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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (33 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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—¿Cuánta gente fue enterrada? —preguntó Angela, con indiferencia. Parecía dejarla impasible el hecho de que estuviéramos sentados en una sepultura.

—A cientos probablemente.

—¿Cientos?

—En el libro sólo dice «muchos muertos».

—¿Y los pusieron en ataúdes?

—¿Cómo voy a saberlo?

¿Qué otra cosa podía ser este túmulo, abandonado de la mano de Dios, sino un cementerio? Miré la isla con nuevos ojos, acababa de reconocerla como lo que era. Ahora sí tenía una razón para despreciar esa joroba, con su sórdida playa y ese olor a melocotones.

—Me pregunto si los enterraron por toda la isla —reflexionó Angela— o sólo en la cumbre de la colina donde encontramos las ovejas. Es probable que sólo en la cumbre, fuera del alcance del agua.

Sí, bastante ración de agua habían tenido ya: sus pobres caras verdes comidas por los peces, sus uniformes putrefactos, sus placas de identificación incrustadas de algas. ¡Qué muertes!; y lo que era peor, ¡qué viajes después de la muerte!, en brigadas de cadáveres, por la Corriente del Golfo hasta este varadero desolado. Imaginé los cuerpos de los soldados, sometidos a todos los caprichos de la marea, llevados de acá para allá, encenegados en inmensas olas, hasta que fortuitamente un miembro se enganchaba en una roca, y entonces el mar dejaba de poseerlos. Descubiertos tras cada ola que retrocedía; saturados de agua y convertidos en salmuera gelatinosa, escupidos por el mar para apestar un tiempo y ser descarnados por las gaviotas.

Tuve un repentino, un mórbido deseo de pasear por la playa otra vez, provista de esta nueva información, y darles patadas a los guijarros para desenterrar algún que otro hueso.

Al tiempo que tomaba forma esta idea, mi cuerpo decidió por mí. Ya estaba de pie: bajaba del
Emmanuelle.

—¿Adónde vas? —dijo Angela.

—Jonathan —murmuré, y planté un pie en el túmulo.

El hedor se explicaba mejor ahora: era el olor de los muertos. Quizá todavía eran enterrados aquí hombres ahogados, como Ray había sugerido, encajados bajo el montón de piedras. El imprudente deportista náutico, el nadador insensato, con los rostros borrados por la erosión del agua.

A mis pies, las moscas de la playa se habían vuelto menos perezosas: en vez de dejarse matar saltaban y zumbaban a mi paso, con un nuevo entusiasmo por la vida.

A Jonathan no se le veía. Sus pantalones todavía estaban sobre las piedras, en la orilla del agua, pero él había desaparecido. Miré hacia el mar; nada: ninguna cabeza meciéndose en el agua, ni recostándose, ni haciendo seña alguna.

Grité su nombre.

Mi voz pareció excitar a las moscas, que se levantaron en nubes furiosas. Jonathan no respondía.

Empecé a caminar por el borde del mar; de vez en cuando alguna ola ociosa alcanzaba mis pies. Me di cuenta de que no había hablado de la oveja muerta a Angela y a Ray. Quizás ése fuera un secreto entre los cuatro: Jonathan, yo misma y las dos supervivientes del redil.

Entonces lo vi pocos metros delante de mí: con su amplio pecho blanco y limpio, sin ninguna mancha de sangre. O sea que es un secreto, pensé.

—¿Dónde has estado? —le grité.

—Aireándola —replicó.

—¿El qué?

—Demasiada ginebra —me sonrío.

Le devolví la sonrisa espontáneamente: en la cocina había dicho que me amaba; eso contaba algo.

Detrás de él, el traqueteo de las piedras brincando. Lo tenía a menos de diez metros, impúdicamente desnudo; sus andares eran sobrios.

De pronto, el traqueteo de las piedras pareció rítmico. Había dejado de ser una serie azarosa de notas al chocar un guijarro contra otro… era un latido, una sucesión de sonidos repetidos, acompasados, tic-tap.

Accidente, no: intención.

Casualidad, no: resolución.

Piedra, no: pensamiento. Tras las piedras, con las piedras, llevando piedras.

Jonathan, ya muy próximo, estaba brillante. Al sol su piel casi resplandecía, resaltada por un fondo tan oscuro.

Pero…

…¿tan oscuro?

La piedra subió al cielo como un pájaro, desafiando la gravedad. Una piedra negra y lisa, desgajada de la tierra. Era del tamaño de un bebé, un bebé silbante que crecía tras la cabeza de Jonathan y bajaba hacia él brillando.

La playa había estado poniendo a tono sus músculos, lanzando pequeños guijarros al mar, fortaleciendo su voluntad para arrancar ese canto del suelo y lanzarlo sobre Jonathan.

Crecía detrás de él, con intención asesina, pero de mi garganta no pudo salir ningún sonido digno de mi miedo.

