Aún así, el amigo de un solo ojo le exigía más; mientras sus repetidos virajes lo llevaban de vuelta a los Laboratorios —¿adónde iba a ir un hombre fabricado como él sino al lugar del primer calor?—, las rejas de los desagües se le abrían seductoras, y cada pared de ladrillos se le ofrecía con sus cientos de invitaciones arenosas.
La noche era fragante; una noche de canciones de amor y romances. En la cuestionable intimidad de un aparcamiento, a unas manzanas de su destino, vio a dos personas haciendo el amor en la parte trasera de un coche, con las puertas abiertas para acomodar mejor las piernas y permitir el paso del aire. Jerome se detuvo a observar el ritual, embelesado como nunca por la maraña de cuerpos y el sonido —retumbante como el trueno— de los corazones gemelos latiendo con el mismo ritmo ascendente. Al observarlos, la avidez invadió su verga.
La mujer lo vio primero, y avisó a su compañero de la presencia de aquel desecho humano que los observaba con deleite infantil. El hombre interrumpió sus toqueteos y lo miró fijamente. Jerome se preguntó si estaría ardiendo. Si tendría el pelo en llamas. Si la ilusión se materializaba. A juzgar por la mirada de la pareja, la respuesta era seguramente negativa. No les producía ningún miedo, simplemente rabia y asco.
—Me estoy quemando —les dijo.
El hombre se incorporó y le escupió. Jerome esperaba que la saliva se convirtiera en vapor al tocarlo, pero le cayó sobre la cara y el pecho como una ducha refrescante.
—Vete al infierno —le dijo la mujer—. Déjanos en paz.
Jerome meneó la cabeza. El hombre le advirtió que si daba un paso más le rompería la cabeza. Jerome no se inmutó; no había palabras ni golpes capaces de acallar el imperativo de su falo.
Cuando se aproximó a ellos, notó que sus corazones ya no latían al unísono.
Carnegie consultó el mapa que llevaba cinco años colgado de la pared de su despacho, para localizar el lugar del ataque del que acababan de informarle. Al parecer, las victimas no habían sufrido serios daños; la llegada de un coche lleno de trasnochadores había decidido a Jerome (no había duda de que era él) a no demorarse. La zona estaba ahora inundada de policías, media docena de los cuales iban armados; en cuestión de minutos, cada calle del vecindario quedaría acordonada. A diferencia del Soho, donde la multitud le había permitido huir, en esta zona no encontraría el fugitivo muchos sitios donde ocultarse.
Carnegie señaló el lugar del ataque y cayo en la cuenta de que se encontraba a unas manzanas de los Laboratorios. Sin duda, no era casualidad. El hombre volvía al lugar del crimen. Herido, y seguramente al borde del colapso —los amantes lo habían descrito como un hombre que parecía más muerto que vivo—, Jerome sería atrapado antes de que llegara a casa. Pero existía siempre el riesgo de que burlara el cerco y llegara a los Laboratorios. Johannson estaba trabajando allí, solo; en esos tiempos de estrecheces, la guardia del edificio sería reducida.
Carnegie levantó el auricular y marcó el número de Johannson. Al otro lado de la línea, el teléfono sonó pero nadie contestó. Carnegie pensó que se habría ido a su casa, feliz de haberse quitado de encima una preocupación; eran las once menos diez de la noche, y se había ganado un descanso. Sin embargo, cuando se disponía a colgar, al otro lado levantaron el auricular.
—¿Johannson?
No hubo respuesta.
—¿Johannson? Soy Carnegie. — Ninguna respuesta—. Contésteme, maldita sea. ¿Quién es?
En los Laboratorios, el auricular cayó. No fue colocado otra vez en su receptáculo, sino que quedó sobre el banco. Al otro lado de la línea, Carnegie oyó claramente el agudo chillido de los monos.
—¿Johannson? — repitió—. ¿Está usted ahí? ¿Johannson?
Los monos siguieron chillando.
Con el material de
Niño Ciego
Welles había hecho dos montones en los fregaderos, y les había prendido fuego. Ardieron con entusiasmo. La espaciosa habitación se llenó de humo, calor y hollín; el aire se espesó. Cuando las fogatas ardían con fuerza, echó al fuego todas las cintas que logró encontrar y, para mayor seguridad, agregó también las notas de Johannson. Advirtió que en los archivos faltaban varias cintas. Lo único que mostrarían al ladrón eran unas cuantas escenas sugerentes de la transformación; el meollo del secreto seguía perteneciéndole. Destruidos los procedimientos y las fórmulas, sólo le quedaba echar al sumidero los restos de la sustancia y matar e incinerar a los animales.
