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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (21 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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—Pero esto…, jamas había visto nada parecido —insistió—. Para ser honestos, me entraron ganas de vomitar.

Ron no sabía a ciencia cierta por qué se quedaba a escuchar a Gissing; tal vez simplemente para matar la noche. En sus años mozos había sido un radical, nunca le gustaron demasiado los policías, y le producía cierta satisfacción inconfesable comprobar que a ese saco de mierda no le cabía en el diminuto cráneo tamaña monstruosidad.

—Es un jodido lunático —decía Gissing—, puede creerme. Lo atraparemos fácilmente. Un hombre de ésos no tiene control, ¿comprende? No se preocupa por borrar sus huellas, ni le preocupa siquiera vivir o morir. Dios sabe que un tipo que es capaz de desgarrar a una niña de siete años de esa manera está a punto de estallar. Los he visto.

—¿Sí?

—Desde luego. Los he visto llorar como niños, cubiertos de sangre como si acabaran de salir del matadero. Patético.

—O sea que podrá con él.

—Así de fácil —dijo Gissing, haciendo un chasquido con los dedos. Se puso de pie titubeando levemente—. Lo atraparemos, tan seguro como que Dios creó al mono. —Echó una ojeada al reloj y luego al vaso vacío.

Ron no hizo ningún ademán de volver a llenarlo.

—Bueno —dijo Gissing—, tengo que volver a Londres a presentar mi informe.

Se dirigió a la puerta haciendo eses y dejó que Milton se las apañara con la nota.

El hombre-lobo contempló cómo salía del pueblo el coche de Gissing y tomaba la carretera del norte. Los faros iluminaban la noche tenuemente. A pesar de ello, el ruido del motor, acelerado para subir la colina donde se encontraba la granja de los Nicholson, puso nervioso a Rex. Sus rugidos y toses no se parecían a los de ninguna bestia con la que se hubiera encontrado antes, y el
homo sapiens
lo controlaba de alguna manera. Para arrebatar a los usurpadores su reino tendría que doblegar tarde o temprano a una de esas bestias. Rex se tragó el miedo y se preparó para el combate.

La luna mostró sus colmillos.

En el asiento trasero del coche, Stanley estaba a punto de dormirse, soñando con niñas pequeñas. Soñaba que esas encantadoras ninfas subían a la cama por una escalera y que él estaba apostado junto a la escalera mirándolas subir, vislumbrándoles las bragas ligeramente sucias a medida que desaparecían en el cielo. Era un sueño habitual, aunque jamás lo habría reconocido, ni borracho. No es que le avergonzara exactamente; sabía positivamente que muchos de sus colegas tenían vicios igual de excéntricos y a veces mucho menos sabrosos que el suyo. Pero quería ser dueño suyo en exclusiva: era su sueño personal y no estaba dispuesto a compartirlo con nadie.

En el asiento del conductor, el joven oficial que llevaba seis meses haciendo de chófer para Gissing esperaba que el viejo se quedara dormido como un tronco. Entonces, y sólo entonces; podría arriesgarse a enchufar la radio para oír los resultados de cricket. Australia se había quedado muy rezagada en la clasificación: parecía poco probable que se recuperara a última hora. Ah, en el cricket estaba su futuro; gracias a él podría mandar a paseo esa rutina, pensaba mientras conducía.

Ni el pasajero ni el conductor, perdidos en sus ensoñaciones, advirtieron al hombre-lobo. Estaba acechando el coche, su gigantesca zancada le permitía ir al mismo paso, seguirlo por la sinuosa y oscura carretera.

De repente se encolerizó y salió de los campos para plantarse en medio del asfalto.

El conductor dio un giro al volante para esquivar a esa masa inmensa que se abalanzaba contra los faros encendidos aullando como una jauría de perros rabiosos.