¿Estaba sordo? Le volvió a asomar su sonrisa franca; debió pensar que el horror de mi cara era una mofa por su desnudez. No había entendido…

La piedra le desgajó la parte superior de la cabeza desde la mitad de la nariz (todavía tenía la sonrisa en la boca, con la lengua ensangrentada), y lanzó el resto de su belleza hacia mí en una nube de polvo mojado y rojo. La parte superior de su cabeza estaba plasmada en la piedra, con la expresión intacta, cayendo en picado hacia mí. Estuve a punto de caerme; me pasó por delante chillando. Una vez estuvo sobre el agua, la asesina pareció perder la voluntad y titubeó en el aire antes de zambullirse entre las olas.

A mis pies, sangre. Un reguero conducía a donde yacía el cuerpo de Jonathan, con la parte abierta de su cabeza hacia mí y la maquinaria al descubierto, para que el cielo la viera.

No había empezado a gritar, aunque por el bien de mi salud mental tuviera que desahogar el terror que me estaba asfixiando. Necesitaba que alguien me oyera, me sostuviera, me sacara de allí y me lo explicara todo antes de que los guijarros saltarines recuperasen otra vez su ritmo. O lo que es peor, antes de que las mentes de debajo de la playa, insatisfechas con un asesinato por delegación, levantaran las piedras de sus tumbas y se irguieran para besarme personalmente.

Pero el grito no había de llegar.

Lo único que oía era el repiqueteo de las piedras a derecha e izquierda. Tenían la intención de matarnos a todos por haber invadido su sagrado suelo. Muertos a pedradas, como herejes.

Y entonces, una voz.

—¡Por el amor de Dios…!

Una voz de hombre, pero no la de Ray.

Parecía haber surgido del aire. En la orilla del mar había un hombre bajo y corpulento, con un cubo en una mano y bajo el brazo un fardo de heno cortado toscamente. Comida para las ovejas, deduje del revoltijo de palabras a medias que farfulló. Me miró, luego al cuerpo de Jonathan, con sus viejos ojos desencajados.

—¿Qué ha pasado? —dijo. Tenía un fuerte acento gaélico—. ¡En el nombre de Cristo! ¿Qué ha pasado?

Sacudí la cabeza. Parecía despegada de mi cuello como si fuera a desprenderse. Quizá señalé en dirección a las ovejas, quizá no. No sé por qué razón, pero parecía saber lo que yo estaba pensando, y empezó a subir por la playa hacia la corona de la isla, soltando cubo y fardo según subía.

Medio cegada por la confusión, lo seguí: pero antes de llegar a los cantos, él ya estaba fuera de su sombra, con la cara repentinamente crispada por el pánico.

—¿Quién hizo eso?

—Jonathan —respondí. Señalé con una mano el cadáver sin atreverme a volver la vista. El hombre juró en gaélico y salió tropezando del abrigo de los cantos.

—¿Qué habéis hecho? —vociferó—. ¡Cristo!, ¿qué habéis hecho matando sus ofrendas?

—Son sólo ovejas —dije. El momento de la decapitación de Jonathan se me representaba una y otra vez, como un tiovivo sangriento.

—Ellos lo exigen, ¿no lo ve? De lo contrario, se levantan…

—¿Quién se levanta? —dije, conociendo la respuesta. Recordaba las piedras móviles.

—Todos ellos. Fueron repudiados sin luto ni duelo. Pero tienen dentro el mar, en sus cabezas.

Supe de qué estaba hablando; de repente todo estaba muy claro. Los muertos estaban aquí, como ya sabíamos. Pero tenían dentro el ritmo del mar, y no se iban a quedar tumbados. Para aplacarlos estaban encerradas en el redil esas ovejas, como ofrenda a sus voluntades.

¿Se comían los muertos la carne de las ovejas? No; no era comida lo que querían. Era el gesto de reconocimiento… así de simple.

—Ahogados —decía—, todos ahogados.

Entonces volvió a comenzar el repiqueteo familiar; un repiqueteo que creció sin previo aviso hasta convertirse en un estruendo ensordecedor, como si la playa entera estuviera desplazándose.

Y, bajo esa cacofonía, había otros tres sonidos: el ruido del agua, de los chillidos y de una destrucción en masa.

Me volví para ver una ola de piedras volando en el otro lado de la isla…

De nuevo los terribles chillidos, arrancados de un cuerpo al que estaban golpeando y despedazando.

Provenían del
Emmanuelle.
De Ray. Eché a correr en dirección al barco; la playa se rizaba bajo mis pies. Detrás de mí oí las botas del alimentador de ovejas resonando sobre las piedras. Conforme corríamos, el ruido de la agresión aumentaba de volumen. Las piedras danzaban en el aire como gordos pájaros, tapando el sol, antes de lanzarse en picado sobre un blanco desconocido. Quizá el barco. Quizás la carne misma.

Los atormentados chillidos de Angela habían cesado.

Di la vuelta a la cabeza de la playa, unos pocos pasos por delante del alimentador, y el
Emmanuelle
apareció ante mí. El barco y sus contenidos humanos estaban fuera de cualquier esperanza de salvación. La nave era bombardeada por incesantes alineaciones de piedras, de todos los tamaños y formas; el casco quedó aplastado, las ventanas, el mástil y la cubierta, hechos añicos. Angela yacía extendida sobre los restos de la cubierta, más que obviamente muerta. El furor del pedrisco, sin embargo, no se había aplacado. Las piedras martillaban un toque de retreta en la estructura que quedaba del casco y sacudían el bulto sin vida de Angela, empujándolo arriba y abajo como si la estuviera atravesando una corriente.

