Apartó la vista del espejo cuando remitió el chapoteo —¡hazlo!, ¡hazlo!— y corrió la cortina gracias a sus arandelas de plástico. En su prisa por desvelar el misterio olvidó el cuchillo en la pila. Ya era demasiado tarde: los angelotes turquesas bailoteaban frenéticamente y él contemplaba el agua.
Había mucha, llegaba hasta unos tres centímetros del borde de la bañera, y estaba oscura. Una escoria marrón subía en espirales hasta la superficie y despedía un olor levemente animal, como de pelos de perro mojados. Nada salía a la superficie del agua.
Gavin se inclinó aún más, intentando discernir la forma que había en el fondo, y vio su propio reflejo flotando entre la escoria. Se agachó un poco más, incapaz de comprender la relación de los diferentes volúmenes que había entre el limo, hasta que reconoció los toscos dedos de una mano y comprendió que estaba mirando una forma humana doblada sobre sí misma como un feto, absolutamente inmóvil dentro del agua mugrienta.
Pasó la mano sobre la superficie para disipar el cieno, su reflejo se rompió en pedazos y el ocupante de la bañera se hizo visible. Era una estatua, esculpida en forma de figura durmiente, con el detalle de que la cabeza, en lugar de reposar de lado, estaba doblada para mirar a través del velo de sedimentos a la superficie del agua. Tenía los ojos abiertos como dos toscas burbujas sobre un rostro mal cincelado; la boca era una raja y las orejas parecían ridículas asas de una cabeza calva. Estaba desnudo: su anatomía era tan imperfecta como sus rasgos: era obra de un aprendiz de escultor. La pintura se deshacía en algunos lugares, quizá por la acción del agua, y se le desprendía del torso en desconchones grises y circulares. Debajo, se discernía un corazón de madera oscura.
No había nada que infundiera miedo en la estatua. Era un
objet d’art
en una bañera, sumergido en el agua para que se le borrara una capa de pintura de brocha gorda. El chapoteo que había escuchado mientras se refrescaba no había sido más que burbujas que soltaba la pieza, causadas por una reacción química. Ya estaba: todo explicado. No había motivo para que a nadie le entrara pánico. «Me mantiene el corazón vivo», como solía decir el camarero del Ambassador cuando salía a escena una nueva belleza.
Gavin se sonrió ante la ironía del símil: éste no tenía nada de Adonis.
—Olvida que lo has visto.
Reynolds estaba junto a la puerta. La herida, restañada por un asqueroso jirón de pañuelo apretado contra la cara, había dejado de sangrar. La luz que reflejaban las baldosas daba color de bilis a su cara: su lividez habría asustado a un cadáver.
—¿Te encuentras bien? No lo parece.
—Me pondré bien… tú limítate a marcharte, por favor.
—¿Qué ha ocurrido?
—Resbalé. Había un poco de agua en el suelo y resbalé, eso es todo.
—Pero el ruido…
Gavin volvió a mirar la bañera. Había algo en la estatua que lo fascinaba. Tal vez su desnudez y ese despojarse por segunda vez de la ropa debajo del agua: el último
striptease:
fuera la piel.
—Vecinos, sólo eso.
—¿Qué es esto? —preguntó Gavin, sin dejar de contemplar la cara de muñeca que se veía en el agua.
—Nada que te importe.
—¿Por qué está enroscado de esa manera? ¿Se estaba resecando?
Gavin volvió a mirar a Reynolds para leer la respuesta en su cara, grabada con la más amarga de las sonrisas.
—Querrás dinero.
—No.
—¡Maldito seas! ¿Estás trabajando, no? Hay billetes al lado de la cama; coge lo que creas que te has ganado por haber perdido el tiempo… —Lo estaba tasando con la mirada— … y por tu silencio.
Otra vez la estatua: Gavin no podía apartar los ojos de ella, de su tosquedad. Su propia cara, perpleja, flotaba sobre la piel del agua, ridiculizando la obra del artista por su falta de proporciones.
—No te extrañes —dijo Reynolds.
—No puedo evitarlo.
—No es nada que te importe.
—Lo robaste… ¿no es cierto? Vale una fortuna y lo has robado.
Reynolds meditó la pregunta y pareció finalmente demasiado cansado como para empezar a mentir.
—Sí. Lo robé.
—Y esta noche ha vuelto alguien a por él.
Reynolds se encogió de hombros.
—… ¿no es eso? ¿No ha vuelto alguien a por él?
—Eso es. Lo robé… —Reynolds repetía el papel de memoria— … y esta noche ha vuelto alguien a por él.
—Es todo lo que quería saber.
—No vuelvas por aquí, Gavin como-quiera-que-te-llames. Y no intentes hacerte el listillo, porque me habré ido.
—¿Quieres decir que no te chantajee? —replicó Gavin—, no soy un ladrón.
La mirada escrutadora de Reynolds se tiñó de desprecio.
—Seas o no ladrón, sé agradecido. Si puedes tener un sentimiento parecido. —Reynolds se apartó para ceder el paso a Gavin. Éste no se movió.
