—No te ensañes conmigo, John. Tu ganas. Toma las píldoras. ¡Vamos, tómalas!
La rápida capitulación de Virginia le defraudó, como si fuera un actor que se preparase para su escena preferida y se encontrara conque el telón caía prematuramente. Pera sacó el máxima provecho de la invitación de Virginia; le dio la vuelta al bolso sobre la cama y recogió las frascos.
—¿Es todo?
—Sí.
—No permitiré que me engañes, Virginia.
—¡Es todo! — le gritó. Y luego, con más suavidad, agregó—: Lo juro…,es todo.
—Earl lo lamentará. Te lo prometo. Ha explotado tu debilidad…
—¡No!
—…tu debilidad y tus temores. Está claro que ese hombre es un enviado de Satán.
—¡No digas idioteces! — le gritó, sorprendida ante su propia vehemencia—. Yo le pedí que me las consiguiera. — Se puso de pie con cierta dificultad—. No quería desafiarte, John. Ha sido culpa mía.
—No, Virginia —dijo Gyer, meneando la cabeza—. No vas a salvarlo. Esta vez no. Se ha empeñado en arruinarme todo el tiempo. Ahora lo veo claro. Se ha empeñado en dañar mi cruzada por medio de ti. Pues bien, ahora lo he descubierto. Claro que sí.
Se volvió de repente y arrojó el manojo de frascos por la puerta abierta, hacia la lluviosa oscuridad. Virginia los vio volar y sintió que el corazón le daba un vuelco. En una noche como aquélla muy poco podía hacer la cordura, era una noche para enloquecer; la lluvia destrozaba los cráneos y el asesinato estaba en el aire, y ahora, aquel perfecto imbécil se había deshecho de su última oportunidad de recobrar el equilibrio. Gyer se volvió hacia ella, mostrándole los dientes perfectos.
—¿Cuántas veces hay que decírtelo?
Al parecer, después de todo, nadie iba a privarlo de su escena.
—¡No voy a escucharte! — le gritó, tapándose los oídos con las manos. A pesar de ello, lograba oír la lluvia—. ¡No voy a escucharte!
—Soy paciente, Virginia. El Señor celebrará su Juicio a su debido tiempo. ¿Dónde está Earl?
Virginia meneó la cabeza. Otra vez los truenos; no estaba segura de si habían caído dentro o fuera.
—¿Donde está? — le gritó enfurecido— ¿Ha ido a buscarte más de esas porquerías?
—¡No! — respondió ella a gritos—. No sé adónde ha ido.
—Reza, mujer. Arrodíllate y agradece al Señor que yo esté aquí para mantenerte alejada de Satán.
Satisfecho de su llamativa frase final, salió a buscar a Earl, dejando a Virginia temblorosa, pero curiosamente asombrada. Volvería, estaba claro. Habría más recriminaciones, y ella derramaría las lágrimas obligatorias. En cuanto a Earl, tendría que defenderse como pudiera. Se dejó caer en la cama, y sus ojos llorosos se posaron sobre las píldoras que seguían esparcidas por el suelo. No estaba todo perdido. No habría más de dos docenas, de modo que tendría que utilizarlas con cuidado, pero eso era mejor que nada. Secándose los ojos con el dorso de las manos, volvió a arrodillarse para recoger las píldoras. Al hacerlo, notó que alguien la observaba. No era su marido. ¿Cómo podía haber regresado tan pronto? Levantó la vista. La puerta que daba al exterior seguía abierta y se veía caer la lluvia, pero Gyer no estaba allí. Por un momento, al recordar las sombras de la habitación contigua, el corazón pareció perder el ritmo. Eran dos; una había salido, pero ¿y la otra?
