—Este tiempo hace que la gente se sienta realmente extraña —prosiguió.
Earl logró predecir cual era el tema que rondaba los labios de Laura May. En el trayecto que había realizado junto a ella ya le había adelantado lo esencial de la historia, y sabía que Virginia no estaba de humor para esos cuentos.
—Gracias por el agua… —le dijo, cogiéndola del brazo para conducirla hasta la puerta.
Pero Gyer lo interrumpió.
—Mi esposa se encuentra fatal a causa del calor —dijo.
—Señora, debe usted tener mucho cuidado —le aconsejó Laura May a Virginia—, la gente hace unas cosas francamente raras…
—¿Como qué? — preguntó Virginia.
—Me parece… —comenzó a decir Earl.
Pero antes de que lograra agregar «que no queremos enterarnos», Laura May repuso como quien no quiere la cosa:
—Pues un asesinato.
Virginia levantó la vista, que hasta ese momento había tenido clavada en el vaso de agua helada.
—¿Un asesinato? — repitió.
—¿Lo has oído? — inquirió Sadie, orgullosa—. Se acuerda.
—En esta misma habitación —logró decir Laura May antes de que Earl la escoltara hacia afuera.
—Espera —dijo Virginia, mientras las dos siluetas desaparecían por la puerta—. ¡Earl! Quiero enterarme de lo que ocurrió.
—Ni hablar —le dijo Gyer.
—Claro que sí que quiere —dijo Sadie en voz baja, estudiando la expresión del rostro de Virginia—. Te encantaría enterarte, ¿no es así, Ginnie?
Por un instante preñado de posibilidades, Virginia apartó la vista de la puerta y miró fijamente hacia la habitación número ocho; sus ojos parecían estar posados sobre Sadie. La mirada fue tan directa que pudo haber sido de reconocimiento. El hielo tintineó en el vaso. Virginia frunció el ceño.
—¿Qué pasa? — preguntó Gyer.
Su esposa meneó la cabeza.
—Te he preguntado qué ocurre —insistió él.
Virginia dejó el vaso en la mesita de noche. Al cabo de un momento, repuso con sencillez:
—John, aquí hay alguien más.
—¿Qué quieres decir?
—Que en la habitación hay alguien más. He oído voces. Voces bien audibles.
—En la habitación de al lado —sugirió Gyer.
—No, en la de Earl.
—Está vacía. Tiene que haber sido en la habitación de al lado.
—He oído voces —insistió Virginia, no dispuesta a dejarse acallar por la lógica—. Te digo que he oído voces. Y vi algo al pie de la cama. Algo que flotaba en el aire.
—Santo cielo —dijo Sadie con un hilo de voz—, la pobre desgraciada es médium.
Buck se incorporó. Estaba en calzoncillos. Se dirigió hasta la puerta que comunicaba con el otro cuarto y observo a Virginia con ojos nuevos.
—¿Estás segura? — le preguntó a Sadie.
—Calla —le ordenó su mujer apartándose del campo visual de Virginia—. Acaba de decir que puede vernos.
—Virginia, no te encuentras bien —comenzó a decir Gyer en la habitación contigua—. Son esas pastillas que te da Earl.
—No —repuso Virginia, levantando la voz—. ¿Cuándo vas a dejar de hablar de las píldoras? Eran para tranquilizarme, para ayudarme a dormir.
Era evidente que en ese momento no estaba tranquila, pensó Buck. Le gustó la forma en que temblaba al intentar retener las lágrimas. Le hacía falta una buena retozada a la pobre Virginia, seguro que eso la ayudaría a dormir.
—Te digo que puedo ver cosas —le explicó a su marido.
—Que yo no puedo ver —repuso Gyer, incrédulo—. ¿Es a eso a lo que te refieres? ¿Que puedes ver visiones a las cuales los demás estamos ciegos?
—No me enorgullezco de ello, maldita sea —gritó exasperada por aquel trastocamiento.
—Sal de ahí, Buck —dijo Sadie—. La estamos poniendo nerviosa. Sabe que estamos aquí.
—¿Y qué? — repuso Buck—. El gilipollas de su marido no se lo cree. Míralo. Piensa que está loca.
—Pues la volveremos loca si seguimos paseándonos por aquí. Al menos hablemos en voz baja, ¿de acuerdo?
Buck le echó un vistazo a Sadie y le sonrió provocativamente.
—¿Quieres que valga la pena? — le preguntó en tono ruin—. No me meteré en medio si tú y yo nos divertimos un poco.
Sadie titubeó antes de contestar. Probablemente sería perverso rechazar los avances de Buck; era un crío desde el punto de vista emocional, siempre lo había sido. El sexo era una de las pocas formas en que podía expresarse.
—Está bien, Buck, deja que me refresque un poco y me arregle el pelo.
Al parecer, en la habitación número siete se habia declarado una tregua inquietante.
—Voy a ducharme, Virginia —dijo Gyer—. Sugiero que te acuestes y dejes de comportarte como una tonta. Si sigues hablando así, especialmente delante de la gente, pondrás en peligro la cruzada, ¿me oyes?
Virginia miró a su marido y lo vio con una claridad de la que nunca había gozado.