—¿Agradecido por qué? —preguntó. Estaba ligeramente enfadado; se sentía, de una manera absurda, rechazado, como si le estuvieran endosando una verdad a medias porque no fuera capaz de compartir un secreto.
A Reynolds ya no le quedaban fuerzas para más explicaciones. Estaba desplomado contra el marco de la puerta, exhausto.
—Vete —dijo.
Gavin asintió y dejó al tipo junto a la puerta. Cuando salió al pasillo la estatua debió soltar un desconchón de pintura. Oyó cómo emergía del agua, un chapoteo en el borde de la bañera y vio mentalmente cómo las olas enturbiaban la estatua.
—Buenas noches —dijo Reynolds como despedida.
Gavin no le replicó, como tampoco cogió dinero antes de salir. Que se quedara con sus lápidas y sus secretos.
Camino de la puerta principal entró en el salón para recoger su chaqueta. La cara de Flavinus el portaestandarte le miraba desde la pared. Debía haber sido un héroe, pensó Gavin. Sólo se podía honrar de esa manera a un héroe. Él no tendría esas pompas; ningún retrato en piedra daría testimonio de su paso por este mundo.
Cerró la puerta principal detrás de él, consciente de que le volvía a doler el diente, y, al cerrarla, el ruido volvió a escucharse, el golpeteo de un puño contra una pared.
Peor aún, la furia desencadenada de un corazón recién despertado.
El día siguiente el dolor de muelas era atroz y fue a media mañana al dentista con la esperanza de conseguir que la auxiliar le diera una cita inmediata. Pero su encanto había perdido muchos enteros y sus ojos no relucían tan vivamente como de costumbre. Le dijo que tendría que esperar al viernes siguiente, a no ser que fuera una emergencia. Él le replicó que lo era; ella dijo que no. Iba a ser un mal día: un diente dolorido, una auxiliar de dentista lesbiana, charcos helados, mujeres cotilleando en todas las esquinas, niños feos, cielo feo.
Ése fue el día en que empezó la persecución.
A Gavin le habían perseguido antes los admiradores, pero nunca de una manera tan sutil, tan subrepticia. Había tenido a gente detrás de él durante días, de un bar a otro, de una calle a otra, con una sumisión tan perruna que le enervaba. Ver la misma cara de tristeza noche tras noche, haciendo acopio de valor para invitarle a una copa, ofrecerle un reloj, cocaína, una semana en Túnez, cualquier cosa. Execraba esa adoración pegajosa que se cortaba tan rápido como la leche y apestaba a bobaliconería. Uno de sus admiradores más ardientes —un actor nombrado «sir», le había dicho—, nunca se le acercaba, sólo le seguía y le seguía, mirando y mirando. Al principio le había adulado tanta atención, pero el placer pronto se volvió irritación, y al final acorraló al tipo en un bar y le amenazó con partirle la cabeza. Estaba tan jodido aquella noche, tan mareado de que todo el mundo lo devorara con la mirada que habría dejado malparado a aquel lamentable tipo si no se hubiera dado el bote. Nunca lo volvió a ver; supuso que se habría ido a casa y se habría ahorcado.
Pero esta persecución no era tan notoria, ni mucho menos; apenas si era algo más que una sensación. No tenía ninguna prueba irrefutable de que alguien le pisara los talones, tan sólo la molesta sospecha, cada vez que echaba una ojeada por encima del hombro, de que alguien se refugiaba en las sombras o de que en un callejón lóbrego un paseante andaba a su mismo ritmo, reproduciendo todos los chasquidos de sus tacones, todas las vacilaciones de su andar. Era algo semejante a una paranoia, pero él no era un paranoico. Si fuera un paranoico, se decía, ya se lo habría dicho alguien.
Además, ocurrían cosas extrañas. Una mañana la arpía que vivía en el rellano del piso de abajo le preguntó distraídamente quién era su visitante: el tipo estrafalario que entró a altas horas de la noche y estuvo sentado en las escaleras varias horas contemplando su habitación. No había tenido visita y no conocía a nadie que se ajustara a la descripción.
Otro día, en un calle concurrida, salió de entre la multitud para meterse en el portal de una tienda vacía a encender un cigarrillo y, mientras lo hacia, le llamó la atención un reflejo, distorsionado por la suciedad del cristal. La cerilla le quemó el dedo. Miró hacia abajo al dejarla caer y cuando volvió a levantar la vista el gentío se había tragado a su espía como un océano hambriento.
Era una sensación verdaderamente desagradable: pero aún había de depararle muchas sorpresas.