A Ray no se le veía por ninguna parte.

Entonces grité: y por un momento pareció haber una tregua en el estruendo, un breve respiro en el ataque. Luego empezó otra vez: una oleada tras otra de guijarros y rocas levantándose de la playa y lanzándose contra sus blancos insensibles. No se quedarían satisfechos, al parecer, hasta que el
Emmanuelle
quedara reducido a restos y desechos flotantes, y el cuerpo de Angela estuviera convertido en pedacitos tan pequeños que le cupieran a un camarón en el paladar.

El alimentador agarró mi brazo en un apretón tan fiero que la sangre no me llegaba a la mano.

—Vámonos —dijo. Oí su voz, pero no hice nada. Estaba esperando a que apareciera la cara de Ray o a oír su voz gritando mi nombre. Pero no ocurrió nada: tan sólo el bombardeo de las piedras. Él estaba muerto en algún lugar de las ruinas del barco, reducido a añicos…

Ahora el alimentador me arrastraba; lo seguí de espaldas a la playa.

—El bote —decía—, podemos subir en mi bote.

La idea de escapar resultaba ridícula. La isla nos tenía en su lomo; no éramos más que objetos en su mano.

Pero yo seguía, resbalando y deslizándome por las rocas mojadas, abriendo surcos en la jungla de algas, por el camino por el que habíamos venido.

En el otro lado de la isla estaba su pobre esperanza de vida. Un bote de remos, arrastrado por el guijarral: una insignificante cáscara de nuez como bote. ¿Saldríamos a la mar en aquello?

Me arrastró, sin yo ofrecerle resistencia, hacia nuestra liberación. A cada paso estaba más claro que la playa se levantaría de repente y nos lapidaria. Formaría una pared, incluso una torre, en cuanto diéramos un solo paso hacia la salvación. Podría jugar a lo que quisiera, absolutamente a cualquier juego. Aunque quizás a los muertos no les gustan los juegos. Tienen algo de apuesta, y los muertos ya la han perdido. Quizá los muertos sólo actúen con la árida certeza de los matemáticos. Casi tuvo que tirarme dentro del bote y comenzó a empujarlo para ponerlo a flote. No se levantó ninguna pared de piedras para evitar nuestra huida. No apareció ninguna torre, ningún pedrisco exterminador. Incluso el ataque al
Emmanuelle
había cesado.

¿Se hablan saciado con las tres víctimas? ¿O era que la presencia del alimentador, un inocente, un sirviente de estos muertos, me protegía de sus rabietas?

El bote de remos se había alejado de la playa de guijarros. Nos balanceábamos ligeramente sobre el lomo de algunas lánguidas olas hasta que llegamos a una profundidad suficiente para remar, y entonces nos apartamos de la costa y mi salvador, sentado frente a mí, se puso a remar con todas sus fuerzas, con un rocío de sudor fresco en la frente que se multiplicaba a cada golpe de remo.

La playa se quedaba atrás; nos estaban dejando libres. El alimentador pareció relajarse un poco. Miró la basura del fondo del bote. Respiró profundamente una media docena de veces y luego me miró con la cara consumida, desprovista de expresión.

—Esto tenía que acabar por suceder… —dijo con voz baja y grave—. Alguien tenía que echar a perder nuestro modo de vida.

El ir y venir de los remos, hacia adelante y hacia atrás, era casi soporífero. Yo quería dormir, arrebujarme en el alquitranado sobre el que estaba sentada, y olvidar. Detrás de nosotros, la playa ya era una línea lejana.

No podía ver el
Emmanuelle.

—¿Adónde vamos? —dije.

—De vuelta a Tiree —respondió—. Ya veremos allí qué hay que hacer. Encontraremos algún modo de reparar la ofensa; de ayudarlos a que vuelvan a dormir profundamente.

—¿Se comen a las ovejas?

—¿Para qué les sirve la comida a los muertos? No, no tienen ninguna necesidad de carne de oveja. Consideran a las bestias como un gesto de rememoración.

Rememoración.

Asentí.

—Es nuestra manera de llorarlos…

Dejó de remar, con el corazón demasiado cansado para acabar su explicación y demasiado exhausto para hacer nada que no fuera dejar que la marea nos llevara a casa. Hubo un momento de silencio.

Entonces empezaron los arañazos.

Un sonido de ratón tan sólo, un escarbar en el fondo del bote como las uñas de un hombre haciéndoles cosquillas a las tablas para que le dejaran entrar. No de un solo hombre: de muchos. El sonido de sus súplicas, el blando rastrillar de cutículas podridas contra la madera, se multiplicó.

En el bote, no nos movíamos, no hablábamos, no nos lo creíamos. Ni cuando vimos lo peor creímos lo peor.

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