La idea de una matanza galvanizó a Milton Cade. Desapareció y dejó que su hija terminara de vestirse. Laura May sabía que en una noche como aquélla Alvin Baker y su ayudante tardarían en llegar. Y mientras tanto, sólo Dios sabía lo que el enloquecido predicador era capaz de hacer.
Desde la puerta, Sadie observó cómo se vestía la mujer. Laura May era una criatura sencilla, al menos ante las ojos críticos de Sadie, y aquella piel clara la hacía parecer insustancial y pálida a pesar de su figura plena. «¿Y quién soy yo para hablar de falta de sustancia?», se preguntó Sadie. Por primera vez en los treinta años transcurridos desde su muerte, sintió nostalgia de la corporeidad. En parte porque envidiaba a Laura May y la dicha experimentada junto a Earl, y en parte porque deseaba fervientemente desempeñar algún papel en el drama que se desenvolvía rápidamente ante ella.
En la cocina, después de recuperar abruptamente la sobriedad, Milton Cade hablaba al teléfono, intentando llamar la atención de la gente de Panhandle, mientras Laura May, que había terminado de vestirse, abría el último cajón del tocador y buscaba una cosa. Sadie espió por encima del hombro de la mujer y descubrió cuál era el trofeo; un estremecimiento le hizo eco en el cráneo cuando sus ojos se posaran en el 38. Entonces había sido Laura May quien había encontrado el arma; la paliducha niña de cinco años que había estada corriendo por el pasillo toda la tarde hacía treinta años, jugando sola y cantando canciones bajo aquel aire caliente y tranquilo.
Sadie sintió cierto deleite al volver a ver el arma asesina. «Tal vez he dejado algún signo de mí misma para ayudar a perfilar el futuro —pensó—; tal vez soy algo más que un titular en un diario amarillento y un recuerdo borroso en las mentes envejecidas.» Observó con ojos nuevos y ansiosos mientras Laura May se ponía los zapatos y salía a la bramante tormenta.
Virginia se había acurrucado contra la pared de la habitación número siete y miraba a la miserable figura recostada en el umbral de la puerta. Había permitido que el delirio conjurado hiciera con ella lo que quisiese, y jamás, en sus cuarenta añas escasos, había oído tantas depravaciones. Pero aunque la sombra había vuelto a ella una y otra vez, apretando su frío cuerpo y su boca helada contra los suyos, no había podido violarla ni siquiera una vez. Tres veces lo había intentado, y tres veces las palabras apremiantes susurradas al oído no se habían hecho realidad. En ese momento montaba guardia ante la puerta, preparándose, supuso Virginia, para otro asalto más. Su cara aparecía con la claridad suficiente como para permitirle leer el desconcierto y la vergüenza retratados en su rostro. Virginia creyó que la miraba con ojos asesinos.
Afuera, oyó la voz de su marido por encima del alboroto de los truenos, y también la voz de Earl, expresando sus protestas. Resultaba evidente que discutían ferozmente. Se deslizó por la pared y se puso de pie, intentando comprender qué decían; el fantasma la observaba ominosamente.
—Has fallado —le dijo Virginia.
—No —le respondió.
—Eres uno de mis sueños y has fallado.
La ilusión abrió la boca y le sacó la pálida lengua. Virginia no entendía por qué no se esfumaba; tal vez la perseguiría hasta que el efecto de las píldoras se hubiera disipado. Daba igual. Ya había soportado lo peor, y si le daba tiempo, seguramente acabaría dejándola en paz. Los fallidos intentos de violación habían eliminado la influencia que sobre ella pudiera ejercer.
Se dirigió hacia la puerta; ya no tenía miedo. La ilusión se levantó de su postura acuclillada.
—¿Adonde vas? —exigió saber.
—Afuera, a ayudar a Earl.
—No irás, no he terminado contigo.
—Sólo eres un fantasma. No puedes detenerme.
