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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 1 (9 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 1
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¿Qué era Polo, a fin de cuentas?

Un importador de pepinillos, ¡por los cuernos del Levítico!, era un simple importador de pepinillos. Su vida estaba destrozada, su familia era gris, su política, necia, y su teología inexistente. El hombre era una insignificancia, una de las hormiguitas más diminutas de la naturaleza: ¿por qué preocuparse por tipos como él? No era precisamente un Fausto, un sellador de pactos, un vendedor de almas. Era la clase de individuo que no se lo piensa dos veces en espera de una inspiración divina: en semejante tesitura, la habría olisqueado, se habría encogido de hombros y habría seguido importando pepinillos.

Con todo, el geniecillo estaba confinado a esa casa, durante largas noches y días aún más largos, hasta que convirtiera a ese hombre en un lunático, o casi. Iba a ser un trabajo lento, por no decir interminable. Sí, había veces en que hasta la lepra psicosomática sería soportable si ello significaba que lo dieran de baja por invalidez en esa misión imposible.

Por su parte, Jack J. Polo seguía siendo el más ignorante de los hombres. Siempre había sido así; desde luego, su historia estaba jalonada por las víctimas de su ingenuidad. Cuando su última y llorada esposa lo había engañado (él había estado en casa por lo menos en dos de las ocasiones, mirando la televisión) fue el último en descubrirlo. ¡Con la de pistas que habían dejado! Un hombre ciego, sordo y mudo se habría olido algo. Jack no. Se ocupaba de su triste negocio y no advirtió jamás el fuerte olor de la colonia del adúltero ni la regularidad anormal con que su mujer cambiaba la ropa de cama.

No estuvo menos desinteresado por los acontecimientos cuando su hija menor, Amanda, le confesó que era lesbiana. Su respuesta fue un suspiro y una mirada de desconcierto.

—Bueno, mientras no te quedes embarazada, chata —le dijo, y salió a pasear por el jardín, alegre como siempre.

¿Qué podía hacer una furia con un hombre así?

Para una criatura enseñada a hurgar con los dedos en las heridas de la psiquis humana, Polo ofrecía una superficie tan glacial, tan profundamente lisa como para negarle cualquier influencia a la maldad.

Los acontecimientos no parecían hacer mella en su absoluta indiferencia. Los desastres de su vida no parecían conturbar su espíritu. Cuando se enfrentó finalmente a la infidelidad de su esposa (se los encontró haciendo el amor en el cuarto de baño) no llegó a sentirse herido o humillado.

—Estas cosas ocurren —se dijo, saliendo del baño para dejarles acabar lo que habían empezado.


Che serà, serà
.

Che serà, serà
. El hombre mascullaba esa maldita frase con monótona regularidad. Parecía vivir con la filosofía del fatalismo, dejando que los ataques a su virilidad, a su ambición y a su dignidad resbalaran por su ego como la lluvia por su calva cabeza.

El geniecillo había oído a la mujer de Polo confesárselo todo a su marido (estaba colgado cabeza abajo de la lámpara, invisible como siempre) y la escena le había disgustado. Ahí estaba, la pecadora enloquecida, suplicando que la acusaran, la maldijeran, la pegaran incluso, y, en lugar de darle la satisfacción de su odio, Polo se había limitado a encogerse de hombros y a dejar que expusiera su parecer sin tratar de interrumpirla, hasta que no tuvo nada más que revelar. Al final se fue más llena de frustración y tristeza que de culpabilidad; el geniecillo la había oído decir al espejo del cuarto de baño cuánto la ultrajaba la ausencia de cólera legítima por parte de su marido. Poco después se tiró por el balcón del cine Roxy.

Su suicidio resultó útil de alguna manera a la furia. Con la mujer desaparecida y las hijas lejos de casa, podía planear trucos más refinados para acobardar a su víctima, sin tener que preocuparse por si se aparecía o no a seres que los poderes no habían designado como blancos.

Pero la ausencia de la esposa dejó la casa vacía durante el día y esto se convirtió pronto en una losa de aburrimiento que al geniecillo le costaba soportar. El tiempo transcurrido de nueve a cinco, solo en la casa, solía parecerle interminable. Tenía ideas negras y erraba meditando venganzas complejas e imposibles contra Polo, yendo y viniendo por las habitaciones, con el corazón enfermo, acompañado sólo por los tictacs y los zumbidos de la casa al enfriarse los radiadores o conectarse y desconectarse sola la nevera. La situación se hizo pronto tan desesperada que la llegada del correo de mediodía se convirtió en el punto culminante del día, y una insuperable melancolía se apoderaba de él si el cartero no tenía nada que dejar y pasaba de largo hacia la casa siguiente.

