En los viajes por los que me ha llevado mi ficción desde que escribí estas historias he sentido más necesidad que nunca de explorar imágenes de redención en vez de imágenes de perdición. En
Sortilegio
, en
Imajica
, en
Sacrament
y en
Galilee
, hasta en mi libro para niños
El ladrón de días
, las imágenes de dolor y muerte quedan eclipsadas por la luz y la santidad, las figuras que representan al mal son destronadas.
No ocurre lo mismo en las historias que siguen a estos comentarios. Aquí los monstruos triunfan, a veces transforman a aquellos que tocan de manera que pueden considerarse indirectamente optimistas, pero siempre sobreviven para seguir haciendo daño al día siguiente. Si por casualidad el mal es vencido, en la mayoría de los casos será para arrastrar en su caída a testigos y víctimas.
No creo que ninguna historia sea más cierta que otra; la sabiduría de estas obras de ficción (quizá de todas las obras de ficción) reside en el efecto que producen en la imaginación de cada lector. Así que no creo que resulte útil juzgar el significado moral, intentar sonsacar las lecciones que estas narrativas parecen enseñar. Aunque a veces use la terminología del púlpito, estas historias no son sermones ni para una Misa blanca ni para una Misa negra. Son pequeños viajes; pequeños
desfiles
, si os parece mejor, que se alejan de las calles familiares y se adentran en un territorio cada vez más oscuro hasta que, en algún lugar muy lejos de todo lo que conocemos, nos encontramos en compañía extraña, extraña a nosotros.
Clive Barker
Los Ángeles, mayo 1998
Debo dar las gracias a mucha gente. A mi tutor de lengua en Liverpool, Norman Russell, por darme los primeros ánimos; a Pete Atkins, Julie Blake, Doug Bradley y Oliver Parker por darme los suyos bastante más adelante; a James Burr y Kathy Yorke por sus buenos consejos; a Bill Henry, por su ojo experto; a Ramsey Campbell por su generosidad y entusiasmo; a Mary Roscoe por la concienzuda traducción de mis jeroglíficos y a Marie-Noëlle Dada por lo mismo; a Vernon Conway y Bryn Newton por su Fe, Esperanza y Caridad; y a Nann du Sautoy y Barbara Boote de Sphere Books.
“La criatura lo había agarrado del labio para arrancar el músculo del hueso como si estuviera quitándole un pasamontañas”.
¿Todavía seguís conmigo?
Aquí tenéis otra muestra de lo que podéis esperar de Clive Barker: “Cada hombre, mujer y niño de aquella torre hirviente estaba ciego. Solo veían a través de los ojos de la ciudad. No podían pensar, solo tenían los pensamientos de la ciudad. Y se creían inmortales, con una fuerza torpe e implacable. Inmensos, locos e inmortales”.
Está claro que Barker es un visionario tan poderoso como horripilante. Una cita más sacada de otra historia diferente: “¿Qué sería de una resurrección sin unas cuantas risas?”.
He incluido estas citas a propósito, como una advertencia para los débiles de corazón. Si os gusta que vuestra literatura de terror os reconforte, que sea lo bastante irreal como para no tomarla demasiado en serio y lo bastante familiar como para no correr el peligro de que se os desgarre la imaginación o de que os despierten las pesadillas cuando pensabais que estabais a salvo en la cama, estos libros no son para vosotros. Si, por el contrario, estáis hartos de historias que os arropan en la camita y se aseguran de dejar la luz encendida antes de marcharse, por no mencionar el desfile de buenas-historias-bien-contadas, que no tienen más que ofrecer que préstamos sacados de mejores escritores de los que los compradores de
bestsellers
no han oído hablar nunca, puede que disfrutéis tanto como yo al descubrir que Clive Barker es el escritor de libros de terror más original que haya aparecido en años y, en el mejor sentido, el escritor más profundamente espantoso de los que trabajan actualmente en este campo.
Se suele asumir que la historia de miedo es reaccionaria. Sin lugar a dudas, algunos de sus mejores exponentes lo han sido, pero la tendencia también ha producido un buen montón de tonterías irresponsables, y no hay razón alguna para que todo el género deba mirar hacia atrás. Cuando se trata de imaginación, las únicas reglas deberían ser los propios instintos... y los de Clive Barker nunca vacilan. Decir (como hacen algunos escritores de terror, a mi parecer a la defensiva) que lo que la ficción de terror pretende es, esencialmente, recordarnos lo que es normal, aunque lo haga mostrándonos lo sobrenatural y extraño como anormal, no dista mucho de decir (como bastantes editores parecen pensar) que la ficción de terror tiene que tratar sobre gente normal que se enfrenta a lo extraño. Gracias a Dios, nadie convenció a Poe de eso y, gracias a Dios, existen escritores tan radicales como Clive Barker.