—Te equivocas, Virginia —le dijo el fantasma can una sonrisa que era tres partes de malicia y una de encanto.
Ya no tenía sentido engañar a la mujer; se había cansado de aquel juego. Tal vez lo del revolcón había fallado porque la mujer se le había entregado can demasiada facilidad, en el convencimiento de que era una pesadilla inofensiva.
—No soy una ilusión, mujer. Soy Buck Durning.
Virginia frunció el ceño contemplando a la errante figura. ¿Sería otro truco de su psiquis?
—Hace treinta años me mataron de un tiro en esta misma habitación. Más o menos donde estás tú en este momento.
Instintivamente, Virginia echó un vistazo a la alfombra, esperando casi que las manchas de sangre siguieran allí.
—Sadie y yo hemos vuelto esta noche —prosiguió el fantasma—. Una parada de una noche en el Matadero del Amor. ¿Sabías que es así como llamaron a este lugar? Antes venía la gente de todas partes del país para echarle un vistazo a este cuarto, para ver dónde había matado Sadie Durning a Buck, su marido. Gente enferma, ¿no te parece, Virginia? Más interesados en un asesinato que en el amor. Pero yo no soy de ésos… Siempre me gustó el amor, ¿sabes? En realidad, es casi la única cosa para la que he tenido algún talento.
—Me has mentido. Me has utilizado.
—Pero todavía no he acabado —le prometió Buck—. En realidad, apenas he empezado.
Se apartó de la puerta y avanzó hacia ella. pera esta vez Virginia estaba preparada. Cuando la tocó, y el humo volvió a hacerse carne, intentó asestarle un golpe. Buck lo esquivó y ella logró escurrirse y alcanzar la puerta. El pelo suelto se le metía en los ojos, y aunque no podía ver, se lanzó ciegamente hacia la libertad. Una mano nebulosa la aferró, pero no lo hizo con la fuerza suficiente y logró zafarse.
—Te estaré esperando —le gritó Buck cuando Virginia se tambaleó por el pasillo y salió a la tormenta—. ¿Me has oído, ramera? ¡Te estaré esperando!
No iba a humillarse persiguiéndola. Tendría que regresar. Entonces él, invisible a todos menos a la mujer, se tomaría su tiempo. Si ella les contaba a sus compañeros lo que había visto, la tomarían por loca y quizá la encerraran, en cuyo caso la tendría a su entera disposición. No, se saldría con la suya. La mujer volvería calada hasta los huesos, con el vestido pegado a la piel en decenas de sitios rebuscados, asustada, quizá, llorosa, demasiado débil como para rechazar sus proposiciones. Entonces cómo la haría retozar. Sí, señor. Hasta que le rogara que parara.
Sadie siguió a Laura May hasta afuera.
—¿Adónde vas? — inquirió Milton a su hija, pero esta no le contestó—. ¡Cielos! —gritó al comprender lo que acababa de ver—. ¿De dónde rayos has sacado ese revólver?
Llovía torrencialmente; la lluvia golpeaba contra el suelo, sobre las últimas hojas del álamo, sobre el tejado, sobre las cabezas. En segundos le alisó el pelo a Laura May, aplastándolo contra la frente y el cuello.
—¡Earl! —gritó—. ¿Dónde estás, Earl?
Comenzó a correr por el aparcamiento, gritando su nombre. La lluvia había convertido la tierra en un fango marrón oscuro que le salpicaba las piernas. Fue hasta el otro edificio. Unas cuantos huéspedes se habían despertado al oír el alboroto montado por Gyer, y ahora la miraban desde sus ventanas. Se abrieron varias puertas; un hombre, de pie en el pasillo con una cerveza en la mano, preguntó qué ocurría.
—Hay gente dando vueltas como locos —dijo—. Y todos estos gritos. Hemos venido aquí para estar tranquilos, por el amor de Dios.