Cuando Jack regresaba empezaban en serio los juegos. La rutina habitual de calentamiento: se encontraba con Polo en la puerta y no dejaba que su llave girara en la cerradura. La competición duraba un minuto o dos, hasta que Jack descubría accidentalmente la medida de la resistencia del geniecillo y triunfaba momentáneamente. Una vez dentro, hacía oscilar todas las lámparas. El hombre ignoraba por lo general esa demostración, por violento que fuera el movimiento. A lo mejor se encogía de hombros y murmuraba para su coleto: «hundimiento», y luego, inevitablemente,
«Che serà, serà
».

En el baño, el geniecillo había esparcido pasta de dientes alrededor de la taza y atascado la alcachofa de la ducha con papel higiénico empapado. Compartía incluso la ducha con Jack, colgando invisible de la barra que sostenía la cortina y murmurando a su oído sugerencias obscenas. Eso siempre tiene éxito, se les decía a los demonios en la academia. La rutina de las obscenidades al oído siempre angustiaba a los clientes, haciéndoles creer que eran ellos quienes imaginaban esos actos perniciosos, y llevándolos a asquearse de sí mismos, luego a rechazarse y finalmente a la locura. Naturalmente, en algunos casos las víctimas se enardecían tanto ante estas sugerencias murmuradas que salían a la calle y actuaban en ella. En esas circunstancias la víctima era a menudo arrestada y encarcelada. La prisión conducía a nuevos crímenes y a una lenta disminución de las reservas morales —y de esta forma se conseguía la victoria—. De una manera u otra acababa por aparecer la locura.

Salvo que, por alguna razón, esta regla no era aplicable a Polo; era imperturbable: un bastión de la decencia.

Desde luego, tal como iban las cosas, el geniecillo sería el primero en arrojar la toalla. Estaba cansado; cansadísimo. Fueron interminables días de torturar al gato, leer las tiras cómicas en el periódico de ayer, mirar los acontecimientos deportivos: agotaban a la furia. Últimamente había alimentado una pasión por la mujer que vivía enfrente de Polo. Era una viuda joven; y parecía ocupar la mayor parte de su vida paseando completamente desnuda por la casa. A veces le resultaba casi insoportable, en medio de un día en que el cartero no llamaba, observar a la mujer sabiendo que nunca podría cruzar el umbral de la casa de Polo.

Eso decía la ley. El geniecillo era un demonio menor y su radio de influencia anímica estaba estrictamente confinado al perímetro de la casa de su víctima. Salir de ahí era cederle todos los poderes a la víctima: ponerse a merced de la humanidad.

Todo el mes de junio, de julio y la mayor parte de agosto sudó en su prisión, y a lo largo de esos meses brillantes y calientes Jack Polo mantuvo una absoluta indiferencia con respecto a sus ataques.

Era completamente vergonzoso y estaba destrozando gradualmente la confianza del demonio en sí mismo el ver que su blanda víctima sobrevivía a cualquier tentativa o truco que intentara contra él.

El geniecillo lloró.

El geniecillo gritó.

En un acceso de angustia insoportable, hizo hervir el agua de la pecera, escalfando a los
guppys
.

Polo no oyó nada. No vio nada.

Finalmente, a finales de septiembre, el demonio rompió una de las primeras reglas de su condición y apeló directamente a sus amos.

Otoño es la estación del infierno; y los demonios de las esferas superiores se sentían benignos. Condescendieron a hablar con su criatura.

—¿Qué quieres? —preguntó Belcebú, y su voz oscureció el aire del salón.

—Este hombre… —empezó a decir el geniecillo nerviosamente.

—¿Sí?

—Este Polo…

—¿Sí?

—No tengo recursos contra él. No puedo inducirle al pánico, no puedo provocarle miedo, ni siquiera una leve inquietud. Soy estéril, Señor de las Moscas, y deseo que me saquen de mi miseria.

La cara de Belcebú se dibujó un momento en el espejo que había encima de la repisa de la chimenea.

—¿Que quieres
qué
?

Belcebú era mitad elefante mitad mosca. El geniecillo estaba aterrorizado.

—Yo… me quiero morir.

—No puedes morir.

—En este mundo. Sólo morirme en este mundo. Desaparecer. Ser sustituido.


No morirás
.

—¡Pero no puedo vencerlo! —chilló el geniecillo, lloroso.

—Es tu obligación.

—¿Por qué?

—Porque te lo ordenamos. —Belcebú siempre usaba el «nosotros» mayestático, aunque no tenía derecho a hacerlo.

—Déjeme saber por lo menos por qué estoy en esta casa —suplicó el demonio—. ¿Qué es él? ¡Nada! ¡No es nada!

A Belcebú esto le pareció ocurrente. Se rió, zumbó y barritó.

—Jack Johnson Polo es hijo de uno de los fieles de la Iglesia de la Salvación Perdida. Nos pertenece.

—Pero ¿por qué lo iba a querer? Es tan torpe.

—Lo queremos porque su alma nos estaba prometida, y su madre no la entregó. O se dejó convencer. Ella nos engañó. Murió en brazos de un sacerdote y fue escoltada sin peligro hasta el…

La palabra siguiente era anatema. El Señor de las Moscas le costaba trabajo pronunciarla.

