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Authors: Schätzing Frank

Límite (167 page)

BOOK: Límite
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El cocinero ardía como una bola de fuego luminosa. Una brumosa llovizna de productos químicos de extinción brotó a través del sistema de ventilación, una protección insuficiente. Lo próximo en prender serían las plantas ornamentales, los revestimientos de las paredes, el suelo. Lawrence arrancó de la pared un extintor portátil de CO2, lo vació sobre el cuerpo ya inerte que tenía delante y luego dirigió el chorro hacia el techo. En el infierno situado encima de ella, el mecanismo de extinción había dejado de funcionar hacía rato. Entretanto, las temperaturas allí tenían que ser inimaginables. Unos vapores tiznados penetraban en sus vías respiratorias y le quitaban toda visibilidad. Empezaba a sentir un dolor en el pecho. Si no conseguía respirar aire puro al instante, amenazaba con sufrir una intoxicación por aspiración de humo. Todavía delante de ella ardían, ya sin llamas, el cuerpo de Kokoschka, la escalera y partes del revestimiento del techo, parpadeaban algunos pequeños incendios, pero en lugar de dedicarse a atajarlos, la directora del hotel, con lagrimeo en los ojos y la respiración contenida, avanzó con paso torpe a través de la galería, oyendo todo el tiempo el traqueteo de las escotillas, que ahora empezaban a aislar también el segmento de los hombros del Gaia. Allí donde éstos desembocaban en el brazo derecho de la figura, había un depósito de emergencia que, además de los obligatorios generadores de oxígeno, también contenía mascarillas. A toda prisa, se colocó por encima una de las máscaras, aspiró el oxígeno con avidez y entonces vio cómo se cerraba el acceso al brazo.

No había sido lo suficientemente rápida.

Estaba atrapada.

No fue hasta llegar al vestíbulo cuando Tim consiguió detener a su hermana, que, con saltos de sátiro, había intentado escapar a través de los puentes acristalados, con las rodillas temblorosas, hasta el punto de que el joven Orley había temido que Lynn se viniese abajo y que la vería resbalar y caer, pero cada vez que podía, su hermana emprendía de nuevo su frenética fuga. Sólo a raíz del último salto, tropezó, cayó al suelo y se arrastró por él a cuatro patas. Con paso amortiguado, Tim saltó detrás de ella y consiguió agarrarla por un tobillo. Los codos de Lynn se doblaron. Como una serpiente, se deslizó boca abajo, en un esfuerzo por quitárselo de encima. Él la agarró con firmeza, le dio la vuelta para colocarla boca arriba y, en ese instante, recibió un convincente puñetazo. Lynn jadeó, gruñó, intentó arañarlo. Él la asió con fuerza de las muñecas y la oprimió contra el suelo.

—¡No! —le gritó—. ¡Basta! Soy yo.

Lynn soltaba espuma por la boca, intentaba golpearlo. Era como si luchara con un animal rabioso. Despojada de la movilidad de sus brazos, lanzaba golpes con las piernas, se movía de un lado a otro, pero, de repente, puso los ojos en blanco y se quedó inmóvil. Respiraba con dificultad. Por un momento, el joven Orley temió perderla a causa de un desmayo, pero entonces vio el aleteo de sus párpados. Su mirada se despejó, y mostró signos de familiaridad.

—Todo está bien —dijo él—. Yo estoy contigo.

—Lo siento —lloriqueó ella—. ¡No sabes cuánto lo siento!

Lynn empezó a sollozar. Él le soltó las muñecas, la tomó en sus brazos y comenzó a mecerla como a un bebé.

—Ayúdame, Tim. Por favor, ayúdame.

—Estoy aquí. Todo va bien. Todo está bien.

—No, no lo está —dijo ella, apretándose contra su hermano y clavando los dedos en la tela de su chaqueta—. Me estoy volviendo loca, estoy perdiendo el juicio. Yo...

El resto transcurrió entre nuevos espasmos de llanto, y Tim se sintió por un momento como un adolescente poco preparado para afrontar aquello, a pesar de que el fantasma premonitorio de esa situación era lo que lo había movido a participar en aquel estúpido viaje de placer organizado por Julian. Ahora, sin embargo, su mente, debido a la continua presión a la que había estado sometida, parecía ponerse en huelga y dejarlo a merced del más puro miedo. Alzó la cabeza y vio un fantasma de humo en la cúpula del atrio, un fantasma que desplegaba sus alas de un modo fatal. Algo salía por los balcones, por las planchas de metal, de las enormes escotillas, y entonces el joven Orley empezó a sospechar que el horror sólo acababa de empezar, y que allí arriba estaba ocurriendo algo terrible.