Sus ojos se dirigieron hacia la puerta de comunicación. Estaba allí; era una mancha grasienta que había adquirido una nueva solidez desde la última vez que la viera. ¿Acaso la aparición habría ganado coherencia, o acaso veía con más detalle? Era claramente humana, y resultaba igual de aparente que se trataba de un hombre. La miraba fijamente, de eso no le cupo dudas a Virginia. Si se concentraba lograba incluso verle los ojos. La débil percepción de su existencia fue mejorando; con cada tembloroso suspiro, aquel fantasma iba adquiriendo una nueva claridad.
Virginia se puso en pie lentamente. La aparición avanzó un paso hacia la puerta de comunicación. Ella fue hacia la puerta exterior: la aparición hizo otro movimiento y se interpuso con pasmosa velocidad entre ella y la noche. El brazo extendido de Virginia rozó su forma humeante y, como iluminado por un relámpago, ante ella surgió el retrato completo de su perseguidor, para desaparecer cuando ella retiró la mano. Sin embargo, había visto lo suficiente como para quedar aturdida. La visión pertenecía a un hombre muerto; le habían abierto el pecho de un disparo. ¿Sería otro de sus sueños que saltaba al mundo de los vivos?
Pensó en llamar a John, para que volviera, pero para eso tendría que volver a acercarse a la puerta y arriesgarse a tocar a la aparición. Decidió dar un cauteloso paso hacia atrás, rezando una plegaria en voz muy baja. Tal vez John tenía razón: tal vez había provocado esta locura con las mismas píldoras que pisoteaba ahora y convertía en polvo. La aparición se cernió sobre ella. ¿Era su imaginación, o había abierto los brazos, como para envolverla en ellos?
Se enredó en los pliegues de la colcha y antes de que pudiera evitarlo, cayó de espaldas sobre la cama. Agitó los brazos buscando un punto de sujeción. Una vez más tocó a aquel producto de las sueños y nuevamente apareció ante ella el horroroso cuadro. Pero esta vez no desapareció, porque la visión la había aferrado por la mano y la sujetaba con fuerza. Tuvo la sensación de haber hundido los dedos en agua helada. Le gritó que la dejase en paz, levantando el brazo libre para apartar a su asaltante, pero éste se limitó a aferrarla por la otra mano.
Incapaz de resistirse, se encontró con su mirada. Los que la miraban no eran los ojos del diablo, eran unos ojos ligeramente estúpidos, incluso cómicos, y debajo de ellos una boca débil que reforzó la impresión de estupidez que le había causado. De repente, dejó de tener miedo. No era un demonio. Era un delirio, producido por el cansancio y las píldoras; no podía hacerle daño. El único peligro era que se lastimara en sus intentos por mantener a raya las alucinaciones.
Buck presintió que Virginia había perdido la voluntad de resistir.
—Eso está mejor —le dijo, conciliador—. Quieres un meneito, ¿eh, Ginnie?
Buck no estuvo seguro de que la hubiera oído, pero daba igual. Le resultaría muy sencillo revelar sus intenciones. Soltó una de las manos de Virginia y le pasó la palma por los pechos. Virginia suspiró; una expresión asombrada surcaba sus hermosos ojos, pero no realizó ningún esfuerzo por resistirse a sus atenciones.
—No existes —le dijo lisa y llanamente—. Sólo estás en mi imaginación, como me ha dicho John. Eres obra de las píldoras. Todo esto es producto de las píldoras.
Buck dejó que la mujer hablara, que pensara lo que le apeteciese, con tal de que no se le resistiera.
—Es así, ¿no es cierto? No eres real, ¿verdad?
Buck la complació con una respuesta amable.
—Claro —le dijo, dándole un apretón—. Soy sólo un sueño, nada más. —La respuesta pareció satisfacerla—. No hay necesidad de que luches contra mí, ¿verdad? —prosiguió—. Habré llegado y me habré ido antes de que te des cuenta.
