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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (34 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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Una salpicadura a estribor; me volví y lo vi venir hacia mí, rígido en el agua, como un mascarón de proa sostenido por titiriteros invisibles. Era Ray; con el cuerpo cubierto de contusiones y tajos mortales: apedreado hasta la muerte y luego traído, como una alegre mascota, como una prueba de poder, para aterrorizarnos. Era como si estuviera paseando por el agua, con los pies apenas cubiertos por el oleaje y los brazos colgándole fláccidos a los lados mientras lo arrastraban hacia el bote. Le miré la cara: la tenía lacerada, destrozada. Con un ojo cerrado y el otro aplastado y fuera de su órbita.

A dos metros del bote, los titiriteros dejaron que se hundiera en el mar, en el que desapareció entre un remolino de agua rosa.

—¿Tu compañero? —dijo el alimentador.

Asentí. Debía haber caído al mar desde la popa del
Emmanuelle.
Ahora era como ellos; un hombre ahogado. Ellos ya lo habían reclamado para que les sirviera de juguete. Así que después de todo les gustaba jugar; lo sacaron de la playa como niños en busca de un compañero de juego, ansiosos de que se una a la pelea.

Los arañazos habían cesado. El cuerpo de Ray había desaparecido por completo. Del prístino mar no salía ningún murmullo, sólo el chapoteo de las olas contra las tablas del bote.

Tiré de los remos…

—¡Reme! —le grité al alimentador—. Reme o nos mataran.

Parecía resignado a sufrir el castigo que tuvieran planeado para nosotros. Negó con la cabeza y escupió al agua. Bajo su flema algo se movió en las profundidades, formas desvaídas giraban y hacían acrobacias demasiado abajo para que pudieran verse claramente. Entonces vi que subían hacia la superficie, hacia nosotros, que sus caras corrompidas por el mar se definían más a cada brazada, con los brazos tendidos para abrazarnos.

Un banco de cadáveres. Muertos a docenas, pelados por los cangrejos y picados por los peces, la carne que les quedaba apenas prendida a los huesos.

El bote empezó a mecerse suavemente cuando sus manos lo alcanzaron.

El alimentador no perdió en ningún momento su expresión resignada, aunque el bote empezó a balancearse adelante y atrás; al principio dulcemente, y luego con tanta violencia que acabamos zarandeados como muñecas. Querían hacernos volcar, y la cosa no tenía remedio. Poco después volcó el bote.

El agua estaba helada; mucho más fría de lo que había previsto, cortaba la respiración. Yo siempre había sido una buena nadadora. Comencé a alejarme del bote con brazadas firmes, surcando las claras aguas. El alimentador tuvo menos suerte. Como muchos hombres que viven en el mar, por lo visto no sabía nadar. Se hundió como una piedra, sin llantos ni plegarias.

¿Qué esperanzas me quedaban? ¿Que tuvieran bastante con cuatro y me dejaran encontrar una corriente que me pusiera a salvo? Cualquier esperanza de escapar tenía poco futuro.

Sentí un suave, un suavísimo roce en los tobillos y los pies, casi una caricia. Algo asomó un instante a la superficie junto a mi cabeza. Entreví una espalda gris como la de un pez inmenso. El contacto en mi tobillo se hizo apretón. Una mano pulposa, reblandecida por la mucha agua, se había apoderado de mí, e inexorablemente empezó a reclamarme en nombre del mar. Aspiré la que sabía mi última bocanada de aire y, al hacerlo, vi la cabeza de Ray balanceándose a un metro de mí. Vi sus heridas con minuciosidad clínica: el agua había limpiado los cortes, que eran feos colgajos de tejido blanco; por detrás de ellos se vislumbraba algún destello del hueso. La marca ya le había arrancado el ojo que le colgaba; el pelo, aplastado contra el cráneo, ya no podía disimular la calva de su coronilla.

El agua me cubrió la cabeza. Tenía los ojos abiertos, y vi cómo la bocanada de aire que tanto trabajo me había costado se me escapaba de la boca en un desfilar de burbujas plateadas. Ray estaba a mi lado consolándome, atento. Sus brazos le flotaban sobre la cabeza como si estuviera rindiéndose. La presión del agua le deformaba la cara, hinchándole los carrillos y sacándole de la cuenca de su ojo vacío hebras de nervios truncados, como los tentáculos de un diminuto calamar.

Me abandoné. Abrí la boca y la sentí llenarse de agua fría. La sal me escocía las pituitarias, el frío me daba punzadas detrás de los ojos. Sentí que la salmuera me abrasaba la garganta, y una bocanada de agua me llegó hasta donde no debe llegar el agua… absorbiendo el aire de mis tubos y cavidades, hasta que me saturó el organismo.

Por debajo de mí, dos cadáveres, con los cabellos mecidos suavemente por la corriente, se me abrazaron a las piernas. Las cabezas les bailoteaban sobre los hilachos podridos de los músculos del cuello y, aunque yo les daba zarpazos en las manos y su carne se desprendía del hueso en tiras de encaje gris, no aflojaban su amoroso estrechamiento. Me querían, ¡oh Dios!, con cuanta ternura me querían.

