—Mañana deberás ir a la policía —le dijo Carole más tarde, cuando estaban acostados—. Y harás que arresten al bastardo de Garvey…
—Supongo…
Carole se inclinó sobre él. Tenía la cara blanda por la fatiga. Lo besó suavemente.
—Me gustaría quererte —le dijo. Jerry no la miró—. ¿Por qué me lo pones tan difícil?
—¿Te lo pongo difícil? —inquirió; los ojos se le cerraban.
Carole deseó deslizar la mano por debajo de la bata que llevaba puesta —nunca había logrado comprender la timidez de Jerry, pero le resultaba atractiva— y acariciarlo. Pero en la forma en que yacía Jerry había cierto aislamiento que dejaba entrever su deseo de no ser tocado, y ella lo respetó.
—Apagaré la luz —le dijo.
Pero él no la oyó, ya se había dormido.
La marea no fue amable con Ezra Garvey. Recogió su cuerpo y jugueteó con él, lanzándolo a la orilla y volviendo a llevarlo hacia el interior durante un rato, picoteándolo como un comensal harto que escarba la comida. Llevó el cuerpo río abajo durante más de un kilómetro y luego se cansó de su peso. La corriente lo relegó al remanso de las orillas, y allí, a la altura de Battersea, quedó enganchado en una cuerda de amarre; su cuerpo exangüe se reveló en toda su extensión cuando lo abandonó la marea y vino la madrugada a espiar. A las ocho su audiencia se componía de alguien más que la mañana.
Jerry se despertó con el ruido de la ducha proveniente del baño contiguo. Las cortinas del dormitorio todavía estaban echadas. Sólo un diminuto haz luminoso logró filtrarse hasta donde yacía. Sc dio la vuelta y sepultó la cabeza en la almohada, para que la luz no le molestase, pero su cabeza, una vez agitada, comenzó a darle vueltas. Le esperaba un día muy difícil; tendría que explicar los acontecimientos recientes a la policía. Le harían preguntas y algunas resultarían incómodas. Cuanto antes recapitulara su versión, más hermética sería. Volvió a darse la vuelta y apartó las sábanas.
Lo primero que se le ocurrió pensar cuando se miró fue que no se había despertado del todo, sino que continuaba con la cara sepultada en la almohada y soñaba ese despertar. Que soñaba el cuerpo en el cual habitaba, con sus pechos florecientes y el vientre suave. Aquel cuerpo no le pertenecía; el suyo era del otro sexo.
Sacudió la cabeza e intentó despertarse, pero no existía nada a lo cual despertar. Estaba allí. Aquella anatomía transformada era la suya —aquella raja, aquella suavidad, aquel extraño peso—, todo era suyo. En las horas transcurridas desde la medianoche lo habían destejido para volver a hacerle otra imagen.
Desde el cuarto de baño, el sonido de la ducha le devolvió el recuerdo de la Madonna. Y de la mujer que lo había persuadido con halagos para que la poseyera y le había susurrado, mientras él fruncía el ceño y continuaba con las arremetidas, «Nunca…, nunca…», diciéndole, aunque entonces estaba lejos de sospecharlo, que aquél sería su último acoplamiento como hombre. Habían conspirado —la mujer y la Madonna— para someterlo a aquel hechizo. Y el no poder siquiera aferrarse a su propio sexo, el hecho de que la virilidad, al igual que la influencia y la riqueza, le fueran prometidas para serle arrebatadas después, ¿acaso todo aquello no representaba el fracaso más perfecto de su vida?
Salió de la cama; hizo girar las manos para admirar su nueva delicadeza y se pasó las palmas por los pechos. No tenía miedo, pero tampoco sentía júbilo. Aceptó aquel
fait accompli
como un bebé acepta su condición, sin tener idea del bien o del mal que podía hacerle.
Tal vez habría más hechizos de donde provenía éste. Si así era, volvería a las Piscinas y los buscaría él mismo; seguiría la espiral hasta su corazón caliente y discutiría acerca de los misterios con la Madonna. ¡En el mundo había milagros! Fuerzas que podían volver la carne del revés sin producir sangre, que podían destruir la tiranía de lo real y jugar con sus ruinas.
En el cuarto de baño, el agua de la ducha continuaba cayendo. Se aproximó a la puerta del lavabo, ligeramente entreabierta, y espió. Aunque la ducha estaba abierta, Carole no se encontraba debajo de ella. Estaba sentada en el borde de la bañera y con las manos se cubría la cara. Lo oyó aproximarse a la puerta. Su cuerpo dio un respingo. No levantó la vista.
—Te he visto… —le dijo. Su voz era gutural, llena de un horror que no lograba domeñar—. ¿Me estoy volviendo loca?
—No.
—¿Entonces qué ocurre?
—No lo sé —repuso Jerry, sencillamente—. ¿Tan terrible es?
—Es repugnante, odioso. No quiero mirarte. ¿Me oyes? No quiero verte.