Preparó una serie de hipodérmicas letales, realizando su tarea con un orden nada característico. Aquella destrucción sistemática le resultaba gratificante. No sentía remordimientos por la forma en que se habían desarrollado los acontecimientos. A partir de aquel primer momento de pánico, cuando había observado impotente los pavorosos efectos del suero
Niño Ciego
en Jerome, hasta llegar a esta eliminación final del material, todo había sido un proceso paulatino de limpieza. Con aquellos fuegos ponía fin a toda pretensión de investigación científica; después de aquello sería el indiscutible Apóstol del Deseo, san Juan en el desierto. Esta idea excluyó cualquier otra. Sin importarle los arañazos de los monos, los arrancó uno por uno de las jaulas y les aplicó la dosis mortal. Había despachado a tres y se disponia a abrir la jaula del cuarto, cuando en el vano de la puerta del laboratorio apareció una silueta. Resultaba imposible ver quién era en medio de la humareda. Los monos supervivientes parecieron reconocerlo; interrumpieron sus acoplamientos y le dieron la bienvenida con una ensordecedora batahola.
Welles no se movió, y espero a que el recién llegado avanzara.
—Me estoy muriendo —dijo Jerome.
Welles no se había imaginado aquello. Jerome era la última persona que había esperado encontrarse allí.
—¿Me ha oído? — preguntó.
Welles asintió, y repuso:
—Todos nos estamos muriendo, Jerome. La vida es una lenta enfermedad, ni más ni menos. Pero mientras dura, cuánta luz, ¿verdad?
—Sabía que esto ocurriría —le dijo Jerome—. Usted sabía que el fuego me consumiría.
—No —fue la sobria respuesta—. La verdad es que no lo sabía.
Jerome se apartó del vano de la puerta y avanzó hacia la luz mortecina. Estaba destrozado; era un retazo de hombre, llevaba sangre en el cuerpo y fuego en los ojos. Pero Welles no era tonto y no se fió de la aparente vulnerabilidad de aquel espantajo. La sustancia que llevaba en el cuerpo lo hacía capaz de realizar actos sobrehumanos; lo había visto destrozar a Dance con un par de golpes imperturbables. Debía proceder con tacto. Aunque se encontraba claramente al borde de la muerte, Jerome seguía siendo formidable.
—No quería esto, Jerome —le dijo Welles, procurando dominar el temblor de su voz—. En cierto modo, me gustaría decir que sí lo deseaba. Pero no fui tan previsor. Me ha llevado tiempo y muchos dolores comprender claramente el futuro.
El hombre ardiente lo observó, clavándole la mirada.
—Cuántos fuegos, Jerome, esperan ser encendidos.
—Lo sé… —replicó Jerome—.Créame…, lo sé.
—Tú y yo somos el fin del mundo.
El monstruo desgraciado reflexionó durante un instante y luego asintió lentamente. Welles exhaló un suave suspiro de alivio; la diplomacia ante el lecho de muerte funcionaba. Pero no podía perder el tiempo en conversaciones. Si Jerome estaba allí, las autoridades no andarían lejos.
—Amigo mío, tengo una tarea urgente que cumplir —le dijo con calma—. ¿Te parecerá una descortesía si continúo con mi trabajo?
Sin esperar su respuesta, abrió otra jaula y sacó al mono condenado, girando diestramente su cuerpo para facilitar la aplicación de la inyección. El animal se agitó violentamente entre sus brazos y luego murió. Welles desenganchó los deditos del mono de su camisa y lanzó el cuerpo y la hipodérmica vacía sobre el banco, volviéndose con destreza de verdugo en busca de su siguiente víctima.
—¿Por qué? — preguntó Jerome, mirando los ojos abiertos del animal.
—Por piedad —repuso Welles, recogiendo otra hipodérmica—. Puedes ver cuánto sufre.
Tendió la mano para abrir la siguiente jaula.
—No lo haga —le dijo Jerome.
—No hay tiempo para sentimentalismos —repuso Welles—. Te ruego que no insistas.
«Sentimentalismos», pensó Jerome, recordando vagamente las canciones de la radio que habían reavivado en él el fuego la primera vez. ¿Acaso Welles no comprendía que los procesos del corazón, la mente y los genitales eran indivisibles? ¿Que el sentimentalismo, por trillado que fuera, podía llevar a regiones inexploradas? Quiso decírselo, explicarle todo lo que había visto y todo lo que había amado en esas horas desesperadas. Pero las explicaciones se perdieron en algún punto entre la mente y la lengua. Lo único que logró articular, para expresar la empatía que lo unía al mundo doliente, cuando Welles abrió la otra jaula fue:
—No lo haga.
El doctor no le hizo caso, y metió la mano en el interior de la celda con malla de alambre. Contenía tres animales. Agarró al que estaba más cerca y lo arrancó de los brazos de sus compañeros en medio de las protestas. Sin duda sabía el destino que le aguardaba; una ráfaga de chillidos señaló su espanto.
Jerome no podía soportar aquella eliminación casual. Avanzó para impedir la matanza; la herida del costado era un tormento. Distraído por el avance de Jerome, Welles no logró sujetar su agitada presa; el mono se puso a dar saltos por los bancos. Cuando fue en su persecución, los prisioneros de la jaula aprovecharon y huyeron.
—Maldito seas —le grito Welles a Jerome—. ¿No ves que no tenemos tiempo? ¿No lo comprendes?