Una muchacha veinte años más joven salió de la habitación y se detuvo detrás del tipo de la cerveza para preguntarle:
—Dwayne, ¿has visto? Lleva un revólver.
—¿Adónde han ido? —inquirió Laura May al tipo de la cerveza.
—¿Quiénes? —repuso Dwayne.
—¡Los locos! gritó Laura May, por encima de los truenos.
—Están detrás de la oficina —repuso Dwayne, fijándose en el revólver más que en Laura May—. No están aquí. De veras, no están.
Laura May retrocedió hasta el edificio de la oficina. La lluvia y los relámpagos eran cegadores, y le costó trabajo no resbalar en aquel lodazal.
—¡Earl! — gritó—. ¿Estás ahí?
Sadie fue tras ella. La tal Cade tenía coraje, de eso no cabía duda, pero en su voz había un dejo de histeria que a Sadie no le gustó demasiado. Ese tipo de asuntos (el asesinato) exigía indiferencia. El truco consistía en hacerlo de forma casual, como quien conecta la radio o mata un mosquito. El pánico no hacía sino nublarlo todo, al igual que la pasión. Vamos, que cuando ella había levantado el 38 y le había apuntado a Buck, ni una brizna de rabia había alterado su puntería. En el análisis definitivo, era por esa por lo que la habían enviado a la silla eléctrica. No por haberlo hecho, sino por haberlo hecho demasiado bien.
Laura May no era tan fría. Respiraba entrecortadamente, y por la forma en que sollozaba el nombre de Earl mientras corría, estaba claro que no tardaría en derrumbarse. Fue hasta la parte trasera del edificio de la oficina, donde el cartel del motel arrojaba una fría luz sobre el erial, y esa vez, cuando llamó a Earl, hubo un grito de respuesta. Se detuvo y miró a través del velo de lluvia. Era la voz de Earl, como había esperado, pero no la llamaba a ella.
—¡Hijo de puta! —gritaba—. Estás loco. ¡Déjame en paz!
Logró distinguir dos siluetas a media distancia. Earl, con el torso corpulento manchado de barro, estaba de rodillas entre la hierba jabonera y los matorrales. Gyer se encontraba de pie, con las manos apoyadas sobre la cabeza de Earl, empujándolo hacia la tierra.
—¡Reconoce tu delito, pecador!
—¡No, maldito seas!
—Has venido para destruir mi cruzada. ¡Reconócelo!
—¡Vete al infierno!
—¡Reconoce tu complicidad, o que Dios te ampare porque te romperé todos los huesos!
Earl luchó por liberarse de Gyer, pero el evangelista era mucho más fuerte que él.
—¡Reza! —le gritó, aplastándole la cara contra el barro—. ¡Reza!
—¡Vete a tomar por culo! — le gritó Earl.
Gyer le levantó la cabeza tirándole de los pelos y alzó la otra mano para golpearle la cara. Pero antes de que pudiera hacerlo, Laura May intervino en la pelea y avanzó unos cuantos pasos por el lodazal, empuñando el 38 con manos temblorosas.
—Apártate de él —le ordenó.
Sadie notó con tranquilidad que la puntería de la mujer dejaba mucho que desear. Seguramente ni siquiera con buen tiempo sería buena tiradora, pero allí, bajo la presión y con esa lluvia, ¿quién sino un tirador experimentado podía garantizar el resultado? Gyer se volvió y miró a Laura May. No mostró ni el más mínimo asomo de aprensión. «Acaba de sacar la misma conclusión que yo —pensó Sadie —, sabe muy bien que existen pocas probabilidades de que le haga daño.»
—¡La ramera! —anunció Gyer, con los ojos vueltos al cielo—. ¿La has oído, mi Señor? ¿Has visto su desvergüenza y su depravación? ¡Márcala! ¡Es candidata para el tribunal de Babilonia!
Laura May no alcanzó a entender los detalles, pero sí le quedó claro el sentido general de la perorata de Gyer.