Ray también me agarraba, envolviéndome, apretando su cara contra la mía. Supongo que ese gesto no tenía ninguna intención. Él no podía saber, ni sentir, ni amar, ni preocuparse. Y yo, perdiendo la vida por momentos, sucumbiendo por completo al mar, ya no podía disfrutar de esa intimidad que tanto había anhelado.

Demasiado tarde para el amor; la luz del sol ya no era más que un recuerdo. ¿Era que el mundo estaba desapareciendo —oscureciéndose por los bordes a medida que yo me iba muriendo—, o era que ahora estábamos a tanta profundidad que el sol no podía llegar tan hondo? El pánico y el terror me habían abandonado —mi corazón parecía no palpitar—, el aire no entraba ni salía en espasmos angustiados como antes. Me invadía una especie de serenidad.

Ahora la presión de mis compañeros se relajó y la gentil marea jugó conmigo a su antojo. Un saqueo del cuerpo: una devastación de piel, músculo, tripa, ojo, seno, lengua, cerebro.

El tiempo no tiene cabida aquí. Puede que los días sean semanas, no lo sé. Las quillas de los barcos se deslizan sobre nosotros y, si levantamos casualmente la vista de nuestras austeras moradas rocosas, los vemos pasar. Algún dedo anillado vagando por el agua, algún golpe de remo que ya no puede salpicarnos surcando nuestro cielo, algún que otro gusano pendiendo de un sedal. Señales de vida.

Quizás en el momento mismo de mi muerte, quizás un año más tarde, la corriente olfatee mi roca y se apiade de mí. Me liberará de las anémonas y me dejará a merced de la marea. Ray está conmigo. También le ha llegado su turno. La marca ya ha cambiado; es un viaje sin retorno.

La marea nos arrastra incansablemente —a veces flotando como abombadas plataformas para las gaviotas, a veces medio sumergidos y mordisqueados por los peces—, nos arrastra hacia la isla. Reconocemos las oleadas furibundas del guijarral y oímos, sin oídos, el traqueteo de las piedras.

Hace tiempo que el mar ha rebañado su plato, ha limpiado las sobras: Angela, el
Emmanuelle
y Jonathan han desaparecido. Sólo nosotros, los ahogados, pertenecemos a este lugar, cabeza arriba, bajo las piedras, aplacados por el ritmo de minúsculas olas y la absurda incomprensión de las ovejas.

Restos humanos

Unos oficios se practican mejor de día; otros, de noche. Gavin era un profesional de esta última categoría. En invierno, en verano, reclinado contra una pared o apoyado contra una puerta, con la luciérnaga de un cigarrillo colgando de los labios, vendía lo que le sudaba bajo los vaqueros a todos los postores.

A veces a viudas desconsoladas con más dinero que amor, que lo alquilaban para una semana de encuentros ilícitos, besos amargos e insistentes y quizá, si lograban olvidar a sus difuntos compañeros, a un revolcón desapasionado sobre una cama con fragancia de lavanda. En ocasiones a maridos descarriados, ansiosos de un compañero de su mismo sexo y desesperados en busca de una hora de apareamiento con un chico que no les preguntara su nombre.

A Gavin no le importaba demasiado de quién se tratara. La indiferencia era una de las peculiaridades de su forma de entender el negocio, formaba parte incluso de su atractivo. Permitía separarse de él, cuando habían realizado la hazaña e intercambiado el dinero, mucho mas fácilmente. Decirle «Ciao», o «Hasta la vista», o nada de nada a una persona a quien no le importabas lo más mínimo era muy sencillo.

Y a Gavin la profesión no le resultaba del todo desagradable en comparación con las demás. Una noche de cada cuatro le proporcionaba incluso un poco de placer físico. En el peor de los casos se convertía en una especie de matadero sexual, lleno de pieles humeantes y ojos apagados. Pero se había acostumbrado a eso con los años.

Reportaba beneficios. Le mantenía de buen humor.

Dormía casi todo el día, acurrucado en un hueco cálido de la cama, momificándose entre las sábanas, con la cabeza cubierta por un revoltijo de brazos para protegerse de la luz. Hacia las tres se levantaba, se afeitaba y duchaba. Luego se pasaba media hora delante del espejo inspeccionándose. Se hacía una meticulosa autocrítica, sin permitir jamás que su peso estuviera un kilo por encima o por debajo del ideal que se había marcado, atento a untarse la piel si la tenía seca o a frotársela si la tenía aceitosa, vigilando que ninguna espinilla le afeara la mejilla. Especial atención prestaba al menor indicio de enfermedad venérea —el único tipo de mal de amores que le aquejó jamás—. De las ladillas ocasionales se libraba rápidamente, pero la gonorrea, que había cogido un par de veces, le tenía fuera de juego tres semanas, y eso resultaba perjudicial para el negocio; de forma que se rastreaba el cuerpo obsesivamente, corriendo a la clínica al primer síntoma de sarpullido.

