Había alcanzado la puerta. Empezó a levantarse, intentando prepararse para lo que vería en el vagón número dos. Agarró el pomo y abrió la puerta con suavidad.
El ruido de los raíles aumentó, y le llegó una ola de aire malsano, que no apestaba a nada terrestre. Seguro que el
Carnicero
lo oía, ¿o lo olía? Seguro que se daría la vuelta…
Pero no. Kaufman se deslizó por la rendija que había abierto y se adentró en la cámara sangrienta.
El alivio lo volvió imprudente. Se olvidó de echar el picaporte tras él y la puerta empezó a abrirse suavemente con el zarandeo del tren.
Mahogany sacó la cabeza de la cabina y miró por el vagón hacia la puerta.
—¿Qué narices es eso? —dijo el conductor.
—No cerré bien la puerta. Eso es todo.
Kaufman oyó al
Carnicero
dirigirse hacia ella. Se agazapó, hecho una bola de consternación, contra la pared intermedia, consciente de repente de cuán cargadas tenía las tripas. La puerta se cerró desde el otro lado y los pasos se volvieron a alejar.
Salvado, al menos por un momento.
Abrió los ojos, intentando permanecer insensible al espectáculo de la matanza que tenía delante.
No había forma de lograrlo.
Embriagaba cada uno de sus sentidos: el olor de entrañas abiertas, la vista de los cuerpos, la sensación de líquido sobre el suelo, bajo sus pies, el ruido de las correas crujiendo por el peso de los cadáveres, hasta el aire, que sabía salado de sangre. Estaba a solas con la muerte en ese cuchitril, precipitándose por la oscuridad,
Pero ya no sentía náuseas, Sólo una repugnancia ocasional. Incluso se vio inspeccionando los cuerpos con cierta curiosidad.
El cadáver más cercano a él eran los restos del joven cubierto de espinillas que había visto en el vagón número uno. El cuerpo colgaba cabeza abajo, meciéndose adelante y atrás al ritmo del tren al unísono con sus tres compañeros; una obscena danza macabra. Sus brazos se columpiaban, fláccidos, de las articulaciones de los hombros, en las que se habían practicado cuchilladas de una pulgada o dos de profundidad para que los cuerpos se balancearan con más elegancia.
Todas las partes de la anatomía del muchacho oscilaban de forma hipnótica. La lengua, colgando de la boca abierta. La cabeza, bailoteando del cuello rajado. Incluso el pene del joven se sacudía de lado a lado de sus ingles desolladas. De la herida de la cabeza y de la yugular aún manaba sangre en un cubo negro. Había cierta elegancia en el conjunto: la impronta de un trabajo bien hecho.
Detrás de este cuerpo estaban los cadáveres ahorcados de dos jóvenes mujeres blancas y de un hombre de piel oscura. Inclinó la cabeza a un lado para mirarles las caras. No tenían expresión. Una de las chicas era una belleza. Decidió que el hombre era un puertorriqueño. Todos tenían la cabeza y el vello corporal rapado. En realidad aún había un olor acre en el aire, de rapado. Kaufman se levantó deslizándose por la pared y, al hacerlo, el cuerpo de una mujer se dio la vuelta, presentando la parte dorsal.
No estaba preparado para este nuevo horror.
Habían abierto la carne de la espalda en canal desde el cuello hasta las nalgas y separado los músculos para exponer las vértebras relucientes. Era el triunfo final de la obra del
Carnicero
. Ahí colgaban esas tajadas de humanidad, afeitadas, sangradas y rajadas, abiertas como peces y listas para ser devoradas.
Estuvo a punto de sonreírse ante la perfección de ese horror. Sintió un arrebato de locura en la base del cráneo, tentándolo al olvido, prometiéndole una absoluta indiferencia ante el mundo.
Empezó a temblar incontrolablemente. Notó cómo sus cuerdas vocales trataban de formar un grito. Era intolerable: y sin embargo, gritar era convertirse en poco tiempo en una de las criaturas que tenía delante.
—Joder —dijo, más alto de lo que quería, y luego, apartándose de la pared, echó a andar por el vagón entre los cadáveres oscilantes, observando los cuidadosos montones de ropas y pertenencias depositados detrás de sus propietarios, en los asientos. Bajo sus pies, el suelo estaba pegajoso de bilis secándose. Aun sin hacer caso de las rajas podía ver con demasiada claridad la sangre de los cubos: estaba espesa y embriagadora, con grumos de coágulos flotando dentro.
Ya había sobrepasado al chico y veía la puerta del vagón número tres ante él. Todo lo que tenía que hacer era huir de ese montón de atrocidades. Se animó a seguir avanzando, procurando ignorar esos horrores y concentrarse en la puerta que lo devolvería a la cordura.
Había pasado a la primera mujer. Unos pocos metros más, se dijo, diez pasos como máximo, menos si andaba con tranquilidad.
Entonces se apagaron las luces.
—¡Dios mío! —exclamó.
El tren dio un bandazo y Kaufman perdió el equilibrio.