—¡No soy una ramera! —le gritó. El 38 casi se le saltó de las manos, como si estuviera deseoso de que lo dispararan—. ¡No te atrevas a llamarme ramera!
—Por favor, Laura May… —suplicó Earl, forcejeando con Gyer para poder mirarla—, márchate. Está loco.
La mujer no prestó atención a sus súplicas.
—Si no lo sueltas… —anunció, apuntando al hombre de negro.
—¿Sí? ¿Qué me vas a hacer, ramera? —inquirió Gyer, provocativo.
—¡Te mataré! ¡Juro que dispararé!
Al otro lado del edificio de la oficina, Virginia vio uno de los frascos que Gyer había lanzada al lodazal. Se detuvo, lo recogió, pero luego se lo pensó mejor. Ya no necesitaba píldoras. Había hablado con un muerto; con sólo tocarlo había podido ver a Buck Durning. ¡Vaya poder tenía! Sus visiones eran reales, siempre lo habían sido, más verdaderas que todas las revelaciones apocalípticas de segunda que pudiera proferir su estúpido marido. ¿Qué lograrían las píldoras sino obnubilar el talento que acababa de descubrir? Allí se quedarían.
Unas cuantos huéspedes se habían puesto las chaquetas y habían salido de sus habitaciones para enterarse de a qué venía todo aquel alboroto.
—¿Ha habido un accidente? —preguntó una mujer a gritos, cuando vio a Virginia.
En cuando hubo formulado la pregunta, se oyó un disparo.
—John… —murmuró Virginia.
Antes de que los ecos del disparo se hubieran acallado, Virginia avanzó hacia su fuente. Ya se imaginaba con qué se encontraría: su marido tirado en el suelo, y el asesino triunfante poniendo los enlodados pies en polvorosa. Apretó el paso; una plegaria salió de sus labios y echó a correr. No rogaba para que la escena que acababa de imaginar no fuese realidad, sino para que Dios la perdonara por desear que lo fuera.
La escena que la esperaba al otro lado del edificio confundió todas sus expectativas. El evangelista no estaba muerto. Se encontraba de pie, incólume. Era Earl quien yacía en el lodazal, junto a él. No muy lejos, la mujer que le había llevado el agua helada horas antes estaba de pie con un revólver en la mano. El arma humeaba todavía. Cuando Virginia miró a Laura May, una silueta salió de la lluvia y, de un golpe, le quitó el arma de la mano. Cayó al suelo. Virginia siguió la caída con los ojos. Laura May parecía asustada; estaba claro que no entendía cómo había dejado caer el arma. Sin embargo, Virginia lo sabía. Podía ver al fantasma aunque no muy claramente, y adivinó su identidad. Seguramente sería Sadie Durning, gracias a cuya provocación aquel establecimiento había sido bautizado con el nombre de Matadero del Amor.
Los ojos de Laura May descubrieron a Earl; lanzó un grito horrorizado y corrió hacia él.
—Earl, no te me mueras. ¡Por favor, te lo ruego, no te mueras!
Earl levantó la cabeza del baño de barro que acababa de tomar y negó con la cabeza.
—Has fallado por un kilómetro —le dijo.
A su lado, Gyer había caído de rodillas, con las manos juntas, y la cara vuelta hacia la lluvia.
—Oh, Señor, te doy las gracias por preservar a éste, tu instrumento, en esta hora de necesidad…
Virginia procuró no oír las idioteces. Aquél era el hombre que tanto la había convencido de que desvariaba que había acabado entregándose a Buck Durning. Pues ya basta. La había aterrorizado lo suficiente. Había visto a Sadie actuar sobre el mundo real, y había sentido a Buck hacer lo mismo. Había llegado el momento de invertir el procedimiento. Caminó con paso firme hasta donde estaba el 38 y lo recogió.
Al hacerlo, presintió la presencia de Sadie Durning. Una voz tan suave que apenas la oía le dijo al oído: