—El argumento no es muy bueno —comentó el técnico.
Carnegie se echo a reír; Boyle se mostró incómodo. Pasaron dos o tres minutos más sin cambios.
—No parece muy esperanzador —dijo Carnegie—. ¿Quiere pasarla a más velocidad?
El técnico se disponía a obedecer, cuando Boyle dijo:
—¡Espere!
Carnegie miró en su dirección, irritado por su intervención. y luego volvió a concentrarse en las pantallas. Algo ocurría: una sutil transformación se había iniciado en las insípidas facciones del sujeto. Había empezado a sonreír tontamente, y se hundía en la silla como si sumergiera el cuerpo delgado en un baño caliente. Sus ojos, que hasta ese momento habían expresado poco más que una indiferencia afable, comenzaron a cerrarse, y una vez cerrados, a abrirse de nuevo. Al hacerlo, se reflejaba en ellos una condición antes inexistente: un hambre que parecía salirse de la pantalla e inundar el despacho del inspector.
Carnegie dejó la taza de chocolate y se acercó a las pantallas. Al hacerlo el sujeto también se levantó de la silla y caminó hasta el cristal de la sala, con lo que dos de las camaras dejaron de filmarlo. La tercera, sin embargo, continuó captando su imagen cuando apretó la cara contra la ventana, y por un momento, los dos hombres se enfrentaron a través de las capas de cristal y tiempo, como si sus miradas se encontraran.
La mirada reflejada en aquella cara era crítica: el hambre superaba rápidamente el control de la cordura. Con los ojos ardientes, apoyó los labios contra la ventana de la sala y la besó con la lengua.
—¿Qué diablos está pasando? — preguntó Carnegie.
En la banda de sonido comenzaron a aparecer diversas voces: el doctor Welles le pedía en vano al sujeto que expresara sus sensaciones, mientras Dance iba recitando en voz alta las cifras de los diversos instrumentos de control. Resultaba difícil oír con claridad —el alboroto se vio aumentado por una erupción de chácharas de los simios enjaulados—, pero era evidente por la lectura que los valores procedentes del cuerpo del hombre subían. Tenía la cara enrojecida; la piel le brilló con un repentino sudor. Parecía un mártir a cuyos pies acabaran de encender la hoguera, enloquecido por un éxtasis fatal. Dejó de besar la ventana con la lengua y se arrancó los electrodos de las sienes y los sensores de los brazos y el pecho. Con voz alarmada, Dance le ordenó que se detuviera. Luego salió del campo de enfoque de la cámara y, según supuso Carnegie, entró en la sala de pruebas.
—Será mejor que no lo haga —dijo el policía, como si aquel drama siguiera sus órdenes y, al menor deseo, pudiera evitar la tragedia.
Obviamente, la mujer no hizo caso. Poco después aparecía de cuerpo entero, cuando entraba en la cámara. El hombre se adelantó para recibirla, derribando el equipo mientras lo hacía. La mujer gritó, tal vez su nombre. Si fue así, resultó inaudible, tal era el alboroto que montaron los monos.
—Mierda —dijo Carnegie, al tiempo que el sujeto agitaba los brazos ante la cámara que captaba el perfil y luego ante la otra que captaba tres cuartos del cuerpo.
Dos de los tres monitores quedaron sin imagen. Sólo siguió funcionando la cámara que estaba segura en el exterior de la sala, pero como filmaba muy de cerca sólo permitía ver ocasionalmente algún que otro movimiento de los cuerpos. El sobrio ojo de la cámara continuó mirando irónicamente la saliva embadurnada en el cristal de la ventana de la sala, ciega a las atrocidades que se cometían a escasos metros de su objetivo.
—¿Qué cuernos le dieron? — preguntó Carnegie cuando, fuera de cámara, los gritos de la mujer lograron superar los chillidos de los monos.
Jerome se despertó a primeras horas de la tarde; se sentía magullado y tenía hambre. Cuando apartó la sábana de su cuerpo se asombró al comprobar su estado: tenía el torso cubierto de arañazos y la zona de las ingles en carne viva. Dando un respingo, se acerco al borde de la cama y permaneció un rato sentado, intentando recomponer los acontecimientos de la noche anterior. Recordaba haber ido a los Laboratorios Hume, pero después de eso, muy poco más. Hacía meses que trabajaba como conejillo de Indias, vendiendo su sangre, su comodidad y su paciencia para complementar sus escasos ingresos como traductor. Aquel arreglo había comenzado gracias a un amigo que realizaba un trabajo similar, pero mientras Figley formaba parte del programa principal de los Laboratorios, al cabo de una semana los doctores Welles y Dance le habían propuesto a Jerome que trabajara exclusivamente para ellos, previa realización de una batería de pruebas psicológicas. Desde el comienzo había quedado claro que su proyecto (jamas le habían dicho la finalidad del mismo) era secreto, y que le exigían total dedicación y discreción. Le hacía falta el dinero, y la recompensa ofrecida era ligeramente mejor de lo que pagaban los Laboratorios, de modo que había aceptado, a pesar de que lo obligasen a trabajar durante horas solitarias. Hacía varias semanas que le habían pedido que acudiera al centro de investigación por las noches, y trabajaba hasta altas horas de la madrugada, soportando las interminables preguntas de Welles acerca de su vida privada, y la mirada helada de Dance.
Al pensar en aquella mirada helada, sintió un temblor. ¿Sería porque en cierta ocasión había abrigado la tonta idea de que lo contemplaba con más cariño del debido en una doctora? Aquel engaño era lamentable, se dijo en tono burlón. No era de los que hacían soñar a las mujeres, y cada día que salía a la calle se afirmaba más esta convicción. En su vida adulta no recordaba una sola ocasión en que una mujer se hubiera fijado en él sin apartar la vista, ni una sola vez en que le devolvieran una de sus miradas apreciativas. No estaba seguro de por qué se preocupaba por eso ahora; su vida sin amor era ya un tópico, y lo sabía. Por otra parte, la naturaleza había sido amable; sabedora de que le había sido negado el don de la atracción, había considerado oportuno disminuirle la libido. Pasaban semanas sin que sus pensamientos conscientes se vistieran de luto por la forzada castidad.
De vez en cuando, cuando oía rugir las tuberías, se preguntaba qué aspecto tendría la señora Morrisey, la casera, cuando se bañaba; incluso imaginaba la firmeza de sus pechos enjabonados, o la oscura raja de su trasero cuando se agachaba para ponerse talco entre los dedos de los pies. Pero, dichosamente, esos tormentos eran infrecuentes. Y cuando la copa estaba a punto de rebosar, se metía en el bolsillo el dinero ahorrado con las sesiones de los Laboratorios y pagaba una hora de compañía a una mujer llamada Angela (nunca había sabido su apellido), que vivía en la calle Greek.
Pensó que pasarían varias semanas antes de que volviera a hacerlo; fuera lo que fuese lo que se había hecho la noche anterior, o mejor dicho, lo que le habían hecho, las magulladuras, por sí solas, habían estado a punto de dejarlo baldado. La única explicación creíble —aunque no recordaba ningún detalle— era que le habían dado una paliza al regresar de los Laboratorios; eso o que se había metido en un bar y alguien le había provocado. Ya le había sucedido alguna que otra vez. Tenía una cara que despertaba al provocador que los borrachos llevaban dentro.
Se puso de pie y, tambaleante, se dirigió al pequeño cuarto de baño, ubicado junto a su habitación. Las gafas no estaban en el sitio acostumbrado, junto al espejo, y su reflejo apareció lamentablemente borroso; sin embargo, resultó claro que tenía la cara tan arañada como el resto de su anatomía. Y algo más: por encima de la oreja izquierda le habían arrancado un mechón de pelo, y por el cuello le bajaba un hilo de sangre coagulada. Con mucho dolor, se dedicó a limpiarse las heridas y a bañarlas con una punzante solución antiséptica. Concluida la tarea, regresó a la sala dormitorio a buscar las gafas. Por más que buscó y buscó, no logró encontrarlas. Maldiciendo su idiotez, rastreó entre sus pertenencias y desenterró las gafas viejas. La graduación ya no le iba bien porque su vista había empeorado mucho desde que las llevara por última vez, pero al menos logró que todo lo que le rodeaba estuviera más enfocado.
Le había asaltado una indudable melancolía, mezcla del dolor y de los indeseados pensamientos sobre la señora Morrisey. Para mantener a raya sus sentimientos íntimos, puso la radio. Surgio una voz suave cargada de los paliativos de costumbre. Jerome siempre había despreciado la música popular y a sus apólogos, pero en ese momento, mientras vagaba por su habitación, desnudo porque no quería ponerse la ropa para que no le provocara más dolores, las canciones comenzaron a inspirarle algo muy distinto de la sorna. Era como si oyera la letra y la música por primera vez, como si toda su vida hubiera sido sordo a esos sentimientos. Embelesado, se olvidó de su dolor y se puso a escuchar. Las canciones hablaban de la misma y obsesiva historia: del amor perdido y encontrado, para volver a perderlo otra vez. Las letras llenaron las ondas de metáforas, en su mayoría ridículas, pero no por ello menos potentes. Hablaban de paraísos, de corazones ardientes, de pájaros, de campañas, de viajes, de puestas de sol, de la pasión como locura, como vuelo, como tesoro inimaginado. Las canciones y sus fatuos sentimientos no lo calmaron; lo torturaron al evocar, a pesar de la débil rima y la melodía trillada, un mundo encantado por el deseo. Se puso a temblar. Sus ojos, fatigados (o al menos así reflexionó él) por las gafas viejas, comenzaron a engañarlo. Era como si viera rastros de luz en su piel: de la punta de los dedos le brotaban chispas.
Se miró las manos y los brazos; la ilusión, lejos de desaparecer bajo aquel escrutinio, no hizo más que aumentar. Unos puntos luminosos, como las llamas de fuego en las cenizas, comenzaron a subirle por las venas, multiplicándose bajo su mirada. Por curioso que pareciera, no sentía ninguna molestia. Aquel fuego creciente no hacía sino reflejar la pasión de que le hablaban las canciones: el amor, decían, estaba en el aire, a la vuelta de cada esquina, esperando. Volvió a pensar en la viuda Morrisey del apartamento de abajo, dedicada a sus tareas, suspirando, sin duda, igual que suspiraba él, esperando a su héroe. Cuanto más pensaba en ella, más se inflamaban sus animos. No lo rechazaría, las canciones lo convencieron de ello; y si lo hacía, debería insistir hasta que se le rindiera (tal como volvían a prometer las canciones). De repente, al pensar en la rendición de la señora Morrisey, lo envolvió el fuego. Dejo la radio puesta y bajó la escalera riendo.
Habían tardado parte de la mañana en reunir una lista de las personas utilizadas por los Laboratorios en las pruebas. Carnegie notó la renuencia de la empresa a abrir sus archivos a la investigación, a pesar de los horrores perpetrados en su edificio. Finalmente, poco después de mediodía, completaron rápidamente una lista con los nombres y las direcciones de los sujetos: cincuenta y cuatro en total. Ninguno de ellos, le informaron los empleados de la oficina, coincidía con la descripción del sujeto de Welles. Le explicaron que estaba claro que los doctores habían utilizado las instalaciones para trabajar en proyectos privados. Aunque la política de la empresa no estimulaba estas actitudes, ambos profesionales eran investigadores avezados y por eso les dejaban cierta libertad de acción. Por lo tanto, era probable que el hombre que Carnegie buscaba no hubiera figurado nunca en la nómina de los Laboratorios. Impertérrito, Carnegie ordenó que hicieran una serie de fotos a partir del vídeo y las hizo distribuir —con la lista de nombres y direcciones— entre sus oficiales. A partir de ese momento todo era cuestión de trabajo de a pie y paciencia.
