Libros de Sangre Vol. 4 (6 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Libros de Sangre Vol. 4
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El viento volvía a traer las voces: retazos de canciones absurdas y de risas inconclusas. Apartó la mirada de la arena. El hombre desterrado se había alejado unos cien metros de la ciudad, y estaba de pie en lo alto de una de las dunas, al parecer, a la espera de algo. Las voces eran cada vez más fuertes. De pronto, Cleve se sintió nervioso. Siempre que estando en la ciudad había oído esa cacofonía, la imagen que se había formado de los dueños de las voces le había helado la sangre. ¿Podía quedarse allí y esperar la aparición de esos espíritus? La curiosidad parecía más oportuna que la prudencia. Fijó la mirada sobre el cerro por el que tenían que aparecer, con el corazón latiéndole con fuerza, incapaz de apartar la vista. El hombre del traje de domingo había empezado a quitarse la chaqueta. La dejó caer, y empezó a aflojarse la corbata.

Y en ese momento, a Cleve le pareció vislumbrar algo en las dunas, y el ruido creció hasta convertirse en un eufórico aullido de bienvenida. Clavó la vista, y desafió a sus nervios a que lo traicionaran, decidido a contemplar los múltiples rostros de ese horror.

De pronto, por encima del estruendo de la música, se oyó gritar a alguien; era la voz de un hombre, aunque sonaba aguda y debilitada por el terror. No provenía de allí, de la ciudad de su sueño, sino de esa otra ficción en la que habitaba, y cuyo nombre no conseguía recordar. Volvió a centrar su atención en las dunas, decidido a que no se le negara la visión del reencuentro que estaba a punto de tener lugar delante de él. El grito que venía de ese otro lugar sin nombre aumentó hasta una intensidad capaz de destrozar cualquier garganta, y luego cesó. Pero en su lugar empezó a sonar un timbre de alarma, con más insistencia que nunca. Cleve notó cómo se le estaba escapando su sueño.

—No… —murmuró— dejadme ver…

Las dunas se estaban moviendo; pero también su conciencia, que estaba abandonando la ciudad para volver a su celda. Sus protestas no lograron ninguna concesión. El desierto se desvaneció, y también la ciudad. Abrió los ojos. Las luces de la celda seguían apagadas y el timbre de alarma estaba sonando. Se oían gritos en las celdas de las galerías que había por encima y por debajo de la suya, y las voces de los funcionarios que vociferaban preguntas y órdenes en medio de una confusión total.

Se quedó tumbado en la litera durante unos instantes, confiando todavía en poder ser devuelto al enclave de su sueño. Pero no; el timbre de alarma era demasiado agudo, la histeria creciente en las celdas vecinas demasiado apremiante. Admitió la derrota y se incorporó, totalmente despierto.

—¿Qué está pasando? —le preguntó a Billy.

El muchacho no estaba de pie en su lugar habitual junto a la pared. Por una vez estaba dormido, a pesar del estruendo.

—¿Billy?

Cleve se asomó por el borde de la litera y escudriñó el espacio que había debajo. Estaba vacío. Las sábanas y mantas habían sido echadas para atrás.

Saltó de la litera. Con poco más que un vistazo se podía abarcar todo el contenido de la celda; no había ningún lugar donde esconderse. Al muchacho no se le veía por ninguna parte. ¿Habría desaparecido mientras él estaba durmiendo? No era algo nuevo; el tren fantasma con el que había amenazado Devlin consistía en eso: en trasladar, sin ningún tipo de explicación, a los prisioneros difíciles a otros centros. Cleve nunca había oído que eso se llevara a cabo durante la noche, pero todo tenía su primera vez.

Se acercó hasta la puerta para ver si podía enterarse de a qué se debía todo ese griterío, pero la algazara desafiaba toda interpretación. Se imaginó que la explicación más probable era una pelea: dos reclusos que ya no podían soportar la idea de tener que pasar otra hora compartiendo el mismo espacio. Intentó determinar de dónde había venido el primer grito, de la derecha o de la izquierda, de arriba o de abajo; pero el sueño le había hecho perder totalmente el sentido de la orientación.

Mientras estaba junto a la puerta, con la esperanza de que algún guarda pudiera pasar por allí, notó un cambio en el aire. Fue algo tan sutil que al principio apenas se percató de ello. Tan solo cuando se llevó la mano a los ojos intentando desembarazarse del sueño, se dio cuenta de que tenía carne de gallina en los brazos.

Entonces, a su espalda oyó el sonido de una respiración, o de un mal remedo de respiración.

Movió los labios diciendo «Billy» pero sin llegar a emitir sonido alguno. La carne de gallina había alcanzado su columna vertebral; y entonces empezó a temblar. A pesar de lo que pudiera parecer, la celda no estaba vacía; había alguien con él en ese minúsculo espacio.

Reunió todo su coraje y se obligó a darse la vuelta. La celda estaba más oscura que cuando se había despertado, y el aire formaba un sugerente velo. Sin embargo, Billy no estaba en la celda; ni él ni nadie.