El coche patinó sobre el piso mojado, abollándose la aleta izquierda contra los arbustos que bordeaban la carretera y destrozándose el parabrisas al llevarse por delante un revoltijo de ramas. En el asiento trasero Gissing se cayó de la escalera por la que estaba trepando cuando el coche acabó de recorrer el seto y se estrelló contra una puerta de hierro. Gissing salió disparado contra el asiento delantero, asustado pero ileso. El impacto arrancó al conductor del volante y lo despidió por la ventana en cuestión de segundos. Su pie, que reposaba ahora contra la cara de Stanley, se contrajo.

Rex contempló la muerte de la caja de metal desde la carretera. Sus estertores, el aullido de su costado destrozado, su cara lacerada le asustaban. Pero estaba muerto.

Precavido, esperó un rato antes de acercarse a olisquear aquel cuerpo aplastado. Un olor aromático flotaba en el aire, dándole cosquilleos en las fosas nasales. Era la sangre de la caja, cuyo torso herido vertía gotas que se alejaban por la carretera. Se acercó, seguro ya de que la bestia estaba muerta.

Había alguien vivo en la caja. No se trataba de la dulce carne de niño que tanto le gustaba; no era más que carne correosa de macho. Una cara cómica lo miraba de hito en hito. Ojos redondos, como platos. La estúpida boca se abría y cerraba como la de un pez. Le dio una patada a la caja para abrirla y, al ver que no lo conseguía, arrancó las puertas de cuajo. Cogió al macho gimoteante y lo sacó de su refugio. ¿Sería uno de los que habían podido con él? ¿Ese insecto asustado de labios de gelatina? Se rió de sus súplicas y le puso boca abajo, sujetándolo por un pie. Esperó a que dejara de chillar, hurgó entre sus piernas crispadas y encontró la virilidad de aquel hombre. No era grande. De hecho, la tenía muy encogida de miedo. Gissing farfullaba todo lo que se le ocurría; es decir, incoherencias. El único sonido de Stanley que comprendió Rex fue el que estaba profiriendo ahora, el chillido desgarrador que acompañaba siempre a una castración. Al acabar dejó caer a Gissing al lado del coche.

El motor aplastado empezaba a arder, lo estaba oliendo. No era tan bestia como para tener miedo del fuego. Lo respetaba, desde luego; pero no lo temía. El fuego era un instrumento, lo había usado muchas veces: para quemar a sus enemigos, incinerarlos en la cama.

Se apartó del coche cuando la llama encontró la gasolina y produjo una explosión. Las lenguas de fuego se abalanzaron contra él y notó cómo se le chamuscaba el pelo del pecho, pero el espectáculo lo tenía demasiado cautivado como para apartar los ojos. El fuego siguió el rastro de sangre de la bestia, consumiendo a Gissing y relamiendo los regueros de gasolina como un perro excitado un rastro de pis. Rex contempló el espectáculo y aprendió una nueva y mortífera lección.

En el caos de su estudio, Coot trataba sin éxito de resistirse al sueño. Había pasado buena parte de la tarde en el altar y un rato con Declan. Esa noche no habría oraciones, sólo meditaciones. Sobre la mesa de despacho tenía una copia de la talla del altar; llevaba una hora examinándola sin ningún resultado. O la talla era demasiado ambigua o él tenía poca imaginación. En cualquier caso, no acertaba a deducir gran cosa de la imagen. Describía sin duda un entierro, pero eso fue casi todo lo que sacó en limpio. Tal vez el cuerpo fuera un poco más grande que el de los acompañantes, pero no tenía nada de excepcional. Pensó en el pub de Zeal, The Tall Man, y se sonrió. Podía ser que a un ingenioso medieval le hubiera gustado la idea de dibujar el entierro de un cervecero debajo de la sabanilla del altar.

En el vestíbulo el reloj estropeado dio las doce y cuarto, lo que quería decir que era casi la una. Coot se levantó de la mesa, se estiró y apagó la lámpara. Le sorprendió la intensidad de la luz de la luna que se colaba por un desgarrón de la cortina. Era una luna llena, de septiembre, y daba una luz exuberante, aunque fría.