No intentó discutir. Carole no quería saber nada de él, y era su prerrogativa.
Volvió al dormitorio, se vistió con sus ropas sucias y regresó a las Piscinas.
Nadie reparó en él, o mejor dicho, si por el camino alguien notó algo extraño en aquel peatón —una disparidad entre las ropas que vestía y el cuerpo que las llevaba—, se limitó a mirar hacia otra parte, sin deseos de enfrentarse a semejante problema a una hora tan temprana y sobrio.
Cuando llegó a Leopold Road, en la escalinata había varios hombres. Hablaban, aunque él no lo supo, de la inminente demolición. Jerry se detuvo en el portal de una tienda, al otro lado de la calle, hasta que el trío se alejó; entonces, fue hasta la puerta principal de las Piscinas. Temía que hubieran cambiado la cerradura, pero no lo habían hecho. Entró fácilmente y cerró la puerta tras de sí.
No llevaba linterna, pero cuando se internó en el laberinto se dejó guiar por el instinto y éste no le falló. Al cabo de unos minutos de exploración por los corredores sumidos en la oscuridad tropezó con la chaqueta que había dejado el día anterior; unos giros más adelante, llegó a la cámara donde la muchacha risueña lo había encontrado. Había una ligera luz proveniente de la piscina. Habían desaparecido casi todos los vestigios de luminiscencia que lo habían conducido hasta allí.
Atravesó la cámara de prisa, lleno de aprensión. La piscina seguía llena a rebosar, pero la luz se había apagado casi por completo. Examinó el caldo: no había movimiento en sus profundidades. Se habían ido. Las madres, los hijos. También se habría ido su causa primera, la Madonna.
Se dirigió a las duchas. Sí, se había marchado. Más aún, la cámara había sido destruida, como en un rapto de rabia. Habían arrancado los azulejos de las paredes y destrozado las tuberías. Aquí y allá vio manchas de sangre.
Le dio la espalda a la destrucción y regresó a la piscina, preguntándose si habría sido su invasión lo que las había alejado de aquel templo provisional. Fuera cual fuese el motivo, las brujas se habían ido, y él, su criatura, se encontraba abandonado y privado de los misterios.
Desesperado, vagó por el borde de la piscina. La superficie del agua no estaba del todo en calma: en ella había despertado un círculo de olas que aumentaba como un latido. Se quedó mirando cómo el oleaje iba ganando impulso y extendía sus brazos por la piscina. De repente, el nivel del agua comenzó a descender. El oleaje se convirtió rápidamente en un remolino de aguas espumosas. En el fondo de la piscina habían abierto alguna boca y el agua estaba drenando. ¿Habría huido por allí la Madonna? Corrió hasta el extremo opuesto de la piscina y examinó los azulejos. ¡Sí! Al abandonar su altar para lanzarse a la seguridad de la piscina, había dejado tras ella un rastro de fluido. Y si por ahí se había marchado la Madonna, ¿acaso las demás no la habrían seguido?
No tenía manera de saber adónde iban a desembocar las aguas. Tal vez a las cloacas y de allí al río y, finalmente, al mar. Ahogándose hasta morir, hacia la extinción de la magia. O a través de algún canal secreto, hacia la tierra, a algún santuario seguro, apartado de los curiosos, donde el éxtasis no estaba prohibido.
Las aguas enloquecían rápidamente a medida que la succión las reclamaba. El vórtice giraba, hervía, escupía. Estudió la forma que describía. Una espiral, por supuesto. Elegante, inevitable. Las aguas bajaban de prisa y el chapaleo pasó a ser rugido. Pronto no quedaría nada, y la puerta hacia otro mundo quedaría sellada y se perdería.
No tenía alternativa: saltó. La corriente arremolinada tiró de él hacia abajo y dio vueltas y más vueltas, descendiendo más y más. Se sintió lanzado contra el suelo de la piscina y dio varias volteretas a medida que la corriente tiraba inexorablemente de él aproximándolo a la salida. Abrió los ojos. La corriente lo arrastró hasta el borde y más allá. El torrente lo acogió bajo su custodia y con su furia lo lanzó hacia atrás y hacia adelante.
Más adelante había luz. No logró calcular a qué distancia se encontraba, pero ¿qué importancia tenía? Si se ahogaba antes de alcanzarla y moría antes de concluir el viaje, ¿qué? La muerte no era más segura que el sueño de masculinidad que había vivido durante todos esos años. Los términos de la descripción no servían para otra cosa que para ser trastocados, cambiados radicalmente. La tierra estaría brillante, ¿no?, y probablemente plagada de estrellas. Abrió la boca y gritó en el remolino, a medida que la luz crecía y crecía, cual himno en alabanza de la paradoja.