El despacho del gerente estaba vacío. De la habitación contigua le llegó a Gyer el ruido de la televisión. Lo lógico era que Earl estuviera en alguna parte, por allí cerca. Se había ido de su cuarto en compañía de la muchacha que había llevado el agua helada, y con el tiempo que hacía no estarían por ahí dando un paseo. Los truenos sonaban cada vez más cerca. El último había sonado casi encima de su cabeza. A Gyer le encantaban el ruido y el espectáculo de los relámpagos. Alimentaban su sentido de la ocasión.
—¡Earl! —aulló, atravesando el despacho y acercándose al cuarto de la televisión.
La película de la noche estaba alcanzando su punto culminante; el sonido subió repentinamente y fue ensordecedor. Una bestia fantástica arrasaba Tokio: los ciudadanos huían despavoridos. Dormido en una silla, ante aquel apocalipsis de cartón piedra, había un hombre de mediana edad. Ni los truenos ni los gritos de Gyer lo habían despertado. Un vaso de licor, acurrucado en el regazo, se le había escapado de la mano y le había manchado los pantalones. Toda la escena apestaba a bourbon y a depravación; Gyer tomó nota mentalmente para utilizarla algún día en el púlpito.
Una ráfaga helada llegó desde la oficina. Gyer se volvio esperando algún visitante, pero en el despacho no había nadie. Se quedó mirando fijamente al espacio. Durante todo el trayecto hasta la oficina había tenido la sensación de que le seguían; sin embargo, tras él no había nadie. Desechó sus sospechas. Los temores como aquel eran cosas de mujeres y de viejos temerosos de la oscuridad. Pasó entre el borracho dormido y las ruinas de Tokio y se dirigió a la puerta cerrada que había más allá.
—¡Earl! —llamó—. ¡Contéstame!
Sadie observó a Gyer cuando éste abrió la puerta y entró en la cocina. Le asombraba su rimbombante expresión. Había abrigado la esperanza de que aquella subespecie se hubiera extinguido; ¿resultaba creíble semejante melodrama en una época tan avanzada como aquélla? Nunca le había gustado la gente de la iglesia, pero aquel tipo le resultaba particularmente ofensivo; bajo la petulancia había algo más que un dejo de malicia. Estaba enfurecido y era imprevisible, y la escena que le esperaba en el cuarto de Laura May no iba a gustarle. Sadie había estado allí. Había observado a los amantes durante un rato, hasta que su pasión le resultó tan insoportable que tuvo que salir a refrescarse mirando la lluvia. La aparición del evangelista la había hecho volver sobre sus pasos, temerosa de lo que flotaba en el aire; los acontecimientos de esa noche no podían acabar bien. En la cocina, Gyer volvió a gritar. Estaba claro que le encantaba el sonido de su voz.
—¡Earl! ¿Me oyes? ¡No vas a engañarme!
En el dormitorio de Laura May, Earl intentaba llevar a cabo tres acciones al mismo tiempo. Una, besar a la mujer con la que acababa de hacer el amor; dos, ponerse los pantalones húmedos, y tres, inventar una excusa adecuada para ofrecerle a Gyer, si el evangelista llegaba a la puerta del dormitorio antes de haber podido crear una cierta ilusion de inocencia. Tal como estaban las cosas, no tuvo tiempo de completar ninguna de sus tres acciones. Todavía tenía la lengua atrapada en la tierna boca de Laura May cuando forzaran la cerradura de la puerta.
—¡Te he encontrado!
Earl interrumpió el beso y se volvió hacia la voz mesiánica. Gyer estaba de pie en el vano de la puerta, con el pelo aplastado por la lluvia formándole un gorro gris sobre el cráneo, y la cara brillante de ira. Desde la lámpara con pantalla de seda que había junto a la cama le llegaba una luz que lo hacía aparecer enorme; el relumbre de sus ojos redentores rayaba en lo maniático. Eari había oído hablar a Virginia de la ira de aquel hombre: en el pasado había roto muebles y huesos por igual.
—¿Es que tu iniquidad no tiene fin? —preguntó en tono autoritario.
