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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (35 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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Pero ésa no era su noche. Había una cara nueva detrás del mostrador de recepción del Imperial; una cara delgada, cansada, con un peluquín mal plantado (pegado) sobre la calva, que llevaba mirándolo de reojo casi media hora.

El recepcionista de siempre, Madox, era un criptohomosexual a quien Gavin había visto rondando de vez en cuando los bares, un contacto fácil para quien supiera manejar a ese tipo de gente. Madox se deshacía como la cera en manos de Gavin; un par de meses antes había comprado su compañía por una hora con una tarifa muy barata: diplomacia. Pero este nuevo empleado era estricto y malévolo, y conocía el juego de Gavin.

Éste se acercó a la máquina de tabaco, bailando al ritmo del muzack al atravesar la alfombra color castaño. Jodida noche de mierda.

Al darse la vuelta de la máquina, con un paquete de Winston en la mano, se topó con el recepcionista.

—Perdón…, señor. —Hablaba con un acento forzado, no tenía nada de natural. Gavin le devolvió una mirada dulce.

—¿Sí?

—¿Está residiendo en este hotel…, señor?

—En realidad…

—Si no es así, la dirección le agradecería que abandonara el edificio inmediatamente.

—Estoy esperando a una persona.

—¿Ah?

El recepcionista no se lo tragó.

—¿Sería tan amable de darme el nombre de esa persona?…

—No es necesario.

—Déme el nombre —insistió—, y me encantará comprobar que su… contacto… está en el hotel.

El bastardo no daba su brazo a torcer; las cosas se ponían difíciles. Gavin podía escoger entre tomárselo con calma y abandonar la sala de recepción o hacerse el cliente ultrajado y fulminar a aquel hombre con la mirada. Decidió, más por mostrarse desagradable que porque fuera lo mejor que podía hacer, utilizar la segunda táctica.

—No tiene ningún derecho… —empezó a vociferar, sin impresionar al recepcionista.

—Mira, hijito… —dijo—, conozco tu juego, así que no te hagas el presumido conmigo o llamo a la policía. —Había perdido el control de su pronunciación: a cada sílaba revelaba más sus orígenes del sur del río—. Tenemos una clientela selecta, que no quiere tratos con tipos como tú, ¿comprendes?

—Cabrón —dijo Gavin, con mucha calma.

—Bueno, es un chupapollas quien me lo dice, ¿no es cierto?

Touché.

—Bueno, hijito, ¿quieres largarte de aquí por tus propios medios o prefieres que te saquen esposado los tipos de azul?

Gavin utilizó su último triunfo.

—¿Dónde está el señor Madox? Quiero ver al señor Madox: él me conoce.

—Seguro que sí —dijo el recepcionista con un bufido—. Sin duda. Lo despidieron por comportamiento indecente… —Estaba recuperando su pronunciación afectada—. O sea que, en tu lugar, yo no iría citando su nombre. ¿De acuerdo? En marcha.

Con la mano firme y levantada, el recepcionista dio un paso atrás como un torero citando al toro.

—La dirección le agradece su visita. No vuelva a llamarnos, por favor.

Juego, set y partido para el tipo del peluquín. Qué diantre; había más hoteles, más salas de recepción, más recepcionistas. No tenía por qué soportar tanta mierda.

Al empujar la puerta le dirigió un sonriente «volveremos a vernos» por encima del hombro. A lo mejor así le provocaba sudores fríos cualquier noche de ésas cuando, de vuelta a casa, oyera detrás de él los pasos de un hombre joven. Era una satisfacción mínima, pero menos da una piedra.

La puerta se cerró suavemente, dejando a Gavin fuera y preservando el calor de dentro. Hacía frío, bastante más frío que cuando entró en la sala de recepción. Caía una ligera llovizna que amenazaba con empeorar mientras se apresuraba a ir por Park Lane hacia South Kensington. En High Street había un par de hoteles en que se podría refugiar un rato; si no le salía nada tendría que admitir su derrota.

Los coches doblaban por el Hyde Park Corner y aceleraban, brillantes y decididos, encaminándose hacia Knightsbridge o Victoria. Se vio plantado en medio de la isla de cemento, entre el ir y venir de los automóviles, con las yemas de los dedos metidas en los vaqueros (eran demasiado ajustados para que le entrara algo más en los bolsillos), solitario y desconsolado.

Le anegó una ola de tristeza de la que no se creía capaz. Tenía veinticuatro años y cinco meses. Llevaba haciendo la calle con algunas interrupciones desde que tenía diecisiete, prometiéndose encontrar a una viuda casamentera (la pensión del gigoló) o una ocupación legítima antes de llegar a los veinticinco.

Pero el tiempo pasaba y ninguna de sus ambiciones se convertía en realidad. Iba perdiendo energías y consiguiendo patas de gallo.

El tráfico seguía circulando en relucientes mareas, señalizando tal o cual orden con las luces; coches llenos de gente con jerarquías que trepar y angustias que domeñar, y su paso lo iba alejando de tierra firme, de la seguridad. Todos querían llegar a su destino cuanto antes.