En la oscuridad más absoluta buscó un apoyo y, sacudiendo los brazos, abrazó el cuerpo que tenía al lado. Antes de que pudiera evitarlo, notó que sus manos se hundían en la tibia carne y sus dedos asían el borde de músculo que tenía la mujer abierto en la espalda, tocando con las yemas el hueso de la espina dorsal. Su mejilla rozaba la carne pelada del muslo.
Gritó y, justo al gritar, las luces se volvieron a encender parpadeando.
Según volvía la luz y se apagaba su grito, oyó el ruido de los pasos del
Carnicero
acercándose a lo largo del vagón número uno en dirección a la puerta intermedia.
Soltó el cuerpo al que estaba abrazado. Tenía la cara manchada por la sangre de la pierna. Podía sentirla en la mejilla; era como pintura de guerra.
El grito le había despejado la cabeza, y sintió que le invadía una especie de fuerza. No habría persecución por el tren, lo sabía: no habría cobardía, ahora no. Éste iba a ser un enfrentamiento primitivo; dos seres humanos, cara a cara. Y utilizaría todos los trucos que se le ocurrieran —todos— para vencer a su enemigo. Era, pura y simplemente, cuestión de supervivencia.
El pomo de la puerta vibró. Kaufman buscó un arma a su alrededor, con una mirada tranquila y calculadora. Su vista recayó en la pila de ropas que estaba detrás del cuerpo del puertorriqueño. Ahí había una navaja tirada entre sortijas de diamantes falsos y cadenas de oro de imitación. Un arma de filo largo, inmaculadamente limpia, probablemente motivo de orgullo de ese hombre. Pasando el cuerpo musculoso, la arrancó del montón. Le reconfortó la mano; sin duda era muy emocionante.
La puerta se abría, y asomó la cara del asesino.
Kaufman miró por entre el matadero a Mahogany. No era excesivamente corpulento; sólo otro cincuentón medio calvo y demasiado gordo. Su cara era de rasgos duros; los ojos, hundidos. Tenía la boca pequeña y de labios delicados. En realidad era una boca de mujer.
Mahogany no conseguía imaginar de dónde había salido ese intruso, pero se dio cuenta de que se trataba de un nuevo descuido, otro signo de su creciente incompetencia. Debía despachar inmediatamente a esa criatura que había pasado por alto. Después de todo no podían estar más que a una milla del final del trayecto. Tenía que cortar al hombrecito y colgarlo por los talones antes de que llegaran a destino.
Entró en el vagón número dos.
—Estabas durmiendo —dijo al reconocer a Kaufman—. Te vi.
Kaufman no dijo nada.
—Tendrías que haberte bajado del tren. ¿Qué intentabas hacer? ¿Esconderte de mí?
Kaufman siguió en silencio.
Mahogany sacó el mango de su cuchilla del cinturón de acero desgastado. Estaba sucio de sangre, igual que su delantal de mallas, su martillo y su sierra.
—Tal como están las cosas —dijo— tendré que deshacerme de ti.
Kaufman levantó la navaja. Parecía algo pequeña al lado de toda la parafernalia del
Carnicero
.
—Joder —dijo.
Mahogany se echó a reír ante las pretensiones de defensa del hombrecito.
—No deberías haber visto esto: no es para tipos como tú —dijo, dando otro paso hacia Kaufman—. Es secreto.
«O sea que es del tipo inspirado por la divinidad, ¿no?», pensó Kaufman. «Eso explica algo.»
—Joder —volvió a decir.
El
Carnicero
frunció el ceño. No le gustaba la indiferencia del hombrecito ante su trabajo, ante su reputación.
—Todos tenemos que dormir un día, tarde o temprano —dijo—. Tendrías que estar agradecido: no te van a quemar como a la mayoría: te puedo utilizar. Para dar de comer a los padres.
La única respuesta de Kaufman fue una mueca. No le aterrorizaba nada ese energúmeno gordo y arrastrado.
El
Carnicero
descolgó la cuchilla de su cinturón y la blandió.
—Un judío de mierda como tú —dijo—, debería alegrarse sólo de ser útil: la carne es lo mejor a lo que puedes aspirar.
Sin previo aviso, lanzó una estocada. La cuchilla rasgó el aire a considerable velocidad, pero Kaufman se echó atrás. Rajó la manga de su abrigo y se hundió en la espinilla del puertorriqueño. El golpe partió a medias la pierna y el peso del cuerpo abrió aún más la cuchillada. La carne del muslo, en exposición, era como un filete de primera, suculento y apetitoso.
El
Carnicero
empezó a desclavar la cuchilla de la herida y en ese momento saltó Kaufman. La navaja voló hacia el ojo de Mahogany, pero por un error de cálculo se hundió en el cuello. Atravesó la columna y asomó con una pequeña gota de sangre coagulada por el otro extremo. De lado a lado. De un solo golpe. De lado a lado.
Mahogany recibió la hoja en el cuello con una sensación de asfixia. Emitió un sonido ridículo, una especie de tos poco entusiasta. Manó sangre de sus labios, pintándolos, como el lápiz de labios a una boca de mujer. La cuchilla cayó al suelo con gran estrépito.