—Sí, sí —repuso, sin rastros de emoción en la voz—, te oigo.
Gyer pareció satisfecho. Se quitó la chaqueta y entró en el baño, llevándose consigo la Biblia. Virginia oyó como echaba la llave y luego exhaló un largo y débil suspiro. Habría recriminaciones para dar y vender por la discusión que acababan de tener; en los días venideros le exprimiría hasta la última gota de contrición. Echó un vistazo a la puerta que comunicaba con el otro cuarto. Ya no había señales de sombras en el aire, ni se oía el más mínimo susurro de aquellas voces. Tal vez, solo tal vez, se lo había imaginado. Abrió el bolso y revolvió su contenido en busca de los frascos de pastillas que ocultaba allí. Con un ojo en la puerta del lavabo, seleccionó un cóctel de tres variedades y se las tragó con un sorbo de agua helada. En realidad, el hielo de la jarra se había derretido hacía rato. El agua que bebió estaba tibia, como la lluvia que caía implacablemente fuera. Por la mañana, quizá el mundo entero habría sido arrastrado por la riada. Si eso ocurría, reflexionó, no lo lamentaría.
—Te pedí que no hablaras del asesinato —le dijo Earl a Laura May—. La señora Gyer no soporta ese tipo de cosas.
—Ocurren asesinatos todos los días —repuso ella sin inmutarse—. No puede andar por el mundo escondiendo la cabeza en la tierra para no enterarse.
Earl no dijo nada. Acababan de llegar al final del pasillo. Debían echar una carrera por el aparcamiento para llegar al otro edificio. Laura May se volvió a mirarlo. Era unos cuantos centímetros más baja que él. Sus ojos, vueltos hacia los de Earl, eran grandes y luminosos. Pese a que estaba enfadado, Earl no pudo dejar de notar la plenitud de su boca, el brillo de sus labios.
—Lo siento —dijo ella—, no quería causarte problemas.
—Ya lo sé, es que estoy nervioso.
—Es este calor. Ya te lo he dicho, hace que a la gente se le metan ideas extrañas en la cabeza.
Su mirada vagó por un momento: un dejo de incertidumbre le oscureció el rostro. Earl sintio como un hormigueo en la nuca. Era su oportunidad, ¿no? La muchacha se había ofrecido de un modo inequívoco. Pero Earl no encontró las palabras adecuadas. Finalmente, fue ella la que preguntó.
—¿Tienes que volver en seguida?
Earl trago saliva; tenía la garganta seca.
—No veo el motivo. Además, no quiero estar en medio cuando discuten.
—¿Se llevan mal?
—Creo que sí. Será mejor que los deje tranquilos para que se arreglen en paz. No me necesitan.
Laura May aparto la vista del rostro de Earl, y dijo con un hilo de voz apenas audible por encima del golpeteo de la lluvia:
—Ellos no, pero yo sí.
Earl posó una mano cautelosa en la cara de Laura May y le acarició la mejilla. La muchacha tembló ligeramente. Entonces, inclinó la cabeza para besarla. Laura May dejó que le rozara los labios.
—¿Por qué no vamos a mi habitación? — inquirió contra su boca—; no me gusta estar aquí fuera.
—¿Y tu padre?
—A estas horas estará borracho como una cuba; todas las noches la misma historia. Si vas con cuidado jamás se enterará.
A Earl no le hizo muy feliz la idea. Si lo encontraban en la cama con Laura May no sólo perdería el trabajo. Estaba casado, aunque hacía tres meses que no veía a Barbara. Laura May presintió algo.
—No vengas si no quieres.
—No es eso.
Cuando la miró, Laura May se pasó la lengua por los labios. Fue un gesto completamente inconsciente, estaba seguro, pero le bastó para decidirse. En cierto sentido, aunque en ese momento no podía saberlo, todo lo que le esperaba —la farsa, el derramamiento de sangre, la inevitable tragedia— giró en torno a ese gesto, que Laura May se mojara el labio inferior con una sensualidad tan casual.
—Ah, mierda —dijo Earl—, eres demasiado, ¿lo sabías?
Se inclinó y volvió a besarla, mientras en alguna parte, hacia Skellytown, las nubes dejaban caer una potente tronada, como un redoble del tambor del circo antes de una acrobacia particularmente complicada.
En la habitación número siete, Virginia tenía pesadillas. Las pastillas no la habían conducido al puerto seguro del sueño. Se encontraba en medio de una aullante tempestad. En sus sueños, se aferraba a un árbol tullido —una lastimosa ancla en medio de semejante torbellino—, mientras el viento levantaba por los aires los automóviles y el ganado, sorbiendo medio mundo para ocultarlo arriba, entre las nubes negras como la pez. Mientras pensaba que moriría allí, completamente sola, vio dos siluetas a poca distancia de donde ella se encontraba; aparecían y desaparecían en medio de unos velos cegadores de polvo formados por el viento. No lograba verles las caras, por eso les gritó:
—¿Quiénes sois?
En la habitación contigua, Sadie oyó a Virginia hablar en sueños. ¿Qué estaría soñando? Intentó no dejarse vencer por la tentación de ir a la habitación de al lado y susurrarle al oído a la durmiente.