Él no era lo que había soñado ser ni lo que se había prometido en secreto.

Y ya no era joven.

¿Adónde podía ir ahora? En el piso se sentiría como entre rejas, aunque fumara un poco de hierba para agrandar los límites de su cuarto. Esa noche quería o, más bien,
necesitaba
estar con alguien. Sólo para contemplar su propia belleza en los ojos ajenos. Que le dijeran cuán perfecto y proporcionado era, que lo mimaran, le dieran de cenar y le adularan como si fuera estúpido, aunque fuera el hermano rico y feo de Quasimodo quien se lo dijera. Necesitaba una dosis de cariño.

El ligue resultó tan sencillo que casi le hizo olvidar el episodio de la sala de recepción del Imperial. Era un tipo de unos cincuenta y cinco años y pudiente: zapatos Gucci, un abrigo con mucha clase. En una palabra: calidad.

Gavin estaba junto a la puerta de un pequeño cinestudio, mirando de reojo las fotos de la película de Truffaut que echaban, cuando notó que alguien lo estaba mirando. Le devolvió la mirada, convencido de que había un ligue en perspectiva. La franqueza de su mirada pareció poner nervioso al putero; se alejó; luego pareció cambiar de idea, murmuró algo para su coleto y volvió sobre sus pasos, demostrando una manifiesta falta de interés por el programa de películas. Obviamente, el juego no le resultaba demasiado familiar, pensó Gavin; era un novato.

Gavin sacó un Winston despreocupadamente y lo encendió. El fulgor de la llama que salió de sus manos en forma de bocina le doró los pómulos. Lo había hecho unas mil veces y otras tantas delante del espejo para complacerse. Luego levantaba la vista de la llamita: siempre surtía efecto. Esta vez, cuando se encontró con los nerviosos ojos del putero, éste no desvió la mirada.

Dio una calada, apagó la cerilla y la dejó caer. No había conseguido un ligue parecido en varios meses, pero le gustó comprobar que no había perdido la forma. El reconocimiento inequívoco de un cliente potencial, la oferta implícita de labios y ojos, que podía justificarse como amabilidad natural en caso de haber cometido un error.

En todo caso, éste no era un error, se trataba de un auténtico negocio. El hombre no le sacaba los ojos de encima, estaba tan prendado de él que le debía doler. Tenía la boca abierta, como si no hubiera sido siquiera capaz de presentarse. No tenía un rostro despampanante, pero tampoco nada de feo. Se había bronceado demasiado a menudo y demasiado rápido: quizás hubiera vivido en el extranjero. Daba por sentado que era inglés, lo que justificaría sus evasivas.

Contra su costumbre, Gavin dio el primer paso.

—¿Le gustan las películas francesas?

Al putero pareció encantarle que rompiera el silencio que se había establecido entre ambos.

—Sí —dijo.

—¿Va a entrar?

El tipo torció el gesto.

—No…no… creo que no.

—Hace un poco de frío.

—Sí.

—Un poco de frío para estar aquí de pie, quiero decir.

—Oh… sí.

El putero mordió el anzuelo.

—A lo mejor… ¿le apetece una copa?

Gavin sonrió.

—Claro, ¿cómo no?

—Mi piso no cae demasiado lejos.

—Claro.

—Me estaba amuermando un poco en casa.

—Conozco esa sensación.

Ahora fue el hombre quien sonrió.

—¿Se llama…?

—Gavin.

El hombre tendió la mano envuelta en un guante de cuero. Muy formal, muy de hombre de negocios. El apretón fue seco, ya no quedaba rastro de las vacilaciones iniciales.

—Yo soy Kenneth —dijo—, Ken Reynolds.

—Ken.

—¿Nos vamos de aquí?

—Perfecto.

—Vivo a un paso.

Al abrir Reynolds la puerta de su apartamento los recibió una vaharada de aire viciado, de calefacción central. La subida de los tres pisos había dejado a Gavin sin resuello, pero Reynolds no necesitó detenerse. Tal vez fuera un fanático de la salud. ¿Profesión? Algo en el centro. El apretón de manos, los guantes de cuero. Tal vez fuera de la administración pública.

—Entra, entra.

Había dinero en la atmósfera. El pelo de la alfombra era exuberante, amortiguaba sus pasos. El pasillo estaba prácticamente desnudo: un calendario colgaba de una pared, había una mesilla con un teléfono y una agenda, un perchero.

—Hace más calor aquí dentro.

Reynolds se quitó el abrigo encogiendo los hombros y lo colgó en el perchero. Se dejó los guantes puestos y acompañó a Gavin hasta un amplio salón.

—Quítate la chaqueta —dijo.

—Oh… claro.

Gavin se la quitó y Reynolds se fue con ella por el pasillo. Al volver se venía quitando los guantes; con las manos sudorosas le costaba trabajo. El tipo seguía nervioso, hasta en su propio terreno. Normalmente solían calmarse en cuanto se sentían seguros detrás de cerraduras. Éste no: era todo un catálogo de fuguillas.