Colocó la alambrera delante del fuego y salió al pasillo ensombrecido, cerrando la puerta detrás de él. El reloj hacía un tictac ruidoso. En algún lugar camino de Goudhurst oyó la sirena de una ambulancia.

«¿Qué ocurre?», pensó, y abrió la puerta delantera para ver mejor. Se distinguían faros sobre la colina y el latido alejado de las luces azules de la policía, más rítmicas que el tictac que sonaba a su espalda. Un accidente en la carretera que iba hacia el norte. Demasiado pronto para que hubiera hielo. Además, no hacia tanto frío. Contempló cómo las luces, plantadas sobre la colina como joyas sobre el lomo de una ballena, se alejaban parpadeando. En realidad hacía bastante frío. No hacía tan buen tiempo como para quedarse en él…

Frunció el entrecejo; había sorprendido algo, un movimiento en el extremo opuesto del camposanto, bajo los árboles. La luz de la luna proyectaba una escena en blanco y negro. Tejos negros, piedras grises, un crisantemo blanco que derramaba sus pétalos sobre una tumba. Y, a la sombra de los tejos, una silueta negra, pero dibujada nítidamente contra la lápida de un túmulo de mármol. La silueta de un gigante.

Coot salió de la casa con paso vacilante.

El gigante no estaba solo. Alguien estaba arrodillado ante él, una figura más pequeña y humana, con la cara levantada e iluminada. Era Declan. Hasta de lejos se advertía que le estaba sonriendo a su amo.

Coot quiso acercarse; ver aquella pesadilla más de cerca. Al dar el tercer paso hizo crujir la grava.

El gigante pareció moverse en la oscuridad. ¿Se estaba dando la vuelta para mirarlo? Coot se quedó pálido. No, ojalá esté sordo; por piedad, Dios mío, que no me vea, hazme invisible.

Aparentemente su súplica fue escuchada. El gigante no dio indicios de haberle visto acercarse. Haciendo acopio de valor, Coot avanzó por un camino de lápidas, haciendo eses de tumba a tumba, en busca de protección, apenas osando respirar. Cuando llegó a pocos pasos de la escena pudo ver cómo inclinaba la criatura su cabeza en dirección a Declan; oyó los ásperos sonidos guturales que emitía su garganta. Pero la escena era algo más que eso.

Declan tenía las vestiduras rasgadas y sucias, su pequeño pecho estaba desnudo. La luz de la luna le iluminaba el esternón, las costillas. Su estado y su posición no dejaban lugar a dudas. Lo estaba adorando, pura y simplemente. Coot oyó ruido de salpicaduras; se acercó un poco más y vio que el gigante estaba dirigiendo un chorro reluciente de orina a la cara levantada de Declan. Le entraba por la boca, le salpicaba el torso. Declan no dejó de irradiar alegría mientras recibió ese bautismo; aún más, movía la cabeza de lado a lado, satisfecho de que lo humillaran de pies a cabeza.

El aire llevó el olor de la orina de la criatura hasta Coot. Era ácido, repugnante. ¿Cómo podía Declan soportar que le cayera una sola gota encima o, mucho peor, chapotear en ella? Coot quiso chillar, detener ese espectáculo de depravación, pero incluso a la sombra del tejo la silueta del monstruo era aterrorizadora. Era demasiado alta y ancha para ser humana.

Se trataba sin duda de la Bestia del Bosque Salvaje que Declan le había intentado describir; era el devorador de niños. ¿Había imaginado Declan, al elogiar a este monstruo, qué poder llegaría a tener sobre su conciencia? ¿Supo desde siempre que si la bestia llegaba hasta él olisqueando su rastro se arrodillaría ante ella, la llamarla «señor» (antes de Cristo, antes de la civilización, había dicho), permitiría que le descargara la vejiga encima con una sonrisa en los labios?

Sí. Claro que sí.