CABO HERÁCLIDES, MONTES JURA

Durante los primeros minutos habían avanzado rápidamente, hasta que comprobaron que las rocas más grandes se apoyaban unas contra otras y creaban una sospechosa dinámica propia en cuanto se retiraba una de ellas. En varias ocasiones, él y Hanna se vieron en peligro de ser aplastados por ellas. Cada vez que Locatelli conseguía saltar fuera del camino en el último segundo, los gnomos de su resistencia interior ocupaban sus lugares y terminaban unos osados esquemas de ruinas basados en el principio de la causa y el efecto, los cuales —dirigidos hacia los trayectos calculados con exactitud— habrían aplastado a Hanna como a una pizza. El talón de Aquiles de todo ese propósito era que en aquel campo de ruinas en torno al
Ganímedes
no podía calcularse nada con antelación, ni lo más mínimo, así que prefería ceder a la cooperación. Traían los escombros desde arriba hasta abajo, alertas y asegurándose ambos ante cualquier peligro, empujaban, tiraban, arrastraban y alzaban, y al cabo de dos horas de arduo trabajo se vieron confrontados con sus propios límites físicos. Algunos de aquellos pedruscos colosales podían moverse, ciertamente, pero se negaban a ceder. Jadeando, Locatelli se apoyó contra una de las rocas y se asombró de no oír también a Hanna jadeando como un perro.

Obviamente, el canadiense estaba en mejor forma física.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—¿Qué de qué? Tenemos que liberar esa puerta.

—¿Ah, sí? ¡Eres un jodido listillo! Pero no es posible.

Hanna dobló la espalda y contempló el bloqueo. Locatelli podía oír los relés zumbando en su cerebro.

—¿No te interesa lanzar una bomba de las tuyas? —sugirió—. Volemos esos chismes por los aires.

—No, la energía se expandiría hacia afuera. Aunque... —Hanna vaciló, se acercó y se agachó en un sitio en el que dos grandes rocas colindaban entre sí. Su mano excavó en la ranura que había en el suelo y sacó algunos cantos—. Tal vez tengas razón.

—Pues claro que tengo razón —dijo Locatelli, jadeando—. Casi siempre tengo razón. Es la maldición y, al mismo tiempo, la bendición de mi existencia. Cuanto más penetre tu jodida explosión, tanto más daño causará.

—De todos modos, no sé si la fuerza explosiva bastaría. Las piedras son enormes.

—Pero ¡son porosas! Esto es basalto, tío, lava petrificada. Con un poco de suerte reventarás algunas partes, y desestabilizarás así todo el montón.

—Bien —dijo Hanna—. Intentémoslo.

A continuación, se dedicaron a profundizar y ensanchar el canal. En algún momento, el canadiense desapareció en el interior de la nave, volvió con el soporte de la consola del
grasshopper,
y continuaron trabajando con la ayuda de aquella herramienta improvisada, cavando lo suficiente hasta que a Hanna le pareció que la fosa era lo bastante honda. A cierta distancia del
Ganímedes,
desde una posición ligeramente elevada, fueron colocando capas de roca de los alrededores para formar un muro, se tumbaron detrás del parapeto y Hanna apuntó al pasillo subterráneo.

—¡Baja la cabeza!

Como un cosmos recién nacido, una nube gris se expandió en torno a los erráticos bloques de piedra. Locatelli se agachó. Los fragmentos golpeaban a diestro y siniestro del muro, contra el basalto. Cuando levantó la cabeza por encima de la pared de protección, le pareció primero como si no hubiera sucedido nada. Luego vio cómo el bloque de roca situado delante, que a la vez era el más grueso, desplazaba la posición de su cuerpo a una velocidad infinitamente lenta y circulaba alrededor de sí mismo. El bloque situado al lado se apartó, empujando al vecino, se partió sin previo aviso por la base y rodó en fragmentos ladera abajo.

—Yeah!
—exclamó Locatelli—. Ha sido idea mía. ¡Mía!

Todavía aquel grueso trozo de roca giraba sobre sí mismo, y fue embestido por un tercero, que penetró en la brecha; finalmente se inclinó, rodó pesadamente un par de metros más allá y desató una reacción en cadena con las pequeñas piedras que lo seguían, que cayeron alegremente valle abajo.

—Yeah! Yeah!

Locatelli se levantó de un salto. Con unos pocos pasos, ambos salieron de su parapeto provisional y apartaron los escombros restantes. Ebrio de dopamina por el éxito conjunto, Locatelli olvidó por un instante las circunstancias de su enemistad, como si la debacle de las últimas horas se debiera a un error de guión, a causa del cual Hanna, el buen amigo, había sido demonizado injustamente y ahora volvía a ser el hombre con el que uno echaba una carrera y movía montañas. Liberaron la puerta de popa del
Ganímedes,
y Hanna le dio una amistosa palmada en el hombro.

—Bien hecho, Warren. ¡Muy bien!

El contacto, a pesar de no haberse notado mucho debido al grueso traje espacial, hizo que Locatelli controlara de repente su entusiasmo. No podía emborracharse lo suficiente con aquella hormona segregada por su cuerpo como para dejarse tocar así como así por Hanna. El canadiense siempre le había parecido simpático, con su machismo moderado, su manera lacónica de ser, e incluso ahora, en las circunstancias actuales, había algo amigable en él, algo indeterminado, que sólo venía a empeorar las cosas.