Pero ocurría raras veces. Al margen de las ladillas, durante la media hora de autocontemplación no tenía nada más que hacer que admirar el cruce de genes que lo había engendrado. Era precioso. La gente se lo decía constantemente. Precioso. Qué cara, oh, qué cara, solían decir estrechándose contra él como si le quisieran hurtar una parte de su encanto.

Por supuesto que había más bellezas disponibles a través de las agencias o en la calle si se sabía dónde buscar. Pero la mayoría de los chapistas tenían caras que, en comparación con la suya, parecían inacabadas. Rostros que parecían los primeros bocetos de un escultor más que un producto redondo: eran bastas, experimentales. En cambio, él sí que estaba acabado, entero. Se había hecho lo mejor que pudo; sólo era cuestión de conservar su perfección.

Una vez acabada la inspección, Gavin se vestía, a veces se contemplaba cinco minutos más y salía a la calle con la mercancía empaquetada, lista para vender.

Últimamente cada día trabajaba menos la calle. Era arriesgado; había que engañar a los representantes de la ley y al psicótico ocasional que quería limpiar Sodoma de indeseables. Si estaba verdaderamente perezoso encontraba a un cliente a través de la agencia Escort, pero siempre se quedaban con una parte sustancial de las ganancias.

Claro que tenía clientes regulares, que recurrían a sus favores un mes sí y otro también. Una viuda de Fort Lauderdale lo alquilaba sistemáticamente en cada uno de sus viajes anuales a Europa; otra mujer cuyo rostro había visto en una prestigiosa revista lo llamaba de vez en cuando, tan sólo para cenar con él y contarle sus problemas conyugales. También estaba un hombre que Gavin llamaba Rover, por su coche, que lo alquilaba cada dos o tres semanas para pasar una noche de besos y confesiones.

Pero las noches en que no tenía cliente fijo se veía obligado a hacer la calle en busca de un ricacho. Era una técnica que dominaba a la perfección. Ninguno de sus colegas utilizaba mejor que él el código de la invitación; la sutil mezcla de incitación y despego, de seriedad y frivolidad. Ese cambiar el peso de una pierna a otra para presentar la ingle en su mejor ángulo: así. Nunca con demasiado descaro; nunca como una puta. Sólo despreocupadamente prometedor.

Se jactaba de que de un «bisnes» a otro sólo necesitaba unos pocos minutos, nunca una hora. Si hacía su pequeña representación con su destreza habitual, localizaba a la mujer descontenta o al marido nostálgico, conseguía que le dieran de comer (lo vistieran incluso), le proporcionaran cama y una despedida satisfecha justo antes de que pasara el último metro de la línea Metropolitan para Hammersmith. Ya se habían acabado los años de trabajillos de media hora, tres sesenta y nueve y un polvo por noche. La primera razón es que ya se le habían pasado las ganas, la segunda es que quería subir de rango cuanto antes: pasar de hacer la calle a gigoló, de gigoló a mantenido y de mantenido a marido. Sabía que cualquier día se casaría con una viuda; tal vez con la matrona de Florida. Le había contado que se lo imaginaba tumbado en su piscina de Fort Lauderdale; una fantasía que Gavin procuraba alentarle. Quizá todavía no se hubiera perfeccionado tanto, pero tarde o temprano le cogería el tranquillo. El problema era que esos capullos ricos requerían muchos cuidados, y era una lástima que tantos murieran cuando estaban a punto de dar frutos.

Pero sería ese año. Sí, seguro, ese año. Tenía que ser ese año. Estaba seguro de que el otoño le depararía una agradable sorpresa.

Mientras tanto contemplaba cómo se hacían más profundas las arrugas que le surcaban la boca, su maravillosa boca («maravillosa», ésa era la palabra), y calculaba las probabilidades de victoria de su suerte contra su edad.

Eran las nueve y cuarto de la noche del 29 de septiembre y hacía frío incluso en la recepción del hotel Imperial. Ese año no había habido veranillo de San Martín que alegrara las calles: el otoño se había apoderado de Londres y estaba dejando vacía la ciudad.

El frío le había calado hasta la muela; esa muela con caries y a punto de caer. Si en vez de remolonear en la cama y dormir una hora más hubiera ido al dentista, ahora ya no le molestaría. Bueno, de todas formas ya era demasiado tarde, iría mañana. Mañana tendría todo el tiempo del mundo. No necesitaba una cita. Le bastaría con sonreír a la recepcionista para que se deshiciera y le buscara un hueco, luego le volvería a sonreír, ella se sonrojaría y él podría ver inmediatamente al dentista, en lugar de esperar dos semanas como los pobres pringados que no tenían caras maravillosas.

Esa noche se tendría que resignar a que le doliera. Sólo le hacía falta un putero aburrido —un marido que le pagara un dineral por recibirlo en la boca— y luego se podría retirar a un club de los que abrían toda la noche en el Soho y pensar en sus cosas. Mientras no se topara con un obseso de las confesiones, podía hacer una ronda y haber acabado hacia las diez y media.

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