Eugene explotó de ira. Miró al chico y apretó tanto sus puños morenos que los nudillos empalidecieron. El chico lo había arruinado de alguna manera; había acabado con la buena vida de casados de la que habían disfrutado antes de que él naciera; era como si hubiese matado a sus padres. Casi sin pensar en lo que estaba haciendo, las manos de Eugene se cerraron alrededor del frágil cuello del niño.
Aaron no dijo nada.
—Podría matarte, chico.
—Sí, señor.
—¿Qué tienes que decir a eso?
—Nada, señor.
—Deberías decir «gracias, señor».
—¿Por qué?
—¿Por qué, niño? Porque esta vida no vale ni lo que un cerdo podría cagar, y te haría un favor enorme, como todo padre debería hacer con su hijo.
—Sí, señor.
En la choza, detrás de la casa, Lucy había dejado de llorar. No tenía sentido; y además, algo que vio en el cielo por los agujeros del techo le había traído recuerdos que disiparon las lágrimas. Era un cielo especial: de un azul puro, de una claridad deslumbrante. Eugene no le haría daño al niño. No se atrevería nunca a hacerle daño a aquel niño. Sabía qué era el chico, aunque jamás lo quiso admitir.
Recordó aquel otro día, hacía ya seis años, en que el cielo también brilló y el aire se quedó lívido de calor. Eugene y ella se habían puesto tan calientes como el aire; no se habían quitado los ojos de encima en todo el día. Él era más fuerte por entonces; estaba en la flor de la vida. Era un hombre altísimo, espléndido, con el cuerpo endurecido por el trabajo y las piernas tan recias que parecían rocas cuando les pasaba la mano por encima. Ella también estaba de buen ver: el mejor trasero de Welcome, firme y suave; un pubis con el vello tan delicado que Eugene no podía dejar de besarla incluso allí, en el lugar prohibido. La hacía gozar todo el día y a veces toda la noche; en la casa que estaban construyendo, o fuera, sobre la arena, avanzada ya la tarde. El desierto era un lecho magnífico, y podían retozar sin interrupción bajo el ancho cielo.
Ese día, seis años antes, el cielo se había oscurecido demasiado pronto; la noche aún debería haber tardado en llegar. Pareció ensombrecerse en un momento, y los amantes sintieron frío de repente en su precipitada desnudez Ella vio por encima del hombro de Eugene las formas que había adoptado el cielo: las criaturas vastas y monumentales que los estaban observando. Él, apasionado, seguía haciéndole el amor, introduciéndose por completo y volviendo a salir como sabía que le gustaba, hasta que una mano de color remolacha y del tamaño de un hombre lo agarró por el cuello y lo arrancó del regazo de su mujer. Ella lo vio levantado en el cielo, retorciéndose como una liebre, escupiendo por dos hendiduras, la de arriba y la de abajo, pues acabó de eyacular en el aire. Entonces abrió un segundo los ojos y vio a su mujer a seis metros por debajo de él todavía desnuda, abierta de piernas como una mariposa y rodeada de monstruos. Sin maldad, sin darle siquiera importancia, éstos lo tiraron fuera de su círculo admirador, fuera de la vista.
Recordaba perfectamente la hora que siguió, los abrazos de los monstruos. No tenían nada de torpes, groseros o perniciosos; eran abrazos de amante. Ni los aparatos de reproducción con que la penetraron uno tras otro le hicieron daño, aunque algunos eran tan largos como el brazo y el puño de Eugene, y duros como huesos. ¿Cuántos de aquellos seres extraños la poseyeron aquella tarde? ¿Tres, cuatro, cinco? Mezclaron su semen en el cuerpo de Lucy provocándole orgasmos con sus pacientes y cariñosas sacudidas. Cuando se marcharon y la luz del sol volvió a acariciarle el cuerpo, se sintió desamparada, aunque después de reflexionar le pareciera vergonzoso, como si hubiera vivido el momento cumbre de su vida y el resto de sus días debiera ser un frío tránsito hacia la muerte.
Finalmente, se levantó y se acercó a donde yacía Eugene, inconsciente por la caída y con una pierna rota, sobre la arena. Lo besó y luego se puso en cuclillas para hacer aguas. Deseó, porque fue deseo, que germinara un fruto de la semilla de aquel día de amor para tener un recuerdo de su dicha.
Dentro de la casa Eugene golpeó al niño. Aaron sangró por la nariz, pero no se quejó.
—Habla, niño.
—¿Qué debo decir?
—¿Soy tu padre o no?
—Sí, padre.
—¡Mentiroso!
Lo volvió a golpear sin previo aviso, y esta vez lo tiró al suelo. Cuando sus pequeñas palmas delicadas se extendieron sobre las baldosas de la cocina para levantarse, notó algo en el suelo. Había música en el pavimento.
—¡Mentiroso! —seguía diciendo su padre.
Le iban a llover más golpes, pensó el chico, más dolor, más sangre. Pero lo podía soportar; y la música era una promesa, después de una espera tan larga, de que los golpes se iban a acabar de una vez por todas.