Tras los párpados de Virginia, el sueño continuaba con toda su ferocidad. Aunque les gritara a los extraños en medio de la tormenta, ellos parecían no oírla. Como no quería quedarse sola, abandonó el refugio del árbol —que instantáneamente fue arrancado de cuajo y salio volando por los aires— y luchó para avanzar a través del polvo hiriente hasta donde se encontraban los extraños. Al acercarse, en una repentina pausa del viento, logró verlos. Eran un hombre y una mujer, e iban armados. Cuando les gritó para darse a conocer, se dispararon abriéndose heridas letales en torso y cuello.
—¡Un asesinato! — gritó mientras el viento le salpicaba la cara con la sangre de los antagonistas—. ¡Por el amor de Dios, que alguien los detenga, se están matando!
Y se despertó de repente, con el corazón latiéndole furiosamente. El sueño continuaba aleteando tras sus ojos. Sacudió la cabeza para liberarse de las horribles imágenes, y después, vacilante, se arrastró hasta el borde de la cama y se puso de pie. Sentía la cabeza tan ligera que en cualquier momento podía salir flotando. Necesitaba aire fresco. Rara vez en su vida se había sentido tan extraña. Era como si estuviera perdiendo el débil asidero que la unía a la realidad, como si el mundo sólido se le escapara de entre los dedos. Se dirigió hacia la puerta exterior. Desde el baño le llegó la voz de John, que declamaba ante el espejo para ajustar cada detalle de su discurso.
Salió al pasillo. Allí fuera podría refrescarse, aunque fuera ligeramente. En una de las habitaciones del final del edificio lloró un niño. Mientras escuchaba el llanto, una voz aguda lo silenció. Durante unos diez segundos cesó el llanto para reanudarse en un tono más agudo. «Anda —le dijo mentalmente al niño—, llora, hay un montón de razones.» Confiaba cada vez más en la infelicidad de la gente; a medida que pasaba el tiempo era lo único en lo que podía confiar. La tristeza era mucho más honesta que la bonhomía, tan abundante en esos días: la fachada de optimismo frívolo, extendida sobre la desesperación que todo el mundo sentía en el fondo de sus corazones. Al llorar en mitad de la noche, aquel niño expresaba ese sabio pánico. En silencio, aplaudió su honestidad.
En el baño, John Gyer se canso de ver el reflejo de su propia cara en el espejo, y se dedicó por un momento a la reflexión. Bajó la tapa del retrete y se sentó allí durante unos minutos. Olía su propio sudor; necesitaba una ducha, y luego dormir toda la noche. Al día siguiente sería Pampa. Reuniones, discursos; cientos de miles de manos que estrechar y bendiciones que repartir. A veces se sentía tan cansado que se preguntaba si el Señor no podía aligerarle un poco la carga. Pero era el diablo quien así le hablaba al oído. No era tan tonto como para prestar demasiada atención a esa voz procaz. Si se le prestaba atención una sola vez, la duda prendería igual que había prendido en Virginia. En algún punto del recorrido, mientras se dedicaba a las obras del Señor, Virginia había extraviado el camino, y el tentador había descubierto sus divagaciones. Él, John Gyer, tendría que devolverla a la senda del bien, hacerle notar los peligros en que se hallaba su alma. Habría lágrimas y quejas. quizá quedara un poco lastimada. Pero las heridas cicatrizaban.
Dejó la Biblia, se arrodilló en el estrecho espacio entre la bañera y el toallero, y comenzó a orar. Intentó buscar palabras benignas, una plegaria gentil para pedir la fuerza de llevar a buen puerto su tarea y devolverle el buen sentido a Virginia. Pero la ternura y la gentileza lo habían abandonado. A sus labios volvía el vocabulario del Apocalipsis con toda la fuerza de que eran capaces las palabras. Las dejó fluir, aunque con cada palabra la fiebre ardiera en él con más brillo.
—¿Qué te parece? — preguntó Laura May a Earl cuando lo hizo pasar a su habitación.
Earl se quedó demasiado sorprendido ante aquel despliegue para responder con coherencia. El dormitorio era un mausoleo, fundado, al parecer, en nombre de la trivialidad. Expuestos en los estantes, colgados de las paredes y cubriendo gran parte del suelo, había todo tipo de artículos recogidos de la basura: latas vacías de Coca—Cola, colecciones de billetes, revistas sin cubiertas, juguetes destrozados, espejos hechos trizas, postales jamás enviadas, cartas jamás leídas, un tullido desfile de lo olvidado, de lo abandonado. Sus ojos se pasearon por aquella exhibición de basuras y no encontraron ni un solo objeto de valor entre todas aquellas chucherías. Sin embargo, aquellas insignificancias estaban ordenadas con un cuidado meticuloso, de modo que ningún artículo tapara a otro, y al observar más de cerca, notó que cada elemento llevaba un número, como si cada uno tuviera su lugar en aquel sistema de desperdicios. Al pensar que aquello era obra de Laura May, a Earl se le revolvió el estómago. Estaba claro que se encontraba al borde de la locura.