Kaufman arrancó la navaja. De las dos heridas chorrearon dos pequeños arcos de sangre.
Mahogany se desplomó sobre sus rodillas, mirando la navaja que lo había matado. El hombrecito lo observaba pasivamente. Estaba diciendo algo, pero sus oídos estaban sordos a los comentarios, como si se encontrara bajo el agua.
De repente se quedó ciego. Supo con nostalgia por sus sentidos que no volvería a ver ni a oír. Esto era la muerte: la tenía encima, sin duda.
Sin embargo todavía palpaba con las manos la tela de los pantalones y las salpicaduras calientes sobre su piel. La vida parecía temblarle en las yemas mientras sus dedos se aferraban al último sentido… luego se desplomó, y sus manos, su vida y su deber sagrado se doblegaron bajo el peso de una carne avejentada.
El
Carnicero
estaba muerto.
Kaufman introdujo bocanadas de aire viciado en sus pulmones y se agarró a una de las correas para serenar su cuerpo tambaleante. Las lágrimas emborronaron la carnicería ante la que se encontraba. Pasó un tiempo: no supo cuánto; estaba perdido en sueños de victoria.
Luego el tren empezó a reducir su velocidad. Notó y oyó cómo apretaban los frenos. Los cuerpos colgantes se inclinaron hacia adelante al frenar la locomotora, sus ruedas chirriaron sobre las vías, que rezumaban limo.
La curiosidad se apoderó de él.
¿Se desviaría el tren al matadero subterráneo del
Carnicero
, decorado con las carnes que había reunido a lo largo de su carrera? ¿Y qué haría el risueño conductor, tan indiferente a la masacre, cuando el tren se detuviera? Ahora podía ocurrir cualquier cosa. Podía enfrentarse a todo: espérate y verás.
El altavoz crepitó. Se oyó la voz del conductor:
—Ya estamos, colega. Es mejor que te vayas a tu sitio, ¿no?
¿Irse a su sitio? ¿Qué quería decir eso?
El tren iba ahora a paso de caracol. Fuera de las ventanas todo estaba tan oscuro como siempre. Las luces parpadearon y se apagaron. Esta vez no volvieron a encenderse.
Se quedó en la oscuridad absoluta.
—Llegaremos en media hora —anunció el altavoz, igual que un aviso de estación.
El tren se había detenido. De repente echó a faltar el ruido de las ruedas sobre los raíles, la precipitación de su paso, a los que tan acostumbrado estaba. Todo lo que pudo oír fue el zumbido del altavoz. Aún no podía ver nada.
Y de repente, un silbido. Las puertas se estaban abriendo. Penetró en el vagón un olor tan cáustico que tuvo que apretarse las manos contra la cara para zafarse de él.
Permaneció en silencio, la mano en la boca, durante lo que pareció una eternidad.
Entonces hubo un parpadeo de luz fuera de la ventana. Dibujó el perfil del marco de la puerta y se hizo progresivamente más intensa. Pronto hubo bastante luz en el vagón para que viera a sus pies el cuerpo arrugado del
Carnicero
y trozos cetrinos de carne colgando a cada lado de él.
También hubo un murmullo procedente de la oscuridad, fuera del tren, una congregación de pequeñas voces parecidas a las de los escarabajos. En el túnel, andando con los pies a rastras hacia el tren, había seres humanos. Kaufman pudo distinguir ahora su figura. Algunos llevaban antorchas que brillaban con una mortecina luz amarronada. El ruido tal vez procedía de su andar sobre el suelo húmedo, o del chasquido de sus lenguas, o de ambos.
No era tan ingenuo como lo había sido hacía una hora. ¿Podía haber alguna duda acerca de la intención de esas cosas que salían de la oscuridad dirigiéndose hacia el tren? El
Carnicero
había asesinado a hombres y mujeres para dar carne a esos caníbales; se acercaban, como comensales al oír la campana de la cena, a comer en este vagón restaurante.
Se agachó y recogió la cuchilla que Mahogany había dejado caer. El ruido de criaturas acercándose era cada vez mayor. Fue hacia el final del vagón, tratando de alejarse de las puertas abiertas, sólo para descubrir que las de detrás también lo estaban, y también allí se oía el rumor de pasos acercándose.
Se volvió a encoger detrás de uno de los asientos, y estaba a punto de refugiarse debajo de ellos cuando una mano, delgada y frágil hasta el punto de transparentarse, apareció junto a la puerta.
No pudo apartar la vista. No porque el terror lo helara, como había ocurrido junto a la ventana. Simplemente quería observar.
La criatura entró en el vagón. Las antorchas que iban detrás de ella dejaron su cara en la sombra, pero se podía ver claramente su figura.
No había nada demasiado especial en ella.
Como él, tenía dos brazos y dos piernas. Su cabeza no tenía forma anormal. El cuerpo era pequeño, y el esfuerzo de trepar al tren había enronquecido su respiración. Tenía más de geriátrico que de psicótico; generaciones de ficticios devoradores de hombres no habían preparado a Kaufman para una vulnerabilidad tan angustiosa.