Al pie de las colinas reinaba un silencio absoluto. A Aaron lo habían dejado en el suelo, entre las rocas, y se congregaron ávidamente en torno a él para examinar sus ropas, su pelo, sus ojos, su sonrisa.
Se estaba haciendo de noche, pero Aaron no tenía frío. Los alientos de sus padres eran cálidos y olían, pensó, igual que el interior del almacén de comestibles de Welcome: una mezcla de caramelo y cáñamo, queso fresco y hierro. A la luz del sol menguante tenía la piel bronceada, y en el cenit estaban apareciendo estrellas. No era más feliz junto al pecho de su madre que en aquel corro de demonios.
Packard detuvo el convoy al pie de las colinas. Si hubiera sabido quién fue Napoleón, sin duda se habría sentido como aquel conquistador. Si hubiera conocido la biografía del conquistador, podría haber presentido que aquél sería su Waterloo; pero Josh Packard vivió y murió sin necesidad de héroes.
Ordenó a sus hombres que se apearan de los coches y se introdujo entre ellos, con la mano mutilada metida en la pechera desabotonada de la camisa. No era el desfile más alentador de la historia militar. Había más de una cara pálida y demudada entre sus soldados, y más de unos ojos evitaron su mirada cuando les dio las órdenes.
—¡Hombres! —berreó—. Hombres… Hemos llegado, estamos organizados, y Dios está de nuestro lado. Ya hemos ganado a esos salvajes, ¿comprendido?
Silencio; miradas tétricas; más sudor.
—¡No quiero ver a ninguno de vosotros darse la vuelta y echar a correr! Porque si lo hacéis y os pesco, os arrastraréis hasta casa con el trasero acribillado.
Eleanor quiso aplaudir, pero la arenga no había concluido.
—Y recordad, hombres —aquí la voz de Packard bajó de volumen hasta convertirse en un cuchicheo de conspiración—, que esos demonios se llevaron al chico de Eugene, Aaron, no hace ni cuatro horas. Lo arrancaron directamente del seno de su madre mientras lo acunaba para que se durmiera. No son más que salvajes, tengan la pinta que tengan. No respetan a una madre, ni a un niño, ni a nada. Así que cuando estéis cerca de uno de ellos pensad en cómo os habríais sentido si os hubieran arrancado del seno de vuestra madre…
Le gustaba la expresión «seno materno». Decía tanto y con tanta sencillez… El seno de mamá tenía mucha más fuerza para movilizar a aquellos hombres que su tarta de manzana.
—No tenéis nada que temer; sólo parecer menos que hombres, hombres.
Buena frase para acabar.
—Adelante.
Montó de nuevo en el coche. Alguien empezó a aplaudir al final de la fila, y el resto coreó el aplauso. La gran cara roja de Packard se abrió en una sonrisa dura y amarilla.
—¡En marcha! —concluyó, sonriente, y el convoy empezó a dirigirse hacia las colinas.
Aaron notó que el aire cambiaba. No es que tuviera frío; los alientos que lo calentaban seguían siendo igual de acogedores. Pero sintió una alteración en la atmósfera, debida a una especie de intrusión. Observó fascinado cómo sus padres reaccionaban ante ese cambio: su sustancia lanzaba destellos de nuevos colores, más solemnes, más guerreros. Uno o dos levantaron incluso la cabeza como para olisquear el aire.
Algo ocurría. Algo o alguien, no previsto ni invitado, estaba a punto de entrometerse en aquella noche festiva. Los demonios reconocieron los indicios, y no habían descuidado esa eventualidad. ¿No era inevitable que los héroes de Welcome acudieran a buscar al chico? ¿No creían los hombres, de una manera tan lamentable, que su especie había nacido de la necesidad de la tierra de conocerse a sí misma, que habían sido criados de mamífero en mamífero hasta que la especie floreció, dando lugar a la humanidad?
Resultaba entonces natural que trataran a los padres como enemigos, que intentaran erradicarlos de su tierra y destruirlos. Era una verdadera tragedia, cuando los padres sólo habían pretendido conseguir la unidad a través del matrimonio, que sus hijos irrumpieran torpemente y estropearan la fiesta.
Con todo, los hombres nunca cambiarían. A lo mejor Aaron era diferente, aunque tal vez volviera también él con el tiempo al mundo humano y olvidara lo que estaba aprendiendo allí. Las criaturas que eran sus padres también lo eran de los hombres, y el matrimonio de semen en el cuerpo de Lucy era la misma mezcla que había producido los primeros machos. Siempre habían existido mujeres: vivían como especie aparte con los demonios. Pero quisieron compañeros de juego, y juntos crearon a los hombres.
Qué error, qué equivocación más catastrófica. En el transcurso de los eones, el peor eliminó al mejor; las mujeres fueron esclavizadas; los demonios, asesinados o sepultados, quedando unos pocos focos de supervivientes para realizar de nuevo aquel primer experimento y crear hombres, como Aaron, que fueran más comprensivos con su historia. Sólo infiltrando en la humanidad nuevos hijos machos podría suavizarse el carácter de la raza dominante. Esa posibilidad ya era bastante precaria como para que se interpusieran más niños enfadados con los puños regordetes y blancos repletos de escopetas.
