—Estoy en la Gare du Nord, y he descubierto dónde vive nuestro amigo. ¡Lo he encontrado, Lewis!
—Excelente. Voy en seguida. Te encontraré en las escaleras de la Gare du Nord. Cogeré un taxi; llego en diez minutos.
—Es en el sótano de la calle Fleurs, número dieciséis. Allí te veré…
—No entres, Jacques. Espérame. No…
La línea se cortó y la voz de Solal dejó de oírse. Lewis cogió su abrigo.
—¿Quién era?
Preguntó, pero no quería saberlo. Lewis se encogió de hombros dentro del abrigo y dijo:
—Nadie. No te preocupes. No tardaré.
—Llévate la bufanda —recomendó ella, sin darse la vuelta.
—Sí. Gracias.
—Te vas a helar.
La dejó contemplando el Sena vestido de noche, observando bailar los témpanos de hielo sobre el agua negra.
Cuando llegó a la casa de la calle Fleurs, a Solal no se le veía por ninguna parte, pero las huellas frescas sobre la nieve en polvo conducían a la puerta principal del número dieciséis, y desde allí, haciéndose más profundas, daban la vuelta hasta llegar a la parte trasera de la casa. Lewis las siguió. Al entrar en el patio posterior por una puerta podrida que Solal había forzado violentamente, se dio cuenta de que no llevaba armas consigo. Mejor volver, encontrar una palanca, un cuchillo, algo. Mientras cavilaba sobre este punto, la puerta de atrás se abrió y el extraño hizo su aparición, vestido con su ya familiar abrigo. Lewis se apretujó contra la pared del patio, donde las sombras eran más oscuras, seguro de que lo descubriría. Pero la bestia tenía otras preocupaciones. Se quedó en el pasillo con la cara completamente visible y, por primera vez, pudo ver claramente la fisonomía de la criatura. Tenía la cara recién afeitada, y el aroma de la colonia era fuerte, incluso a pleno aire. Su piel era rosada como un melocotón, aunque una cuchilla poco cuidadosa le había hecho un par de cortes. Lewis pensó en la navaja abierta con la que al parecer amenazó a Catherine. ¿A eso había ido al cuarto de Phillipe, a buscar una buena máquina de afeitar? Estaba quitándose los guantes de cuero de las manos grandes y asimismo afeitadas, emitiendo tosecitas que sonaban casi a gruñidos de satisfacción. Lewis tuvo la impresión de que se estaba preparando para salir al mundo exterior; y ese espectáculo era tan enternecedor como intimidatorio. Todo en aquel ser quería ser humano. Aspiraba, a su manera, al modelo que le había dado Phillipe, que había alimentado en él. Ahora, desprovisto de mentor, confuso e infeliz, trataba de enfrentarse al mundo tal como le habían enseñado a hacerlo. No había forma de desandar lo andado. Sus días de inocencia se habían acabado: nunca podría volver a ser una bestia sin ambiciones. Atrapado en su nueva personalidad, no tenía más opción que continuar con la vida a la que su dueño le había aficionado. Sin echar una sola ojeada hacia donde se encontraba Lewis, cerró con cuidado la puerta que tenía detrás y cruzó el patio; en esos pocos pasos, su andar pasó de un arrastrarse simiesco al contoneo cuidadoso que utilizaba para imitar a los humanos.
Luego desapareció.
Lewis esperó un momento en las sombras, respirando con cuidado. Ahora le dolían todos los huesos del cuerpo a causa del frío, y tenía los pies entumecidos. No parecía que la bestia fuera a volver, así que se arriesgó a salir de su escondite y tanteó la puerta. No estaba cerrada. Al entrar, una vaharada de fetidez lo echó para atrás: el olor dulce y enfermizo de frutas podridas mezclado con el olor empalagoso de la colonia: un cruce entre el zoo y el tocador.