Y no es que Barker esté necesariamente en contra de los temas tradicionales, pero cuando él los utiliza regresan transformados.
Sexo, muerte y luz de estrellas
es la historia de teatros encantados definitiva,
Restos humanos
es una variación brillante y original del tema del
dopplegänger
; pero ambas historias llevan aun más lejos estos temas familiares hasta alcanzar conclusiones llenas de humor negro y un extraño optimismo. Lo mismo puede decirse de
Los nuevos crímenes de la calle Morgue
, una comedia de lo macabro desalentadoramente optimista, pero ya dentro del territorio más provocador de la radical franqueza sexual de Barker. Lo que dicen precisamente este y otros cuentos sobre las posibilidades, lo dejo a vuestro juicio. Ya os he advertido que estos libros no son para los débiles de corazón o imaginación, y es bueno tener esto en mente cuando se hace frente a cuentos como
El tren nocturno de la carne
, una historia de miedo en tecnicolor con sus raíces en las películas de terror más explícito, pero más ingeniosa y más gráfica que cualquiera de ellas.
Cabezas de turco
, su historia de terror isleño, llega a usar ese elemento esencial de las películas de miedo dobladas que era el zombi submarino.
Hijo del celuloide
va directo a un tabú biológico con una franqueza digna de las películas de David Cronenberg, pero hay que señalar que la verdadera fuerza de esta historia radica en el flujo de su inventiva. Lo mismo ocurre con historias como
En las colinas, las ciudades
(que pone en tela de juicio la idea, defendida por muchos escritores de terror, de que no existen las historias de miedo originales) y
Las pieles de los padres
. La fertilidad de su inventiva recuerda a los grandes pintores fantásticos y, de hecho, no se me ocurre ningún otro escritor contemporáneo cuyas obras reclamen con tanto énfasis que alguien las ilustre. Y aún hay más: la terrorífica
El blues de la sangre de cerdo
;
Terror
, que camina por la inestable cuerda floja entre la claridad y el
voyeurismo
a la que se arriesga cualquier tratamiento del sadismo; hay más, pero creo que casi ha llegado la hora de que me aparte de vuestro camino.
Aquí tenéis casi un cuarto de millón de palabras suyas, su selección de las mejores historias cortas nacidas de dieciocho meses de trabajo, escritas por las noches mientras que por el día se dedicaba a escribir obras de teatro (de las que, por cierto, se vendieron todas las localidades). Me parece una actuación asombrosa y el debut más emocionante de la literatura de terror en muchos años.
Merseyside, 5 de mayo de 1983
El coche tosió, renqueó y se caló. Davidson advirtió entonces cómo soplaba el viento sobre la carretera desierta, colándose por las rendijas de las ventanillas de su Mustang. Intentó reanimar el motor, pero éste se negó a volver a la vida. Exasperado, dejó resbalar sus manos sudorosas por el volante e inspeccionó el territorio. No había más que aire caliente, rocas calientes y arena caliente en cualquier dirección. Estaba en Arizona.
Abrió la portezuela y bajó al polvo ardiente de la autopista. Ésta se extendía por delante y por detrás sin una sola curva, hasta el pálido horizonte. Entrecerrando los ojos sólo podía discernir las montañas, pero cuando intentaba distinguir su contorno la neblina solar las disipaba. El sol ya le estaba corroyendo la cabeza, cuyo pelo rubio empezaba a ralear. Levantó el capó y se asomó desesperanzado al motor, lamentando su falta de conocimientos mecánicos. «¡Jesús! —pensó—. ¿Por qué no harán estos malditos cacharros a prueba de estúpidos?»
Y entonces oyó la música.
Tan lejana, que al principio resonó en sus oídos como un silbido, pero fue creciendo en intensidad.
Era música, aunque extraña.
¿A qué sonaba? Al viento recorriendo los cables telefónicos; era una onda de aire sin origen, ritmo ni corazón que le erizaba los pelos del cogote y los mantenía tiesos. Trató de ignorarla, pero no desaparecía.
Sacó la cabeza de la sombra del capó para tratar de descubrir a los intérpretes, pero la carretera estaba vacía en ambas direcciones. Sólo cuando escrutó el desierto hacia el Sudeste pudo ver una línea de pequeñas figuras andando, arrastrándose o bailando en el límite de su visión; era una línea líquida debido al calor que emanaba de la tierra. La procesión, si era tal, parecía larga, y se abría por el desierto un camino paralelo a la autopista. Sus senderos no se cruzarían.
Davidson echó otra mirada a las entrañas de su vehículo, que se estaban enfriando, y luego volvió a mirar la comitiva de bailarines.
Indudablemente, necesitaba ayuda.
Empezó a andar por el desierto en dirección a ellos.
Fuera de la autopista, el polvo, que los coches no apisonaban, estaba suelto: a cada paso le saltaba a la cara. Progresaba lentamente: empezó a trotar, pero seguían alejándose. Echó a correr.
