anestesia, el mismo sonido que zumbaba en sus oídos cuando estaba a punto de dormir.

Sus miembros aún se retorcían convulsivamente, y sólo era consciente a medias de cómo luchaba contra los nudos que lo esposaban, indiferente al hecho de que las cuerdas le despellejaran las muñecas.

Las fotografías grabaron con precisión todas estas reacciones. Su guerra contra la histeria: sus patéticos esfuerzos por impedir que sus miedos volvieran a salir a flote. Las lágrimas. Las muñecas ensangrentadas.

Finalmente, como tantas veces le había ocurrido de pequeño, el cansancio pudo más que el pánico. ¿Cuántas veces se había quedado dormido, incapaz de seguir luchando, con el sabor salado de las lágrimas en la nariz y en la boca?

El esfuerzo había elevado el volumen de los ruidos de su cabeza. Ahora, en vez de entonar una nana, el cerebro le pitaba y gritaba para que se durmiera.

¡Qué bueno era olvidar!

Quaid se sentía defraudado. Desde luego, por la velocidad de su respuesta quedaba claro que Stephen Grace se iba a derrumbar en seguida. En realidad, a las pocas horas del experimento, ya casi se había venido abajo. Y Quaid había confiado en Stephen. Después de meses de preparar el terreno, parecía que su sujeto iba a enloquecer sin revelar una sola clave.

Una palabra, una miserable palabra era todo lo que necesitaba. Una pequeña señal acerca de la naturaleza de su experiencia. O, mejor aún, algo que sugiriera una solución, un tótem salvador, incluso una plegaria. Seguramente cuando una personalidad se ve arrastrada hacia la locura le acude algún salvador a la boca. Debe haber
algo
.

Quaid esperaba como el ave de presa en el escenario de una carnicería, contando los minutos que le quedaban al alma agonizante, ansiando un pedazo.

Steve se despertó cabeza abajo sobre la rejilla. El aire todavía estaba más viciado, y las barras de metal se le clavaban en las mejillas. Tenía calor y estaba incómodo.

Siguió tumbado tranquilamente, dejando que los ojos se volvieran a acostumbrar a su entorno. Las líneas de la rejilla se alejaban en una perfecta perspectiva hasta la pared del pozo. La sencilla red de barras en cruz le pareció hermosa. Sí, hermosa. Acarició las líneas hacia delante y hacia atrás hasta que se cansó del juego. Aburrido, se dio la vuelta para quedar boca arriba, sintiendo las vibraciones de la rejilla bajo su cuerpo. ¿Era menos estable ahora? Parecía mecerse un poco cuando él se movía.

Caliente y sudoroso, Steve se desabrochó la camisa. Tenía en la barbilla babas segregadas durante el sueño, pero no se ocupó de secárselas. ¿Y qué, si babeaba? ¿Quién lo iba a ver?

Se quitó a medias la camisa, y con un pie, el zapato del otro pie.

Zapato: rejilla: caída. Su cerebro estableció perezosamente la relación. Se sentó. ¡Pobre zapato! Se iba a caer. Resbalaría entre las barras y lo perdería. Pero no. Estaba en perfecto equilibrio entre los dos lados de un agujero de la rejilla; aún lo podía recuperar si lo intentaba.

Se estiró hacia su pobre, miserable zapato, y al moverse hizo que la rejilla cambiara de posición.

El zapato empezó a resbalar.

—Por favor —le suplicó—, no te caigas.

No quería perder su bonito zapato, su hermoso zapato. No debía caerse. No debía.

Al estirarse para agarrarlo, el zapato se desequilibró del lado del tacón y se cayó por la reja a la oscuridad.

Aquella pérdida le arrancó un grito que no pudo oír.

¡Oh, si sólo hubiera podido oír cómo caía su zapato! Contar los segundos de la caída. Oírlo caer ruidosamente al fondo del pozo. Así por lo menos habría sabido cuánto tendría que caer hasta morir.

Ya no podía soportarlo más. Se dio la vuelta sobre el estómago y, boca abajo, introduciendo los dos brazos por sendos huecos, chilló:

—¡Yo también bajaré! ¡Yo también bajaré!

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