Leo Boyle pasó el dedo por la lista de nombres que le habían dado.
—Catorce más —dijo. Su chófer gruñó y Boyle le echó un vistazo—. Tú eras compañero de McBride, ¿no es cierto?
—Así es —repuso Dooley—. Lo han suspendido.
—¿Por qué?
—Por falta de delicadeza —repuso Dooley, frunciendo el ceño—. Virgil no logra captar la técnica de arresto.
Dooley paró el coche.
—¿Es aquí? — preguntó Boyle.
—Dijiste número ochenta. Aquí es el ochenta. Míralo: ocho cero.
—Tengo ojos.
Boyle bajó del coche y subió por el sendero. La casa era espaciosa y había sido dividida en apartamentos; había varios timbres. Pulso el de J. Tredgold —el nombre que figuraba en la lista— y esperó. De las cinco casas que había visitado hasta ese momento, dos estaban ocupadas, y los residentes de las tres restantes no se parecían en nada al sospechoso.
Boyle esperó unos segundos en la entrada y luego volvió a llamar, esta vez con un timbrazo más prolongado.
—No hay nadie —le dijo Dooley desde la acera.
—Eso parece.
Al decir esto, Boyle vio por el rabillo del ojo una figura que cruzaba el vestíbulo; su silueta quedo distorsionada por el cristal translúcido de la puerta.
—Espera un momento —dijo.
—¿Qué ocurre?
—Hay alguien ahí dentro y no quiere contestar.
Volvió a pulsar el primer timbre y luego los restantes. Dooley se acercó, espantando una avispa demasiado afectuosa.
—¿Estás seguro? — preguntó.
—He visto a alguien ahí dentro.
—Llama a los otros timbres —sugirió Dooley.
—Ya lo he hecho. Ahí dentro hay alguien y no quiere abrir. — Golpeó en el cristal—. Abran, policía —anunció.
«Qué listo —pensó Dooley—; ¿por qué no grita más fuerte, así se enteran también en el paraíso?» Cuando la puerta, como era previsible, continuó cerrada, Boyle se volvió hacia Dooley y le preguntó:
—¿Hay algún portón lateral?
—Sí.
—Entonces entra por ahí. Date prisa, antes de que se escape.
—¿No deberíamos pedir…?
—¡Obedece! Me quedaré aquí vigilando. Si puedes entrar por detrás, ven a abrir la puerta.
Dooley se marchó y dejó a Boyle solo en la puerta principal. Volvió a dar una serie de timbrazos y haciéndose sombra con las manos en la frente, aplicó la cara al cristal. En el vestíbulo no había señales de movimiento. ¿Era posible que el pájaro hubiera volado? Retrocedió por el sendero y observó las ventanas: éstas le devolvieron una mirada vacía. Había pasado el tiempo suficiente como para que Dooley llegara a la parte trasera de la casa, pero todavía no había llamado ni había vuelto a aparecer. Inmovilizado donde estaba, y nervioso porque su táctica le hubiera hecho perder la presa, Boyle decidió dirigirse a la parte trasera de la casa.
Dooley había dejado abierto el portón lateral. Boyle avanzó por el corredor; miró a través de una ventana y vio una sala vacía antes de proseguir hacia la puerta trasera. Estaba abierta. Sin embargo, no había señales de Dooley. Boyle se metió en el bolsillo la foto y la lista y entró; no quiso llamar a Dooley por temor a que su grito alertara al malhechor, y el silencio lo puso aún más nervioso. Cauteloso como un gato caminando sobre cristales rotos, atravesó el apartamento, pero todas las habitaciones estaban vacías. Ante la puerta del apartamento que daba al vestíbulo en el que había visto la silueta por primera vez, se detuvo. ¿Dónde se habría metido Dooley? Al parecer había desaparecido.