Davidson entró tambaleándose en la calle principal de Welcome. Era media tarde, supuso (el reloj se le había parado, tal vez como muestra de solidaridad), pero la ciudad parecía vacía, hasta que descubrió una pila humeante en mitad de la calle, a cien metros de donde se encontraba.
De ser posible, se le habría helado la sangre ante esa visión.
Reconoció lo que el amasijo de carne quemada había sido, a pesar de la distancia, y la cabeza le dio vueltas de horror. A fin de cuentas, todo fue real. Trastabilló un par de pasos más, luchando vanamente contra el vértigo, hasta que notó que lo sujetaban brazos fuertes y oyó, entre un tumulto de zumbidos en la cabeza, palabras de aliento. No las comprendía, pero al menos eran suaves y humanas: podía desistir de mantenerse consciente. Se desmayó, pero cuando volvió a ver el mundo, tan odioso como siempre, le pareció que sólo había tenido un momento de tregua.
Lo habían metido en una casa y estaba tumbado sobre un sofá incómodo, mientras una cara de mujer, la de Eleanor Kooker, lo miraba. Le sonrió cuando recobró el sentido.
—El hombre sobrevivirá —dijo, y su voz parecía el ruido de una zanahoria al ser rallada.
Se inclinó un poco más.
—¿Has visto la cosa, verdad?
Davidson asintió.
—Mejor será que nos digas la verdad.
Le pusieron un vaso en la mano y Eleanor lo llenó generosamente de whisky.
—Bebe —exigió—, y luego dinos lo que tengas que decir.
Se bebió el whisky de dos tragos y le llenaron el vaso inmediatamente. Bebió el segundo vaso más despacio y empezó a sentirse mejor.
El cuarto estaba lleno de gente: era como si todo Welcome estuviera apretujado en casa de Kooker. Toda una audiencia, pero tenía toda una historia que contarles. Con la lengua suelta por el whisky, empezó el relato lo mejor que pudo, sin adornos, dejando que le vinieran las palabras. A cambio, Eleanor describió las circunstancias del «accidente» del shériff Packard con el cuerpo del destrozador de coches. Packard estaba en la habitación, aparentando tener mal aspecto para que le dieran confortadores whiskies y analgésicos, con la mano mutilada tan bien vendada que más parecía un palo que una extremidad.
—No es el único monstruo que hay afuera —dijo cuando se acabaron los relatos.
—Eso es lo que tú dices —replicó Eleanor, con poca convicción en sus ojos vivos.
—Mi papá lo decía —contestó Packard, mirando su mano vendada—. Y me lo creo; por Dios que me lo creo.
—Entonces, mejor que hagamos algo al respecto.
—¿Como qué? —preguntó un individuo de aspecto agrio, apoyado contra la repisa de la chimenea—. ¿Qué se puede hacer con los colegas de una cosa que se come los coches?
Eleanor se puso rígida y dirigió una risa intencionada a quien preguntaba eso.
—Bueno, disfrutemos del beneficio de tu sabiduría, Lou. ¿Qué crees
tu
que deberíamos hacer?
—Creo que deberíamos quedarnos quietos y dejar que se vayan.
—No soy una avestruz —objetó Eleanor—, pero si quieres enterrar tu cabeza te dejaré una pala, Lou. Hasta te cavaré el hoyo.
Estalló una carcajada general. El cínico, molesto, se calló y se mordió las uñas.
—No podemos quedarnos sentados y dejar que nos pasen por encima —dijo el adjunto de Packard, haciendo globos con un chicle.
—Se dirigían hacia las montañas —informó Davidson—. Se alejaban de Welcome.
—¿Y quién les va a impedir que cambien sus jodidas intenciones? —replicó Eleanor—. ¿Eh?
No obtuvo respuesta. Hubo unos cuantos asentimientos y movimientos de cabeza.
—Jedediah, tú eres el adjunto. ¿Qué piensas de esto?
El joven de la chapa y el chicle se sonrojó un poco y tiró de su delgado bigote. Obviamente, no tenía la solución.
—Veo lo que ocurrirá —soltó la mujer antes de que el agente pudiera responder—. Tan claro como el agua. Estáis todos demasiado acojonados para ir a sacar a los demonios de su guarida, ¿o no?
Hubo murmullos de autojustificación en la sala, seguidos de nuevos movimientos de cabeza.
—Sólo pensáis en sentaros y dejar que devoren a vuestras mujeres.
Devoradas: era una buena palabra, de mucho más efecto que comidas. Eleanor hizo una pausa para redondear ese efecto. Luego dijo sombríamente:
—O algo peor.
¿Peor que ser devorado? Por el amor de Dios, ¿qué era peor que ser devorado?
—No te va a tocar ningún demonio —le aseguró Packard, levantándose de su silla con cierta dificultad.
Se meció sobre los pies al dirigirse al auditorio.
—Vamos a atrapar a esos comemierdas y a lincharlos.
Su grito de batalla no animó a ninguno de los machos de la habitación. La credibilidad del shériff había perdido puntos desde su encuentro en la calle principal.
—La discreción es la mejor muestra de valor —murmuró Davidson para su coleto.