Se deslizó por un tramo de pequeños escalones de piedra y por un corto pasillo de azulejos hacia una puerta. Tampoco estaba cerrada; la bombilla desnuda iluminaba una extraña escena.
En el suelo, una alfombra persa grande y algo raída; muebles desperdigados; una cama cubierta malamente con mantas y arpilleras manchadas; un armario hinchado de ropas demasiado grandes; abundante fruta desechada, parte de ella pisoteada en el suelo; un cubo lleno de paja y que apestaba a basura. Sobre la pared, un gran crucifijo. En la repisa de la chimenea una
fotografía
de Catherine, Lewis y Phillipe juntos en un pasado soleado, sonriendo. En la pila, los útiles de afeitar que empleaba la criatura: jabón, brocha y cuchilla. Espuma fresca. En el aparador, un montón de dinero, tirado descuidadamente y en grandes cantidades junto a una pila de agujas hipodérmicas y una colección de frascos. Hacía calor en el garito de la bestia; a lo mejor la caldera de la casa rugía en un sótano adyacente. Solal no estaba allí.
De repente, oyó un ruido.
Lewis se dio la vuelta hacia la puerta, esperando que el mono la cubriera con los dientes apretados y los ojos endemoniados. Pero estaba desorientado; el ruido no procedía de la puerta, sino del armario. Algo se movió detrás de la pila de ropas.
—¿Solal?
Jacques Solal cayó a medias del armario y quedó extendido sobre la alfombra persa. Tenía la cara desfigurada por una profunda herida, de forma que no le quedaban casi rasgos.
La criatura lo había cogido del labio y había separado la carne del hueso como si le quitara un pasamontañas. Los dientes expuestos le castañetearon en un último espasmo ante la inminente muerte; sus miembros se agitaron y crujieron. Pero Jacques ya estaba muerto. Aquellos temblores y contracciones no eran indicios de que le quedara capacidad de pensamiento o personalidad; tan sólo el estertor de la muerte. Lewis se arrodilló al lado de Solal; tenía el estómago resistente. Durante la guerra, por ser objetor de conciencia, se había presentado como voluntario para servir en el hospital militar, y pocas eran las transformaciones del cuerpo humano que no hubiera visto en una u otra combinación. Acunó tiernamente el cuerpo, sin advertir que tenía sangre. No había querido a aquel hombre, apenas si le había interesado ligeramente, pero ahora sólo quería sacarlo de allí, de la jaula del mono, y encontrarle una sepultura humana. También se llevaría la foto. Resultaba excesivo haberle dado a la bestia una foto de los tres amigos juntos. Le hizo odiar a Phillipe más que nunca.
Levantó el cuerpo de la alfombra. Fue necesario un esfuerzo tremendo, y el sofocante calor de la habitación, después del frío del mundo exterior, lo mareó. Sentía que los miembros le temblaban de miedo. Su cuerpo estaba a punto de traicionarlo, lo sabía; a punto de desfallecer, de perder la cohesión y venirse abajo.
«Aquí no. En nombre de Dios, aquí no.»
Tal vez debería irse en seguida a buscar un teléfono. Eso sería lo mejor. Llamar a la policía, sí… Llamar a Catherine, sí…, hasta encontrar en la casa a alguien que lo ayudara. Pero eso supondría dejar a Jacques en la guarida para que la bestia lo asaltara de nuevo, y se había vuelto extrañamente protector del cadáver; no quería dejarlo solo. Indeciso ante esa confusión de intenciones, incapaz de dejar a Jacques pero también incapaz de seguir arrastrándolo, se quedó en medio del cuarto y no hizo absolutamente nada. Eso era lo mejor; sí. Nada de nada. Demasiado cansado, demasiado débil. Lo mejor era no hacer nada.
La ensoñación duró una eternidad. El anciano se quedó paralizado en el punto crucial de sus sentimientos, incapaz de adelantarse hacia el futuro o de volver sobre su pasado mancillado. Incapaz de recordar. Incapaz de olvidar.