—…cielo —dijo, con una debilitación infinita de su voz.

—Cielo —dijo el geniecillo, sin saber bien qué se entendía por esa palabra.

—Hay que perseguir a Polo en nombre del Diablo, y castigarlo por los crímenes de su madre. Ningún tormento es demasiado duro para una familia que nos ha engañado.

—Estoy cansado —confesó el geniecillo, atreviéndose a acercarse al espejo—. Por favor. Se lo suplico.

—Persigue a ese hombre —dijo Belcebú— o sufrirás en su lugar. La figura del espejo agitó su tronco negro y amarillo y se desvaneció.

—¿Dónde está tu orgullo? —dijo la voz de su amo según se perdía en la distancia—. Orgullo, geniecillo, orgullo.

Y desapareció.

En su frustración, cogió el gato y lo echó al fuego, donde se quemó rápidamente. Sólo con que la ley permitiera una crueldad tan sencilla con los seres humanos, pensó. Ojalá. Ojalá. Entonces le haría padecer esos tormentos a Polo. Pero no. El geniecillo conocía las reglas como la palma de la mano; los profesores se las habían grabado en su tierna corteza de demonio novato. Y la Ley Primera declaraba: «No pondrás la mano sobre tus víctimas».

Nunca le habían dicho por qué era pertinente esa ley, pero lo era.

«No pondrás…»

Así que todo siguió igual. Transcurrían los días, y el hombre no daba todavía señales de irse a someter. A lo largo de las semanas siguientes el geniecillo mató dos gatos más que Polo trajo a casa para sustituir a su querido
Freddy
(ahora reducido a cenizas).

La primera de estas pobres víctimas fue ahogada en la taza del water un aburrido viernes por la tarde. Fue una pequeña satisfacción ver cómo la cara de Polo se teñía de desagrado al desabrocharse la bragueta y mirar hacia abajo. Pero el placer que obtuvo el geniecillo con el desconcierto de Jack fue anulado por la forma alegre y eficaz con que el hombre trató al gato muerto, levantando el montón de piel empapada de la cazoleta, envolviéndolo en una toalla y enterrándolo en el jardín trasero sin una queja.

El tercer gato que trajo Polo a casa fue consciente de la presencia invisible del demonio desde el principio. Fue sin duda una semana divertida, a mediados de noviembre, en que la vida casi se volvió interesante para el geniecillo, mientras jugó al gato y al ratón con
Freddy III
.
Freddy
hacía de ratón. No siendo los gatos animales especialmente brillantes, el juego apenas suponía un gran desafío intelectual, pero fue un cambio frente a los días interminables de espera, persecución y fracaso. Por lo menos el gato aceptaba su presencia. Sin embargo, con el tiempo, en un estado de ánimo pésimo (debido a que la viuda desnuda se volvía a casar), el demonio perdió los estribos con el gato. Estaba afilándose las uñas sobre la alfombra de nilón, rasgando y arañando el pelo durante horas enteras. El ruido le daba dentera metafísica al demonio. Miró al gato una vez, brevemente, y éste salió volando como si se hubiera tragado una granada activada.

El efecto fue espectacular. Los resultados, sensacionales. Sesos de gato, pelo de gato, tripas de gato por todas partes.

Esa tarde Polo llegó exhausto a casa y se quedó en la puerta del comedor, con cara de mareo al observar la carnicería que había sido
Freddy III
.

—¡Malditos perros! —dijo—. ¡Malditos, malditos perros!

Había enfado en su voz. Sí, exultaba el geniecillo: enfado. El hombre estaba trastornado; había claras pruebas de emoción en su rostro.

Regocijado, el demonio atravesó la casa corriendo, decidido a sacar partido de su victoria. Abrió y cerró todas las puertas. Rompió jarrones. Hizo oscilar las pantallas.

Polo se limitó a recoger el gato.

El geniecillo se lanzó escaleras abajo, destrozó una almohada. Representó el papel de una cosa con cojera y hambre de carne humana, y se rió tontamente.

Polo se limitó a enterrar a
Freddy III
al lado de la tumba de
Freddy II
y a las cenizas de
Freddy I
.

Luego se metió en la cama sin su almohada.

El demonio se quedó totalmente perplejo. Si ese hombre no podía mostrar más que una chispa de pesadumbre cuando su gato explotaba en el comedor, ¿qué posibilidades tenía de derrotar algún día a ese bastardo?

Aún quedaba una última oportunidad.

Se acercaba la Navidad, y las hijas de Jack vendrían a casa, a la intimidad de la familia. A lo mejor podían convencerlo de que no estaba todo bien en el mundo; tal vez podrían clavar sus uñas en su absoluta indiferencia y empezar a socavarlo. Esperando contra toda esperanza, el geniecillo se estuvo quieto unas semanas hasta finales de diciembre, planeando sus ataques con toda la maldad imaginativa que pudo reunir.

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