—Eso es una patraña —rebatió Eleanor.
Davidson se encogió de hombros y apuró el whisky de su vaso. No se lo volvieron a llenar. Comprendió claramente que debía sentirse agradecido de seguir vivo. Pero se había echado a perder su programa de trabajo. Tenía que hacerse con un teléfono y alquilar un coche; en caso necesario, alguien debería acudir a buscarlo. Los «demonios», fueran lo que fueran, no eran asunto suyo. Tal vez le interesara leer unas cuantas columnas acerca del tema en el
Newsweek,
cuando estuviera de vuelta en el Este y descansara junto a Barbara; pero ahora lo único que deseaba era acabar su trabajo en Arizona y regresar a casa cuanto antes.
Packard sin embargo, tenía otras ideas.
—Eres un testigo —dijo, señalando a Davidson—, y como shériff de la comunidad te ordeno que te quedes en Welcome hasta que hayas respondido satisfactoriamente a todas las preguntas que debo formularte.
A su boca babosa no le cuadraba ese lenguaje tan formal.
—Tengo trabajo… —empezó a decir Davidson.
—Pues manda un telegrama y cancela el trabajo, señorito Davidson. Davidson comprendió que aquel hombre estaba haciendo méritos a su costa, poniendo remiendos a su reputación perdida, atacando al azar al forastero del Este. Con todo, Packard era la ley: no había nada que hacer. Davidson expresó su asentimiento con toda la gracia que consiguió reunir. Ya tendría tiempo de dirigir una queja formal contra aquel Mussolini cateto cuando estuviera en casa, sano y salvo. De momento, mejor enviar un telegrama y olvidarse del trabajo.
—Así pues, ¿cuál es el plan? —le preguntó Eleanor a Packard.
El shériff hinchó los carrillos, brillantes de alcohol.
—Nos enfrentaremos a los demonios —decidió.
—¿Cómo?
—Con escopetas, mujer.
—Necesitarás algo más que escopetas si son tan grandes como dice éste…
—Lo son… —confirmó Davidson—, creedme; es verdad.
Packard se sonrió burlonamente.
—Nos llevaremos todo el jodido arsenal —dispuso, apuntando con el pulgar que le quedaba a Jedediah—. Vete a sacar las armas pesadas, hijo. El material anticarro. Los lanzagranadas.
Hubo una sorpresa general.
—¿Tienes lanzagranadas? —preguntó Lou, el cínico situado junto a la repisa.
Packard le dedicó una sonrisa de soslayo.
—Material militar sobrante de la primera guerra mundial.
Davidson suspiró para sus adentros. Aquel hombre era un psicótico, con su pequeño arsenal de armas obsoletas que probablemente serían más letales para quien las utilizara que para la víctima. Iban a morir todos. «¡Dios me ampare!» Iban a morir todos.
—Puede que hayas perdido los dedos —dijo Eleanor Kooker, encantada por la baladronada—, pero eres el único hombre de la habitación, Josh Packard.
El shériff sonrió y se tocó la entrepierna, absorto. Davidson no pudo soportar más la atmósfera de machismo atávico que se respiraba en la habitación.
—Bueno —gorjeó—, os he dicho todo lo que sé. ¿Por qué no os dejo que hagáis lo que mejor os parezca?
—No te vas a ir —dijo Packard—, si es eso lo que pretendes.
—Sólo estoy diciendo…
—Sabemos qué estás diciendo, hijo, y no te escucho. Si se te suben los humos como para largarte te colgaré de los cojones. Si es que los tienes.
El muy bastardo era capaz de hacerlo, pensó Davidson, aunque sólo tuviera una mano para ello. «Limítate a seguirles la corriente», se dijo, intentando no poner cara de asco. Que Packard saliera a buscar a los monstruos y se le disparara el lanzagranadas por detrás era asunto suyo. Mejor dejarlo en paz.
—Según este hombre, son toda una tribu —señaló tranquilamente Lou—. ¿Cómo nos cargamos a tantos?
—Estrategia —sentenció Packard.
—No conocemos sus posiciones.
—Vigilancia.
—Podrían hacernos papilla de verdad, shériff —observó Jedediah, despegándose un globo del bigote.
—Éste es nuestro territorio —proclamó Eleanor—. Es nuestro y lo vamos a conservar.
Jedediah asintió:
—Sí, mama.
—¿Y suponiendo que desaparecieran? ¿Suponiendo que no los volvamos a encontrar? —razonaba Lou—. ¿No podríamos dejar que se metieran bajo tierra?
—Claro —se mofó Packard—. Y entonces nos quedaríamos esperando a que vuelvan y devoren a nuestras mujeres.
—A lo mejor no quieren hacernos daño… —aventuró Lou.
La respuesta de Packard consistió en alzar su mano vendada.
—Me han hecho daño.
Eso era indiscutible.
El shériff prosiguió con la voz ronca de rencor:
—¡Mierda! Ansío tanto cargarme a esos desechos que voy a irme a por ellos con o sin ayuda. Pero tenemos que ser más listos que ellos, superarlos en estrategia para que no haya ningún herido.