—¿Te puedo traer algo de beber?

—Sí; estaría bien.

—¿Qué veneno prefieres?

—Vodka.

—Sí. ¿Con algo?

—Un chorrito de agua.

—Eres un purista, ¿no?

Gavin no captó la insinuación.

—Sí —contestó.

—Eres un hombre de los que me gustan. Perdona un segundo, voy a por hielo.

—No te preocupes.

Reynolds puso los guantes sobre una silla que había junto a la puerta y dejó a Gavin solo en la habitación. Como en el pasillo, hacía un calor casi asfixiante, pero no había nada acogedor ni hogareño en él. Fuera cual fuese su profesión, Ken era un coleccionista. La habitación estaba inundada de antigüedades dispuestas sobre la pared y alineadas en estanterías. Había pocos muebles, y los que había desentonaban: las sillas de formica no se correspondían con un piso tan caro. Tal vez fuera un catedrático de la universidad o el director de un museo, algo académico. Ése no era el salón de un corredor de Bolsa.

Gavin no sabía nada de arte y aún menos de historia, así que los adornos no le decían gran cosa, pero les echó otra mirada, sólo para demostrar buena voluntad. El tipo le preguntaría qué le parecía todo eso. Las estanterías eran de lo más soso. Trozos y fragmentos de cerámica y de esculturas: ninguna pieza entera, tan sólo pedazos. En algunos se apreciaba un poco de diseño, aunque el tiempo había borrado los colores casi por completo. En las esculturas se reconocían partes del cuerpo humano: un resto de torso, de un pie (con los cinco dedos donde les correspondía), una cara que estaba casi desfigurada, que ya no era de hombre ni de mujer. Gavin reprimió un bostezo. El calor, las exposiciones y la idea de sexo lo aletargaban.

Concentró su escaso interés en las piezas colgadas de la pared. Eran más llamativas que las de los estantes, pero todavía más incompletas. No comprendía que a nadie le gustara estudiar esas reliquias; ¿qué tenían de fascinante? Los bajorrelieves dispuestos sobre la pared estaban agujereados y erosionados, de forma que las figuras parecían leprosos, y las inscripciones en latín estaban prácticamente borradas. No había nada hermoso en ellas: estaban demasiado gastadas para ser bonitas. Le hacían sentirse sucio, como si su estado fuera contagioso.

Sólo una de las piezas expuestas le llamó la atención: una lápida sepulcral, o eso le pareció a él, que era más grande que las tallas restantes y estaba ligeramente en mejores condiciones. Un hombre a caballo con una espada se inclinaba sobre su enemigo decapitado. Debajo de esa escena había una inscripción en latín. El caballo había perdido las patas delanteras y las columnas que encuadraban la talla habían desaparecido casi por completo: por lo demás la escena tenía sentido. Había incluso algo de personalidad en el rostro cincelado toscamente: tenía una nariz larga, una boca grande; era un individuo, no un arquetipo.

Gavin fue a tocar la inscripción, pero retiró la mano al oír entrar a Reynolds.

—No, tócalo, por favor —dijo su anfitrión—. Está ahí para halagar los sentidos. Tócalo.

Ahora que le invitaban a tocar la inscripción se le habían pasado las ganas. Se sintió molesto; sorprendido con las manos en la masa.

—Vamos —insistió Reynolds.

Gavin tocó la inscripción. Piedra fría, arenosa al tacto.

—Es romana —dijo Ken.

—¿Una lápida?

—Sí. La encontré cerca de Newcastle.

—¿Quién era el personaje?

—Se llamaba Flavinus. Era el portaestandarte del regimiento.

Lo que Gavin tomó por un espada era, si se miraba más detenidamente, una bandera. Acababa en un dibujo casi borrado: a lo mejor una abeja, una flor o una rueda.

—¿Así que eres arqueólogo?

—Forma parte de mi trabajo. Busco emplazamientos, a veces vigilo excavaciones; pero casi todo el tiempo restauro hallazgos.

—¿Como éste?

—La Inglaterra romana es mi obsesión personal.

Se quitó las gafas y se acercó a las baldas cargadas de cerámica.

—Estos son objetos que he reunido con los años. Nunca he conseguido superar la pasión de tener en la mano cosas que llevaban siglos sin ver la luz del día. Es como sumergirse en la historia. ¿Me comprendes?

—Sí.

Reynolds cogió un fragmento de cerámica de una estantería.

—Naturalmente, las colecciones importantes se hacen con los mejores hallazgos. Pero con un poco de astucia consigues quedarte con algunas piezas. Los romanos ejercieron una influencia increíble. Fueron ingenieros civiles, constructores de carreteras, de puentes…

Ken soltó una risotada ante su propia explosión de entusiasmo.

—Demonios —dijo—, Reynolds se ha puesto de nuevo a dar conferencias. Lo siento. Me dejo llevar.

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