Aaron reconoció el olor de Packard y de su padrastro, y comprendió que eran de otra raza. Después de aquella noche los trataría desapasionadamente, como a animales de una especie diferente. A quienes más cercano se sentía era a los magníficos demonios que tenía alrededor, y supo que los defendería con su vida si fuera preciso.
El coche de Packard encabezaba el ataque. La columna de vehículos surgió de la oscuridad con las sirenas aullando y los faros encendidos y se dirigió directamente hacia el centro de la celebración. En uno o dos coches, policías aterrados aullaron espontáneamente cuando vieron de golpe todo el espectáculo, pero para entonces la fuerza de choque ya estaba lanzada. Hubo disparos. Aaron notó que sus padres estrechaban el corro para protegerlo, y su carne se oscurecía ahora de furia y de miedo.
Packard supo instintivamente que aquellas criaturas podían sentir temor, podía oler cómo emanaba de ellos. Parte de su trabajo consistía en reconocer el miedo, jugar con él y utilizarlo contra el infiel. Chilló sus órdenes por el megáfono y llevó los coches dentro del círculo de demonios. En la parte de atrás de uno de los coches que lo seguían, Davidson cerró los ojos y dedicó una plegaria a Yavé, a Buda y a Groucho Marx. «Otorgadme poder, otorgadme indiferencia, otorgadme sentido del humor.» Pero nadie acudió en su ayuda: el hígado aún le hervía, la garganta seguía dándole punzadas.
Delante sonó el chirrido de los frenos. Davidson abrió los ojos (sólo una rendija) y vio a una de las criaturas envolver con su brazo púrpura y negro el coche de Packard y levantarlo en el aire. Una de las portezuelas de atrás se abrió violentamente, y una figura en quien reconoció a Eleanor Kooker cayó al suelo desde poca altura, seguida muy de cerca por Eugene. Sin un jefe, los coches se estrellaron frenéticamente, y toda la escena quedó velada en parte por el humo y el polvo. Se oía el ruido de ventanillas delanteras rompiéndose cuando los policías salían a marchas forzadas de los coches; los chirridos de capós rasgados y puertas arrancadas de cuajo. El aullido agonizante de una sirena aplastada; la última plegaria de un policía moribundo.
Sin embargo, también se distinguía la voz de Packard con la suficiente claridad, gritando órdenes desde su coche mientras lo izaban aún más alto en el aire, con el motor acelerado y las ruedas girando estúpidamente en el vacío. El demonio agitaba el coche como un niño un juguete, hasta que la portezuela del conductor se abrió y Jedediah cayó al suelo ante la falda de piel de la criatura. Davidson vio cómo esa falda envolvía al adjunto, cuya espalda estaba rota, y parecía absorberlo en sus pliegues. También vio cómo Eleanor se enfrentaba al demonio, alto como una torre, mientras éste devoraba a su hijo.
—¡Jedediah, sal de ahí! —chilló, y disparó tiro tras tiro contra la cabeza cilíndrica y sin rasgos del devorador.
Davidson se apeó del coche para ver mejor. Entre un montón de vehículos aplastados y capós salpicados de sangre pudo hacerse una idea más cabal de la escena. Los demonios se estaban alejando de la batalla, dejando en la vanguardia aquel extraordinario monstruo. En voz baja, Davidson dedicó una oración de gracias a cualquier deidad que pasara por allí. Los demonios estaban desapareciendo. No habría ninguna batalla campal; ninguna pelea de manos contra tentáculos. Se comerían vivo al niño o harían lo que tenían planeado con el pobrecillo bastardo. Pero ¿no podría ver a Aaron desde donde estaba? ¿No era la frágil figura que los demonios que se batían en retirada llevaban tan alto, como un trofeo?
Con las blasfemias y las acusaciones de Eleanor en los oídos, los policías que cubrían el ataque empezaron a salir de sus escondites para rodear al demonio que quedaba. A fin de cuentas, ya sólo había que enfrentarse a uno, que además tenía a su Napoleón en su delgado puño. Le lanzaron una descarga tras otra sobre sus arrugas y pliegues y contra la geometría perfecta de su cabeza, pero el demonio no parecía darse por aludido. Sólo después de agitar el coche de Packard hasta que el shériff traqueteó como una rana muerta en una lata, éste dejó de interesarle y soltó el vehículo. El aire se llenó de un olor a gasolina que revolvió el estómago de Davidson.
Entonces se oyó un grito:
—¡Cuerpo a tierra!
¿Era una granada? Seguro que no; era imposible, con tanta gasolina sobre el…
Davidson cayó al suelo. Hubo un silencio súbito, en el que pudo oírse a un hombre gimiendo en alguna parte, entre el caos, y luego el ruido sordo de una granada rebotando contra el suelo.
Alguien exclamó «¡Jesucristo!» con un tono triunfal en la voz.