Y entonces se oyó de nuevo ese sonido, que atrajo la atención de Cleve hacia la litera inferior. La oscuridad allí era negra como el carbón; había una sombra, como la de pared, demasiado profunda y demasiado volátil para que su origen fuera natural. De ella salía una ronca tentativa de respiración que podría haberse correspondi do con los últimos momentos de un asmático. Cleve se dio cuenta de que las tinieblas de la celda tenían su origen en ese lugar: en el angosto espacio de la cama de Billy; la sombra se desbordaba hasta el suelo y, como la bruma, ascendía en espiral hacia la parte superior de la litera.

Las existencias de miedo de Cleve no eran inagotables. Durante los últimos días las había consumido soñando, tanto dormido como despierto; había sudado, se había quedado helado, había vivido al borde de la existencia cuerda y había sobrevivido. Y en ese momento, aunque su cuerpo seguía insistiendo en mantener la carne de gallina, su mente no se vio empujada al pánico. Se sintió más tranquilo que nunca; empujado hacia una nueva imparcialidad por los recientes sucesos. No se acobardaría. No se taparía los ojos ni rezaría para que llegara la mañana, porque si lo hacía, un día se despertaría y se encontraría con que había muerto sin haber llegado a averiguar la naturaleza de ese misterio.

Respiró hondo y se acercó a la litera que había empezado a menearse. Envuelto en el velo de sombras, el ocupante de la cama inferior se agitaba violentamente.

—Billy —dijo Cleve.

La sombra se desplazó. Se concentró alrededor de los pies de Cleve, y fue subiendo hasta alcanzar su rostro, fría y desagradable, oliendo a piedra mojada por la lluvia.

Cleve no estaba a más de un metro de la litera, pero seguía sin poder distinguir nada; la sombra seguía desafiándole. Decidido a no rendirse, alargó el brazo hacia la cama. Ante su acoso, el velo se dividió como el humo, y la figura que se revolcaba sobre el colchón quedó al descubierto.

Se trataba de Billy, por supuesto; y sin embargo, no era él. Tal vez fuera un Billy perdido, o uno que estaba por llegar. Si eso era así, Cleve no quería tener nada que ver con un futuro que pudiera resultar tan traumático. Allí, en la litera inferior, yacía una forma oscura y maltrecha, que continuaba solidificándose mientras Cleve miraba, tejiéndose a partir de las sombras. En esos ojos incandescentes, en el arsenal de dientes afilados, había un algo de zorro rabioso; y de insecto patas arriba, en la manera en la que casi se había enroscado totalmente sobre sí mismo, con la espalda más caparazón que carne, y más una pesadilla que cualquier otra cosa. Ninguna parte de su cuerpo permanecía inmutable. Fuera cual fuera su configuración (o tal vez sus muchas configuraciones), Cleve estaba presenciando la disolución de la misma. Los dientes le seguían creciendo, perdiendo solidez en el proceso, alargándose hasta que estaban a punto de romperse, para entonces dispersarse como la niebla; sus extremidades, que terminaban en garras y que pedaleaban en el aire, también estaban perdiendo fuerza. Por debajo de ese caos, vio el fantasma de Billy Tait, con la boca abierta, balbuceando en medio de un gran sufrimiento, esforzándose por salir al exterior. Cleve hubiera querido adentrarse en ese remolino, agarrar al chico y sacarlo de allí, pero sentía que el proceso que estaba presenciando tenía su propio ritmo y que su intervención podía resultar fatal. Lo único que podía hacer era quedarse allí y observar cómo las finas y pálidas extremidades de Billy y su palpitante abdomen se retorcían para deshacerse de esa anatomía espantosa. Los ojos luminosos fue casi lo último que desapareció; se desbordaron de sus cuencas en múltiples hebras y se transformaron en vapor negro.

Por fin vio el rostro de Billy, por el que todavía se movían trémulamente algunos perezosos vestigios de su condición anterior. Y entonces, incluso esos restos se dispersaron, las sombras desaparecieron, y tan solo quedó Billy, tumbado en la litera, desnudo y jadeante, agotado tras ese tormento.

Miró a Cleve, con el rostro carente de toda expresión.

Cleve se acordó de cómo se había quejado el chico a la criatura de la ciudad, «… duele…», le había dicho, «… no me dijiste cuánto dolía…». Era una verdad evidente. El cuerpo del muchacho parecía un terreno devastado lleno de sudor y huesos; resultaba difícil imaginar una visión menos apetecible. Pero era humano, y eso ya era algo.

Billy abrió la boca. Tenía los labios rojos y brillantes, como pintados con carmín.

—Y ahora… —dijo, intentando hablar mientras respiraba trabajosamente—, ¿qué vamos a hacer?