Las palabras salieron de sus finos labios con una calma desconcertante. Earl se subió las pantalones y desmañadamente intentó subirse la cremallera.
—Esto no es asunto suyo… —comenzó a decir, pera la furia de Gyer hizo que las palabras se le volvieran polvorientas en la boca.
Sin embargo, Laura May no se amedrentaba fácilmente.
—Sal de aquí —le ordenó, y con la sabana se tapó los generosos pechos.
Earl echó un vistazo a los hombros suaves que acababa de besar. Le entraron deseos de volver a besarlos, pero el hombre vestido de negro atravesó el cuarto en cuatro rápidas zancadas y lo aferró por el brazo y el pelo. En el confinado espacio del dormitorio de Laura May, ese movimiento tuvo el efecto de un temblor de tierra. Las piezas de su preciosa colección cayeron de los estantes y del tocador, apoyándose unas en otras hasta que la avalancha de trivialidades llegó al suelo. Laura May, sin embargo, no notó el daño ocasionado; sus pensamientos estaban con el hombre que tan dulcemente compartiera su cama. Logro ver la vibración en los ojos de Earl cuando el evangelista lo sacó a rastras, y ella la compartió.
—¡Déjalo en paz! —chilló, olvidando su modestia y levantándose de la cama—. ¡No ha hecho nada malo!
El evangelista se detuvo para contestar mientras Earl luchaba inútilmente por liberarse.
—¿Qué sabes tú de maldad, ramera? —le espetó Gyer—. Estás demasiado hundida en el pecado. Con tu desnudez y tu hedionda cama.
La cama olía, pero a buen jabón y a amor reciente. No tenía nada de qué disculparse, y no iba a permitir que aquel predicador de pacotilla la intimidara.
—¡Llamaré a la policía! —le advirtió—. ¡Si no lo dejas en paz llamaré a la policía!
Gyer ni siquiera se dignó contestar a la amenaza. Sacó a Earl a rastras de la habitación y lo llevó hasta la cocina. Laura May gritó:
—¡Aguanta, Earl! ¡Conseguiré ayuda!
Su amante no contestó; estaba demasiado ocupado en evitar que Gyer le arrancara los pelos de raíz.
A veces, cuando los días eran largos y solitarios, Laura May había soñado despierta con hombres oscuros como el evangelista. Se había imaginado levantada por ellos —sólo en parte contra su voluntad— y sacada de allí. Pero el hombre que había yacido en su cama esa noche había sido completamente diferente de los amantes de sus sueños febriles: había sido ingenuo y vulnerable. Si moría a manos de un hambre como Gyer —cuya imagen había invocado en sus horas desesperadas—, jamás se lo perdonaría.
En el cuarto del extremo opuesto, oyó a su padre preguntar:
—¿Qué pasa?
Alguna cosa cayó y se hizo añicos, un plato del aparador quizá, o algún vaso que tendría en el regazo. Rogó por que su padre no intentara detener al evangelista; si lo hacía sería como una paja llevada par el viento. Regresó a la cama para buscar su ropa; estaba enredada en las sábanas, y con cada segundo perdido en la búsqueda su frustración fue en aumento. Lanzó a un lado las almohadas. Una aterrizó sobre el tocador, y otras piezas de su colección, exquisitamente dispuestas, fueron barridas hasta tocar el suelo. Mientras se ponía la ropa interior, su padre apareció en el vano de la puerta. Sus facciones enrojecidas por la bebida se tornaron aún mas rojas al verla en aquel estado.
—¿Qué has hecho, Laura May?
—No importa, papá. No tengo tiempo de explicártelo.
—Pero ahí fuera hay unos hombres…
—Ya lo sé. ya lo sé. Quiero que llames al
sheriff
de Panhandle. ¿Me has entendido?
—¿Qué ocurre?
—¿Qué más da? Llama a Alvin y date prisa, o tendremos otro asesinato entre manos.