Jesucristo. En nombre de… Por la gloria de…
El demonio estaba en llamas. El fino tejido de su espalda empapada de gasolina ardía; la explosión le había arrancado un miembro y destruido parcialmente otro; el muñón y las heridas se le salpicaron de una sangre espesa e incolora. En el aire había olor a caramelo quemado: claramente, la criatura estaba muriendo incinerada. Su cuerpo se tambaleaba y estremecía mientras se enroscaba alrededor de su cara vacía, y se alejó de sus torturadores dando traspiés, sin una sola queja de dolor. A Davidson le hizo gracia ver cómo se quemaba: era como el sencillo placer de plantar el tacón de la bota en medio de una medusa. Fue una ocupación favorita de los veranos de su infancia, en las tardes calurosas de Maine: hundir buques de guerra.
A Packard lo estaban sacando a rastras de entre los despojos de su coche. ¡Dios mío, aquel hombre estaba hecho de acero!: se encontraba de pie, increpando a sus hombres para que avanzaran contra el enemigo. En el mejor momento de su alocución, una chispa de fuego cayó del demonio que se venía abajo y tocó el lago de gasolina en que se encontraba Packard. Un segundo más tarde, él, el coche y dos de sus salvadores estaban envueltos en una encrespada nube de fuego blanco. No tenían posibilidades de sobrevivir: las llamas los disolvieron. Davidson pudo ver cómo se deshacían sus figuras oscuras en el centro de aquel infierno, envueltas en lenguas de fuego, retorciéndose sobre sí mismas mientras perecían.
Casi antes de que el cuerpo de Packard hubiera caído al suelo, Davidson oyó la voz de Eugene por encima de las llamas:
—¿Veis lo que han hecho? ¿Veis lo que han hecho?
Los policías lanzaron feroces aullidos como respuesta a esa acusación.
—¡Acabad con ellos! —chillaba Eugene—. ¡Acabad con ellos!
Lucy distinguía el ruido de la batalla, pero no hizo ademán de acercarse al pie de las colinas. Algo en la forma en que estaba suspendida la luna en el cielo y en el olor de la brisa le habían quitado las ganas de moverse. Exhausta y hechizada, se quedó en pleno desierto y observó el cielo.
Cuando, después de una eternidad, bajó la vista para vislumbrar el horizonte, vio dos cosas que le interesaron. Fuera de las colinas, una sucia mancha de humo, y, en el límite de su percepción, a la delicada luz de la noche, una fila de criaturas que salían corriendo de las colinas. De repente, echó a correr.
Mientras corría se le ocurrió que su paso era tan ágil como el de una jovencita, y que tenía el mismo móvil que una jovencita, es decir, que estaba persiguiendo a su amante.
En una zona vacía del desierto, la asamblea de demonios desapareció sin más de la vista. Desde donde se encontraba Lucy, jadeando en medio de ninguna parte, parecía que la tierra se los hubiera tragado. Echó de nuevo a correr. ¿Podría volver a ver a su hijo y a los padres de éste antes de que se fueran para siempre? ¿O hasta eso le iban a negar después de tantos años de espera?
El coche que iba en cabeza lo conducía Davidson, siguiendo las órdenes de Eugene, con quien de momento no se podía discutir. Algo en su manera de empuñar el fusil indicaba que dispararía primero y preguntaría después. Dos tercios de las órdenes que daba a su desparramado ejército eran obscenidades incoherentes, y sólo un tercio inteligibles. Los ojos le brillaban de histeria; la boca le babeaba ligeramente. Estaba loco y tenía aterrorizado a Davidson. Pero ya era demasiado tarde para darse la vuelta: estaba ligado a aquel hombre durante aquella última y apocalíptica persecución.
—¡Mira, esos hijos de puta de ojos negros no tienen cabeza, los muy jodidos! —chillaba Eugene por encima del estertor dolorido del motor—. ¿Por qué vas tan despacio, chico?
Hundió su fusil en la entrepierna de Davidson.
—Conduce o te volaré los sesos.
—¡No sé por dónde han ido! —le respondió el otro gritando.
—¿Qué quieres decir? ¡Enséñamelo!
—No te puedo enseñar el camino si han desaparecido.
Eugene apreció vagamente la cordura de esa respuesta.
—Reduce, chico.
Se asomó por la ventanilla del coche para detener al resto del ejército.
—¡Parad el coche…, parad el coche!
Davidson frenó.
—¡Y apagad esas jodidas luces! ¡Todos!
Apagaron los faros. Por detrás, el resto de la columna los imitó.
Se hizo una súbita oscuridad. Un súbito silencio. No se veía ni se oía nada por parte alguna. Habían desaparecido; toda la tribu cacofónica de demonios se había desvanecido en el aire, como una quimera.
El panorama desértico se aclaró cuando sus ojos se habituaron al brillo de la luz lunar, Eugene se apeó del coche, con el fusil todavía a punto de ser usado, y contempló la arena deseando que ésta le diera explicaciones.
—¡Cabrones! —dijo, con mucha suavidad.
Lucy había dejado de correr. Ahora andaba en dirección a la fila de coches. Ya había acabado todo. Los había engañado a todos: la desaparición fue una baza que nadie había previsto.