Al parecer, el esfuerzo que hizo para hablar fue demasiado para él. Se oyó un sonido ahogado proveniente del fondo de su garganta y Billy se tapó la boca con la mano. Cleve se apartó cuando el muchacho se incorporó y avanzó tambaleándose hacia el cubo que había en un rincón de la celda, que estaba allí para que hicieran sus necesidades durante la noche. No consiguió llegar antes de que las ganas de vomitar se apoderaran de él; el líquido salió volando por entre sus dedos y cayó al suelo. Cleve miró para otro lado mientras Billy vomitaba, preparándose para el hedor que tendría que soportar hasta que pudieran vaciar el cubo a la mañana siguiente. Sin embargo, no fue el olor a vómito lo que invadió la celda, sino algo más dulce y empalagoso.

Desconcertado, Cleve volvió a dirigir su mirada hacia la figura que estaba agachada en el rincón. En el suelo entre sus pies había salpicaduras de un fluido oscuro, y ese mismo líquido le baja por las piernas desnudas. Incluso en la penumbra de la celda, era evidente que se trataba de sangre.

Incluso en las prisiones mejor organizadas, la violencia podía estallar sin previo aviso, e inevitablemente así sucedía. La relación entre dos convictos, encerrados juntos durante dieciséis de cada veinticuatro horas, era algo impredecible. Sin embargo, hasta donde los prisioneros y los funcionarios habían podido observar, Lowell y Nayler no se llevaban mal; ni tampoco, hasta el momento en que brotó ese grito, se habían oído ruidos provenientes de su celda: ni discusiones ni gritos. Lo que había podido inducir a Nayler a atacar y a, sin un motivo aparente, asesinar de manera brutal a su compañero de celda para a continuación infligirse a sí mismo terribles heridas, fue tema de discusión tanto en el comedor como en el patio. Sin embargo, el «porqué» del problema quedó eclipsado por el «cómo». Los rumores que describían el estado del cuerpo de Lowell cuando fue encontrado desafiaban a la imaginación; las descripciones horrorizaron incluso a esos hombres acostumbrados a la brutalidad gratuita. Lowell no les caía demasiado bien: era un matón y un tramposo. Sin embargo, nada de lo que había hecho le hacía merecedor de una mutilación así. El hombre había sido abierto en canal, le habían sacado los ojos y le habían arrancado los genitales. A continuación, Nayler, el único agresor posible, se las había apañado para rajarse su propio vientre. Se encontraba internado en la Unidad de Cuidados Intensivos, y el pronóstico no era nada optimista.

Con todos esos rumores de atrocidades circulando por el ala, ese día a Cleve le resultó sencillo pasar casi desapercibido. Él también tenía una historia que contar, pero, ¿quién se la iba a creer? Apenas se la creía él mismo. De hecho, varias veces a lo largo del día, al volver a recordar lo que había visto, se preguntó a sí mismo si estaría totalmente cuerdo. Pero ahora bien, ¿no es la cordura algo relativo?; lo que en una persona es locura en otra puede ser estrategia. Lo único que sabía con seguridad es que había visto cómo Billy Tait se transformaba. Se aferró a esa certeza con una tenacidad nacida del hecho de que se encontraba al borde de la desesperación. Si dejaba de creer en lo que veía con sus propios ojos, ya no tendría defensa alguna que le permitiera mantener a raya a la oscuridad.

Después de lavarse y desayunar, todos los reclusos de su ala fueron confinados a sus celdas; los talleres, las actividades recreativas y, en general, cualquier actividad que requiriera desplazarse por las galerías, fueron cancelados mientras se fotografiaba, registraba y a continuación se limpiaba la celda de Lowell. Billy se durmió después del desayuno, y pasó toda la mañana durmiendo, en un estado que, de tan profundo que era, más se parecía al coma que al sueño. Cuando se despertó a la hora de la comida, se mostró más animado y extrovertido de lo que Cleve lo había visto desde hacía varias semanas. Bajo su cháchara banal no se veía indicio alguno que indicara que sabía lo que había sucedido la noche anterior. Por la tarde, Cleve se enfrentó a él con la verdad.

—Tú mataste a Lowell —le dijo.

No tenía sentido seguir intentando fingir ignorancia durante más tiempo; si el muchacho no se acordaba de lo que había hecho, seguro que lo recordaría con el tiempo. Y entonces, ¿cuánto tardaría en acordarse de que Cleve había presenciado su transformación? Era mejor confesar ya.

—Te vi —le dijo Cleve—. Te vi transformarte…

Billy no pareció inquietarse demasiado ante esas revelaciones.

—Sí —le contestó—. Yo maté a Lowell. ¿Acaso me lo echas en cara?

Aunque esa pregunta suscitaba muchísimas otras, fue formula da sin concederle mayor importancia, como si tan solo se tratara de un asunto sin demasiado interés.

—¿Qué es lo que te pasó? —le preguntó Cleve—. Te vi, allí. —Señaló hacia la litera inferior, horrorizado por el recuerdo—. No eras humano.

—No quería que me vieras —le contestó el muchacho—. ¿Acaso no te di las pastillas? No tenías que haberme espiado.

—Y la noche anterior… —continuó Cleve—. También estaba

despierto.

El chico parpadeó como un pájaro aturdido, con la cabeza ligeramente ladeada.

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