Jerome lo entendía todo, y sin embargo no entendía nada. La fiebre que compartía con los animales era algo que entendía; tambien entendía que su propósito era transformar el mundo. Pero no lograba comprender por qué tenía que acabar así esa dicha, esa visión, por qué tenía que reducirse todo a una sórdida habitación llena de humo y dolor, por qué tenía que reducirse todo a la desesperación, a la flaqueza. Supo que Welles, que había sido arquitecto de esas contradicciones, tampoco lo entendía.
Cuando el doctor intentó atrapar a uno de los monos huidos, Jerome se dirigió rápidamente a las demás jaulas y las abrió; los animales saltaron a la libertad. Welles había logrado capturar a sus presas y tenia sujetos a los vociferantes monos, dispuesto a administrarles la panacea. Jerome fue hacia el.
—Déjelos en paz —le gritó.
Welles introdujo la hipodérmica en el cuerpo del mono, pero antes de que pudiera tocar el émbolo, Jerome le tiró de la muñeca. La hipodérmica escupió su veneno en el aire, y cayó al suelo: le siguió el mono, que se retorció hasta liberarse.
Jerome atrajo a Welles hacia sí y le dijo:
—Le he dicho que los deje en paz.
Por toda respuesta, Welles le dio un puñetazo en el flanco herido. A Jerome se le saltaron las lágrimas de dolor, pero continuó sujetando al doctor. El estímulo, aunque desagradable, no logró convencerlo para soltar el corazón que latía tan cerca de él. Abrazando a Welles como a un hijo pródigo, deseó que se prendiera fuego, que el sueño de la carne ardiente se convirtiera en realidad, consumiendo al creador y a su obra en una única llama purificadora. Pero la carne de Jerome no era más que carne, sus huesos no eran más que huesos. Los milagros que había presenciado habían sido una revelación exclusiva, y no había tiempo para transmitir sus glorias y sus horrores. Lo que había visto moriría con él, para ser redescubierto, quizá, por algún ente futuro, para ser olvidado y redescubierto otra vez. Como la historia de amor narrada por la radio; la misma dicha perdida y encontrada, encontrada y perdida otra vez. Miró a Welles con nuevos ojos; oyó el aterrado latido de su corazón. El doctor se equivocaba. Si dejaba que viviera, se enteraría de su error. No eran vaticinadores del milenio. Ambos habían estado soñando.
—No me mates —suplicó Welles—. No quiero morir.
«Sigue engañándote», pensó Jerome, y lo soltó.
Welles estaba asombrado, no podía creer que su súplica hubiera sido escuchada. Esperando recibir un golpe a cada paso que daba, se alejó de Jerome, quien se limitó a darle la espalda al doctor y alejarse a su vez.
Desde abajo llegó un grito, y luego muchos más. La policía, adivinó Welles. Seguramente habrían encontrado el cuerpo del oficial que montaba guardia en la puerta. No tardarían en subir. No quedaba tiempo para concluir el trabajo que había venido a realizar. Tenía que alejarse antes de que llegaran.
En el piso de abajo, Carnegie vio desaparecer escalera arriba a los oficiales armados. El aire olía a quemado; temió lo peor.
«Yo soy el hombre que llega después de los sucesos —pensó—; me paso la vida llegando al lugar del crimen cuando ya ha pasado lo mejor.» Acostumbrado como estaba a esperar, paciente como un perro leal, esta vez no logró controlar la ansiedad mientras los otros avanzaban. Haciendo caso omiso de las voces que le aconsejaban esperar, comenzó a subir la escalera.
El laboratorio del piso superior se hallaba vacío; sólo estaban los monos y el cadáver de Johannson. El toxicólogo había caído de bruces con el cuello roto. La salida de emergencia, que daba a una escalera de incendios, estaba abierta; el vano de la puerta se chupaba la humareda. Cuando Carnegie se alejó del cuerpo de Johannson, los oficiales ya estaban en la escalera de incendios, gritando a sus colegas de abajo que buscaran al fugitivo.
—¿Señor?
Carnegie miró al hombre que se le había acercado.
—¿Qué es eso?
El oficial señaló al otro extremo del laboratorio, a la sala de pruebas. En la ventana había alguien asomado. Carnegie reconoció las facciones, aunque habían cambiado mucho. Era Jerome. Al principio creyó que lo miraba, pero un breve examen le hizo desechar la idea. Jerome miraba su propia imagen reflejada en el vidrio manchado, con los ojos anegados en lágrimas. Mientras Carnegie lo observaba, la cara se alejó hacia las sombras de la sala.
Otros oficiales habían notado también la presencia del hombre. Se distribuyeron por el laboratorio, tomando posiciones detrás de los bancos, desde donde podían apuntar bien a la puerta, y prepararon las armas. En otras ocasiones Carnegie había estado presente en situaciones parecidas; eran situaciones con un impulso propio y terrible. A menos que interviniera, se derramaría sangre.
—Alto, no disparen —ordenó.