Por encima del estruendo de los latidos de su corazón pudo oír más fuerte la música. No tenía aparentemente ninguna melodía, sino que era una subida y bajada constante de muchos instrumentos; aullidos y tarareos, silbidos, redobles de tambor y rugidos.
La cabeza de la procesión ya había desaparecido, absorbida por la distancia, pero aún se veía la cola de los celebrantes (si lo eran). Modificó un poco su rumbo para adelantarse a ellos, echando una breve ojeada a su espalda para ver el camino de vuelta. Su vehículo daba una sensación de soledad que le revolvió el estómago, tan pequeño como un escarabajo en la carretera, aplastado por un cielo en ebullición.
Siguió corriendo, y tal vez un cuarto de hora más tarde empezó a ver con más claridad la procesión, aunque quienes la encabezaban se mantenían fuera del alcance de su vista. Comenzó a pensar que se trataba de una especie de carnaval, por extraordinario que resultara en aquel lugar, en medio de semejante tierra de nadie. Con todo, los últimos bailarines del desfile sin duda iban disfrazados. Se cubrían la cabeza con ropas y máscaras que les daban una altura muy superior a la de un hombre, y sus plumas de colores revoloteaban y las serpentinas se enrollaban en el aire. Fuera cual fuera el motivo de la celebración, describían eses como borrachos, apresurándose un momento y saltando poco después, retorciéndose algunos por el suelo, con el estómago contra la tierra caliente.
Los pulmones de Davidson se hallaban destrozados a causa del agotamiento, y estaba claro que perdía la carrera. Cuando ya se acercaba a la procesión, ésta empezó a progresar a un ritmo más rápido del que su fuerza o su voluntad le permitían mantener.
Se detuvo apoyando los brazos sobre las rodillas para apaciguar su torso dolorido, y miró por debajo de las cejas empapadas de sudor hacia sus salvadores, que ya desaparecían. Luego, utilizando toda la energía que le restaba, gritó:
—¡Alto!
Al principio no obtuvo respuesta. Luego, a través de las hendiduras de los ojos, creyó ver que algunos juerguistas se detenían. Se irguió un poco más. Sí, uno o dos lo estaban mirando. Más que verlo lo notó: tenían los ojos clavados en él.
Empezó a dirigirse hacia ellos.
Algunos de los instrumentos habían dejado de sonar, como si sus tañedores estuvieran comentando su presencia. Definitivamente lo habían visto: no cabía la menor duda.
Siguió andando, ahora con más rapidez, y empezó a distinguir entre la neblina los detalles de la procesión.
Redujo un poco el paso. El corazón, que ya le martilleaba de cansancio, le dio un vuelco en el pecho.
—¡Dios mío! —exclamó, y por primera vez en sus treinta y seis años de ateísmo, esas palabras fueron una auténtica oración.
Estaba a unos ochocientos metros de ellos, pero lo que veía era inconfundible. Sus ojos doloridos sabían distinguir el cartón piedra de la carne, la ilusión de la realidad contrahecha.
Las criaturas que iban al final de la procesión, los últimos de los últimos, los parásitos, eran monstruos cuyo aspecto superaba todas las pesadillas de la locura.
Uno tal vez tuviera seis metros de altura. Su piel, que le colgaba arrugada de los músculos, era una funda de pinchos; su cabeza, un cono de dientes al aire, implantados sobre encías escarlata. Otro tenía tres alas, y con su cola de tres puntas sacudía el polvo con un entusiasmo de reptil. El tercero y el cuarto estaban cosidos en una unión de monstruosidades, cuyo conjunto era más repelente que cada una de sus partes. A pesar de su longitud y su amplitud, ese horror simbiótico estaba unido en un matrimonio viscoso, con los miembros alojados en la carne de su compañero, atravesándola. Aunque tenían entrelazadas las lenguas, conseguían proferir un aullido cacofónico.
Davidson dio un paso atrás y miró el coche y la autopista. Al hacerlo, una de aquellas cosas, negra y roja, empezó a chillar con el sonido de un silbato. A casi un kilómetro de distancia, el silbido perforó la cabeza de Davidson. Volvió a mirar la procesión.
El monstruo silbante había abandonado su puesto en el desfile, y las zarpas de sus pies aporreaban el desierto al correr en dirección a Davidson. Un pánico incontrolable se apoderó de éste, y notó que se le cargaban los pantalones cuando sus intestinos lo traicionaron.
La cosa estaba corriendo a por él con la velocidad de un guepardo, creciendo a cada segundo, de forma que a cada zancada podía ver más detalles de su anatomía alienígena: las manos sin pulgares y con palmas dentadas, la cabeza con un solo ojo tricolor, el tendón de los hombros y del pecho, y los genitales erectos de furia o (Dios se apiade de mí) de lujuria, bífidos y golpeándole el abdomen.