Clive Barker nació el 5 de octubre de 1952 cerca de Penny Lane, Liverpool. Después de ir a la escuela en esa ciudad, entró en la Universidad de Liverpool para estudiar Literatura inglesa y Filosofía. A la edad de veintiún años, se mudó a Londres, donde formó una compañía de teatro para representar las obras que estaba escribiendo y trabajó en ese medio como escritor, director y actor. Muchas de estas primeras obras contenían los elementos oníricos, fantásticos, eróticos y terroríficos que se convertirían más tarde en parte de su obra literaria. Las obras que representó fueron
History of the Devil, Frankenstein in Love, Subtle Bodies, The Secret Life of Cartoons
, y una obra sobre su pintor favorito, Goya, titulada
Colossus
. La editorial HarperPrism publicó en un solo volumen titulado
Incarnations
las obras
The History of the Devil, Frankenstein In Love
, y
Colossus
.
Las cualidades imaginativas que eran parte fundamental del trabajo teatral de Clive Barker encontraron su plasmación literaria en forma de historias cortas, a las que empezó a dedicarse al final de sus años veinte. Los primeros relatos publicados forman los tres primeros volúmenes de los
Books of Blood
. Tuvieron un éxito modesto en el Reino Unido, pero con la publicación del libro en los Estados Unidos y la aparición de su primera novela,
The Damnation Game
, empezó a ganarse el favor tanto de los lectores como de los críticos.
Tres volúmenes más de los
Books of Blood
siguieron a los anteriores, publicados en el Reino Unido como
Book of Blood
, Volumes 4-6, y retitulados en Estados Unidos como T
he Inhuman Condition, In the Flesh
, y
Cabal
. En este punto muchos de sus libros estaban empezando a ser traducidos, y actualmente cuentan ya con publicaciones en más de quince idiomas.
En 1987, tras la adaptación de dos de sus historias al cine (
Rawhead Rex
y
Transmutations
), cuyo resultado no le agradó mucho, decidió dirigir una película él mismo. El resultado fue
Hellraiser
, basada en la novela corta
The Hellbound Heart
. La película desarrolló todo un culto a su alrededor y desde entonces ha dado lugar a varios cómics y a tres secuelas:
Hellbound: Hellraiser 2
, dirigida por Tony Randal,
Hellraiser III: Hell on Earth
, dirigida por Tony Hickox, y
Hellraiser: Bloodline
. Clive Barker adaptó también su relato
Cabal
en
Nightbreed (Razas de noche)
, que dirigió él mismo.
Tras la publicación de las novelas
Weaveworld
y
The Great and Secret Show
, aparecieron varias publicaciones relacionadas con su obra: adaptaciones gráficas de su relato
Tapping the Vein
y dos libros de gran formato sobre su trabajo artístico titulados
Clive Barker: Illustrator, Volume I and II
.
Sus siguientes obras fueron la fantasía épica Imajica y una fábula infantil ilustrada titulada
The Thief of Always
, una línea de comics de superhéroes para Marvel llamada
Razorline
, y una exposición personal en la Bess Cutler Gallery de New York. Clive fue productor ejecutivo del conocido film
Candyman
, dirigido por Bernard Rose, basado en su relato
The Forbidden
, y de
Candyman 2: Farewell to the Flesh
, dirigida por Bill Condon. Recientemente, ha publicado
Galilee, Everville
, la secuela de
The Great and Secret Show
, el
Second Book of the Art
, y
Sacrament
, una fantasía oscura para todas las edades. Su proyecto cinematográfico más reciente es
Lord of Illusions
, que escribió, dirigió y coprodujo. Entre los últimos proyectos en los que ha participado se encuentra una animación basada en
The Thief of Always
, una miniserie sobre
Weaveworld
; un juego para pc titulado
Extosphere
y una fantasía para niños titulada
Abarat
, cuyos derechos cinematográficos ha adquirido Walt Disney.
Aunque Clive se ha mudado a Los Angeles y está actualmente implicado en varios proyectos para la pequeña y la gran pantalla, su pasión siguen siendo los libros. Entre sus influencias literarias menciona las obras de Edgar Allan Poe, Ray Bradbury, Herman Meville, William Blake, Will Burroughs, Arthur Machen y tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento. Acerca de sí mismo, Clive afirma que su entusiasmo como artista no radica en ningún medio en particular, si no en el acto de imaginar. Sus libros, películas, pinturas y obras de teatro, aunque pueden parecer muy dispares en contenido, muestran diferentes partes del mismo paisaje, el mundo sus dos orejas, y la motivación que le mueve a escribir y a dibujar son las imágenes y escenas que se elevan desde su subconsciente, sin avisar, dramatizando elementos de su yo más profundo.
Clive Barker se confiesa Jungiano, la escuela psicológica más seguida en Europa, y no Freudiano, como se suele estilar en América. Cree en la existencia del subconsciente colectivo, un fondo de imágenes e historias que pertenecen a todo el mundo, y piensa que el artista que se adentra en lo fantástico crea historias o dibujos que recrean la erupción de ese subconsciente en nuestra vida diaria. Con su ficción espera ayudar a comprender nuestros sueños secretos y a entender la profunda intimidad que compartimos con cada uno de los otros seres humanos.