Esperando, durante un rato de semiinconsciencia, el fin del mundo.
Llegó a casa tan ruidosamente como un hombre borracho, y el ruido que hizo al abrir la puerta exterior hizo reaccionar a Lewis débilmente. Con cierta dificultad, arrastró a Jacques al interior del armario y se escondió también él, con la cabeza sin rostro en su regazo.
Se oyó una voz en el cuarto, una voz femenina. A lo mejor no era la bestia, después de todo. Pero no: a través de la rendija de la puerta del armario Lewis pudo ver al animal y a una joven pelirroja con él. No paraba de hablar; eran las sempiternas trivialidades de una inteligencia dispersa.
—¡Tienes más, querido! ¡Oh, hombre maravilloso, maravilloso! Mira todo esto.
Tenía pastillas en la mano y se las tragaba como dulces, alegre como un niño en Navidad.
—¿De dónde has sacado todo esto? De acuerdo, si no quieres decírmelo, no me enfado.
¿Era aquello obra de Phillipe, o era el mono el que había robado la mercancía para sus designios? ¿Seducía regularmente a prostitutas pelirrojas con drogas?
El irritante balbuceo de la chica se calmaba a medida que las pastillas hacían efecto, sedándola, transportándola a un mundo sólo suyo. Lewis observó, extasiado, cómo empezaba a desnudarse.
—Hace mucho… calor… aquí.
El mono la miraba de espaldas a Lewis. ¿Qué expresión tenía su cara afeitada? ¿Había lujuria en sus ojos, o duda?
Los pechos de la chica eran preciosos, aunque tenía el cuerpo demasiado delgado. Su joven piel era blanca, y los pezones rosados como flores. Levantó los brazos sobre la cabeza y, al estirarse, los perfectos globos se irguieron y se achataron ligeramente. El mono alargó una mano inmensa hacia su cuerpo y le dio un tierno tirón a uno de los pezones, haciéndolo girar entre sus dedos oscuros. La chica suspiró.
—¿Me… quito todo?
El mono gruñó.
—No eres muy hablador, ¿verdad?
Se bajó la falda roja, contoneándose. Ahora estaba casi desnuda, sólo con unas bragas. Se tumbó en la cama estirándose otra vez, encantada por su cuerpo y por el calor acogedor del cuarto, sin preocuparse siquiera de mirar a su admirador.
Aplastado bajo el cuerpo de Solal, Lewis empezó a sentirse mareado otra vez. Tenía los miembros inferiores totalmente entumecidos, y no sentía el brazo derecho, aprisionado contra la parte de atrás del armario, pero no se atrevía a moverse. Sabía que el mono era capaz de todo. Si lo descubría, ¿qué no se decidiría a hacer con él y con la chica?
Ahora tenía todo el cuerpo dormido o contraído de dolor. En su regazo el cuerpo sangrante de Solal parecía pesar más a cada momento. La espina dorsal le chillaba, y la nuca le dolía como si le estuvieran clavando agujas al rojo. El sufrimiento se estaba volviendo insoportable; empezó a pensar que moriría en aquel patético escondite mientras el mono hacía el amor.
La chica suspiró y Lewis volvió a mirar a la cama. El mono tenía la mano entre las piernas de la chica, y ella se retorcía con sus caricias.
—¡Sí, oh sí! —decía una y otra vez, mientras su amante la desnudaba del todo.
Era excesivo. El mareo se extendió por la corteza cerebral de Lewis. ¿Era eso la muerte? ¿Las luces de su cabeza y el pitido de sus oídos?
Cerró los ojos, dejando de ver a los dos amantes, pero fue incapaz de acallar el ruido. Parecía interminable, le invadía la cabeza. Suspiros, pequeños chillidos.
Por fin, la oscuridad.
Lewis se despertó en un estado indescriptible: tenía el cuerpo deformando por la estrechez de su escondite. Levantó la vista. La puerta del armario estaba abierta y el mono lo estaba mirando, intentando sonreírle. Estaba desnudo e iba casi afeitado del todo. En la hendidura de su inmenso pecho brillaba un pequeño crucifijo de oro. Lo reconoció de inmediato. Se lo había comprado en los Campos Elíseos a Phillipe poco antes de la guerra. Ahora reposaba sobre un matorral de pelo pelirrojo anaranjado. La bestia alargó una mano y Lewis la cogió maquinalmente. La mano de tosca palma le sacó de debajo del cadáver de Solal. No podía mantenerse derecho. Tenía las piernas de gelatina y los tobillos no lo soportaban. La bestia lo cogió y le sirvió de apoyo. Con la cabeza dando vueltas, Lewis miró hacia el armario, donde Solal estaba tirado, enroscado como un bebé en la cuna, con la cara hacia la pared.
La bestia cerró la puerta delante del cadáver y llevó a Lewis a la pila, donde éste vomitó.
—¿Phillipe?
Advirtió levemente que la mujer aún estaba ahí, en la cama: recién despierta después de una noche de amor.
—Phillipe, ¿quién es ése?
Se estaba arrastrando en busca de pastillas sobre la mesa que había junto a la cama. La bestia se precipitó y se las arrebató de las manos.
—Ah… Phillipe… Por favor. ¿Quieres que me acueste con éste también? Lo haré si quieres. Pero devuélveme las pastillas.
Señaló a Lewis.
—No suelo acostarme con viejos.
El mono refunfuñó. La expresión de la cara de la chica cambió, como si tuviera por primera vez la sospecha de lo que era aquel fulano. Pero la idea era demasiado compleja para su mente drogada, y la dejó pasar de largo.
—Por favor.. — Phillipe —gimoteó.
Lewis estaba mirando al mono. Había tomado la foto de la repisa. Tenía la uña negra sobre la figura de Lewis. Sonreía. Lo había reconocido, a pesar de que cuarenta años le hubieran quitado mucha vitalidad.
—Lewis —dijo, encontrando la palabra muy fácil de pronunciar.
El anciano no tenía nada en el estómago que vomitar ni tenía ya nada que temer. Era el fin del siglo; debería estar preparado para cualquier cosa. Hasta para que lo saludara como a un amigo de un amigo la bestia afeitada que se alzaba ante él. Sabía que no le haría daño. Probablemente Phillipe le había dicho al mono algo de su vida en común; había hecho que la criatura amara a Catherine y a él tanto como adoraba a Phillipe.
—Lewis —repitió, y señaló a la mujer (que ahora estaba sentada con las piernas abiertas en la cama), ofreciéndosela para que gozara de ella.
Lewis negó con la cabeza.
Dentro y fuera, dentro y fuera, mitad ficción y mitad realidad.
Hasta ese punto habían llegado las cosas: que un mono desnudo le ofreciera a una mujer. Era lo último, por amor de Dios, el último capítulo de la ficción a la que su tío abuelo había dado comienzo. Del amor al asesinato y de ahí otra vez al amor. El amor de un mono por un hombre. Él había empezado con todo aquello, gracias a sus sueños de héroes de ficción, imbuido de la razón más absoluta. Había empujado a Phillipe a hacer reales las historias de una juventud perdida. Él
era
el responsable y no el pobre mono que se pavoneaba, perdido entre la jungla y la Bolsa; y tampoco Phillipe, que deseaba ser eternamente joven; y desde luego aún menos Catherine, que después de aquella noche se quedaría totalmente sola. Era él. Suyo era el crimen, suya la culpa, suyo el castigo.
Sus piernas habían recuperado un poco de sensibilidad y empezó a tambalearse en dirección a la puerta.
—¿No te quedas? —preguntó la mujer pelirroja.
—Esta cosa… —no podía nombrar al animal.
—¿Te refieres a Phillipe?