Así que mejor dejarle disfrutar de ese momento. «No te juegues el pellejo, pensó Coot, está donde quiere estar.» Se alejó muy despacio hacia la sacristía, con los ojos todavía puestos sobre la escena de degradación que tenía delante. El bautista dejó caer las últimas gotas, pero Declan había recogido algo de líquido con las manos. Se las llevó a la boca y bebió.

Coot tuvo un acceso de náuseas irreprimible. Cerró un segundo los ojos para dejar de ver aquello. Cuando los volvió a abrir descubrió que el rostro ensombrecido de la bestia estaba vuelto hacia él, que lo miraba con unos ojos que ardían en la oscuridad.

—Dios bendito.

Lo estaba mirando. Esta vez no cabía duda alguna, lo veía. Rugió y su cabeza cambió de forma en las sombras al abrir una boca horrible e inmensa.

—Jesusito de mi vida.

Ya estaba cargando hacia él con la agilidad de un antílope, dejando a su acólito desplomado bajo un árbol. Coot se dio la vuelta y corrió, corrió como no lo había hecho en muchos años, saltando sobre las lápidas en su estampida. La puerta estaba a pocos metros; era su único refugio. Quizá no resistiera demasiado, pero le daría tiempo para pensar, para encontrar un arma. Corre, cabrón. Como si el diablo te pisara los talones. Cuatro metros.

Corre.

La puerta estaba abierta.

Casi a mano; a un metro…

Cruzó el umbral y se giró en redondo para cerrarle la puerta a su perseguidor. Pero ¡no! Rex había introducido la mano por la puerta, una mano tres veces más grande que la de un hombre. Daba brazadas en el aire, tratando de alcanzar a Coot, sin dejar de rugir.

Éste se apoyaba con todo su peso contra la puerta de roble. El montante, revestido de acero, se clavó en el antebrazo de Rex. El rugido se hizo aullido: la perfidia y el dolor se unieron en un grito estentóreo que se oyó de un extremo a otro de Zeal.

Atravesó la noche, llegando incluso hasta la carretera norte, donde estaban recogiendo los restos de Gissing y su conductor para envolverlos en plástico. Resonó en las gélidas paredes de la cámara mortuoria, donde Denny y Gwen Nicholson empezaban ya a descomponerse. También se oyó en las habitaciones de Zeal, donde yacían juntos parejas de seres vivos, quizá con un brazo por debajo del cuerpo del compañero; donde los ancianos velaban escrutando la geografía del techo; donde los niños soñaban con el claustro materno y los bebés lloraban por él. Se oyó una, dos, tres y mil veces mientras Rex se debatió ante la puerta.

Los aullidos le dieron vértigo a Coot. Farfulló plegarias, pero la ayuda de las alturas no daba muestras de ir a bajar sobre él. Sintió que le empezaban a flaquear las fuerzas. El gigante se iba abriendo camino lentamente, desentornando la puerta centímetro a centímetro. Los pies de Coot se deslizaban por el suelo demasiado barnizado, los músculos le temblaban al desfallecer. Era una lucha en la que no tenía ninguna posibilidad de vencer si pretendía medir la fuerza de cada uno de sus tendones contra los de la bestia. Si quería ver amanecer, necesitaba una estrategia.

Coot hizo más presión contra la puerta, paseando los ojos por el pasillo en busca de un arma. No debía entrar: no debía dejar que se le impusiera. El aire estaba impregnado de un olor acre. Se vio fugazmente desnudo y arrodillado delante del gigante, que le orinaba en la cara. Esa escena le sugirió muchas perversiones más: todo lo que podía hacer para evitar que entrara era pensar en obscenidades. Le estaba royendo la conciencia, introduciendo una cuña de mugre en sus recuerdos, arrancándole ideas enterradas en el subconsciente. ¿No exigiría que lo adoraran como cualquier dios? ¿Y no serían sus exigencias claras y factibles, y no ambiguas, como las del señor a quien había servido hasta ese día? Era una buena idea: entregarse a ese dios que golpeaba el otro lado de la puerta, quedarse quieto delante de él y dejar que lo destrozara.

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