Gavin no había hablado jamás con Preetorius, aunque intercambiaban algún gesto de vez en cuando en la calle y ambos se interesaran por el otro en compañía de amistades comunes como si fueran caros amigos. Preetorius era negro, tendría entre cuarenta y cinco años y la edad idónea para hacer de fiambre, un proxeneta que se vanagloriaba de ser descendiente de Napoleón. Llevaba dirigiendo un negocio de mujeres y tres o cuatro muchachos durante casi una década y ganaba bastante dinero. Cuando empezó a trabajar, a Gavin le recomendaron encarecidamente que buscara la protección de Preetorius, pero siempre había sido demasiado independiente como para recurrir a una ayuda de ese tipo. Como consecuencia de ello, Preetorius y su clan nunca le habían visto con buenos ojos. Sin embargo, en cuanto se convirtió en personaje habitual del mundillo nadie puso en duda su derecho de ser su propio jefe. Se decía incluso que Preetorius confesaba sentir cierta admiración por la codicia de Gavin.
Con admiración o sin ella, el día en que Preetorius rompió el silencio y se dirigió a Gavin debía estar helando en el infierno.
—Blanco.
Serían las once, y Gavin acababa de salir de un bar de St. Martin’s Lane y se encaminaba hacia un club del Covent Garden. La calle todavía estaba concurrida: entre los espectadores de cine y de teatro había clientes potenciales, pero no tenía ganas de ligar esa noche. Llevaba cien billetes en el bolsillo, ganados el día anterior y que no se había molestado en meter en el banco. De sobra para darse una vuelta.
Lo primero que se le ocurrió al ver a Preetorius y sus pecosos secuaces cerrarle el paso fue que querían su dinero.
—Blanco.
Pero luego reconoció la cara inexpresiva y brillante de Preetorius: no era un ladrón callejero, nunca lo había sido y nunca lo sería.
—Blanco, tengo algo que decirte.
Preetorius se sacó una nuez del bolsillo, la partió con la palma de la mano y se la metió en su amplia boca.
—No te importa, ¿verdad?
—¿Qué quieres?
—Lo que te he dicho, contarte algo. No es demasiado pedir, ¿no es cierto?
—De acuerdo. ¿Qué?
—Aquí no.
Gavin ponderó la cohorte de Preetorius. No eran gorilas, ése no era el estilo del negro, pero tampoco criaturitas de cuarenta y cinco kilos. El espectáculo no parecía en conjunto demasiado alentador.
—Gracias, pero no me interesa. —Gavin empezó a dar rápidas zancadas para alejarse del trío. Ellos lo seguían. Deseó con toda su alma que no lo hicieran, pero lo siguieron. Preetorius le habló por la espalda.
—Escucha. He oído malas cosas de ti.
—¿Ah, sí?
—Me temo que sí. Me han dicho que has atacado a uno de mis muchachos.
Gavin dio seis pasos antes de contestar.
—Yo no he sido. Te has equivocado de hombre.
—Te reconoció, basura. Le has hecho daño de verdad.
—Ya te lo he dicho: yo no he sido.
—Estás chiflado, ¿lo sabías? Tendrían que encerrarte, coño.
Preetorius levantaba la voz. La gente cambiaba de acera para no verse complicados en la pelea que se avecinaba.
Sin pensarlo dos veces, Gavin salió de St. Martin’s Lane hacia Long Acre, y se dio cuenta en seguida de que había cometido un error táctico. Había mucha menos gente por ese lado, y le quedaba mucho por andar a través de las calles de Covent Garden antes de poder llegar a otro centro de actividad. Tendría que haber girado a la derecha en lugar de a la izquierda; así habría llegado a Charing Cross Road, donde se habría encontrado más seguro. Maldita sea, no podía darse la vuelta y tropezarse con ellos ahora. Todo lo que podía hacer era andar (y no correr; nunca se debía correr con un perro loco en los talones) con la esperanza de mantener una conversación lo más sosegada posible.
Preetorius:
—Me has costado mucho dinero.
—No comprendo…
—Has dejado a uno de mis mejores muchachos fuera de servicio. Va a pasar mucho tiempo antes de que pueda volver a poner al chaval en la calle. Está acojonado, ¿comprendes?
—Mira… Yo no le he hecho nada a nadie.
—¿Por qué coño me mientes, basura? ¿Qué te he hecho yo para que me trates así?
Preetorius alargó el paso y se puso a la altura de Gavin, dejando a sus socios detrás.
—Mira…—le susurró—, comprendo que chavales como él puedan resultar tentadores. Es normal. Lo puedo entender. Si me pones a un bombón en el plato yo no voy a hacerle ascos. Pero le hiciste daño: y cuando alguien pega a uno de mis chicos, yo también sangro.
—Si hubiera hecho eso, como dices, ¿crees que habría salido a la calle?
—No debes estar en tus cabales. No estamos hablando de un par de magulladuras, tío. Lo que digo es que te duchaste con la sangre de ese chaval, eso es lo que digo. Lo colgaste y le cortaste todo el cuerpo, y luego lo dejaste en mi escalera con un jodido par de calcetines por toda vestimenta, ¿Captas ahora mi mensaje, blanco? ¿Lo captas?
Una rabia genuina se apoderó de Preetorius mientras describía los crímenes que le imputaba, y Gavin no sabía exactamente cómo enfrentarse a ella. Se calló y continuó andando.
—Ese chico te idolatraba, ¿sabes? Pensaba que eras una referencia obligada para todo aspirante a chapista. ¿Qué te parece?