—Terminemos con esto —dijo de forma brusca—. Tú abres la escotilla, yo saco el
buggy,
y luego...

—No, tienes permiso para tomarte un receso —repuso Hanna con indiferencia—. Yo mismo lo sacaré.

—¿Por qué? ¿Crees que pretendo largarme?

—Pues sí, eso es precisamente lo que creo.

«Y tienes razón, pedazo de mierda», pensó Locatelli. En realidad, había coqueteado con la idea. Pero ahora lo asaltaban ciertos sentimientos encontrados. Se quedó observando a Hanna mientras éste subía por la cuesta, trepaba al fuselaje del
Ganímedes
y se perdía de vista. De repente cobró consciencia de que el asesino, justo a partir de ese momento, ya no lo necesitaba. Lleno de malos presentimientos, dio un paso atrás cuando la portezuela se abrió y empezó a hundirse. El interior del compartimento de carga quedó a la vista. De la escotilla que volteaba salió una rapa y se vio a Hanna junto al
buggy,
tomando asiento tras el volante, revisando los controles, arrancando. La rampa bajó más, en dirección al suelo, y Locatelli se dio cuenta de que su borde inferior no quedaría limpiamente pegado a la tierra. La zanja que el transbordador había abierto había creado una cavidad demasiado grande entre los escombros. Al final, se quedó colgando a un metro por encima del regolito. Las grandes ruedas delanteras sobresalían palpando el borde y se estiraban hacia los escombros situados mucho más abajo. Por un momento, el pequeño vehículo se asemejó a un animal saltando, y entonces se detuvo justamente tras el borde de la rampa.

Locatelli vaciló. No sabía en realidad a qué atenerse, qué debía temer. Por un momento lo había amedrentado la idea de que Hanna pudiera continuar viaje, sin más, dejándolo allí abandonado, a la sombra de una nave espacial inválida que ya ni siquiera podía llenarse de aire para respirar. Sin embargo, ahora, mientras veía al canadiense bajar, la fuente de su malestar se centró en la posibilidad de que Hanna acabase con él de manera rápida antes de largarse. Indeciso, dio un paso en dirección a la rampa.

—¿Qué pasa? —preguntó el canadiense—. ¿No piensas acompañarme?

—¿Acompañarte? —repitió Locatelli.

—Todavía puedes serme útil.

«Útil. Aja.»

—¿Y eso por cuánto tiempo será? —preguntó Locatelli—. ¿Cuánto más podré serte útil?

—Hasta que hayamos llegado a la estación de explotación estadounidense. —Hanna señaló la llanura cubierta de polvo—. Durante el tiempo que estuviste sin conocimiento, estuve calculando nuestra posición. A juzgar por lo que veo desde aquí, diría que hemos venido a encallar justamente en la punta del cabo Heráclides. Eso significa que la estación está en dirección nordeste, en medio del mar de basalto, donde colindan el Sinus Iridum y el Mare Imbrium. Aproximadamente a cien kilómetros de aquí.

—¿Y por qué quieres ir hasta allí?

—Porque la estación está automatizada —respondió Hanna—, pero constantemente la visitan inspectores. Se construyó una terminal presurizada para ellos. Una ciudad en miniatura en la que se puede sobrevivir varios meses. Estamos a merced de nuestro sentido de la orientación para llegar allí, ya que los satélites están muertos.

—Pues conéctalos de nuevo.

—¿Cómo se te ocurre pensar que yo podría hacerlo?

—¿Cómo se te ocurre pensar que yo tengo serrín en la cabeza? —ladró Locatelli—. Se cortaron cuando tú empezaste con todo esto. ¿Acaso vas a contarme que fue una casualidad?

Hanna guardó silencio durante un rato.

—Por supuesto que no —repuso—, pero no está en mi poder deshacer eso. Tuvimos que interrumpir la comunicación después de que fui descubierto. Y ahora no me toques más las narices, ¿entendido? Ayúdame con la navegación y te dejaré en la estación de extracción. Si es que quieres vivir, claro...

Hanna continuaba hablando, pero Locatelli ya no lo escuchaba. Miraba fijamente más allá de la rampa. Algo a un lado del
Ganímedes
había llamado su atención.

—...podrás librarte de mí —decía Hanna—. Sólo tienes que...

¿Por qué el polvo se arremolinaba allí donde el fuselaje del transbordador yacía sobre el regolito? Unas nubecillas que se levantaban a lo largo del flanco, como una locomotora que iniciara el arranque. ¿Qué estaba pasando allí? Los contornos de la nave espacial perdían nitidez, su cuerpo de acero vibraba. De manera imperceptible, el borde de la rampa se fue elevando por encima de los escombros, y eso levantó aún más polvo. También el suelo empezó a temblar.

—...al final, lo que haremos...

—¡El transbordador está resbalando! —gritó Locatelli.

Hanna se volvió bruscamente. El
Ganímedes
se empinó, imposible ya de estabilizarse debido a los bloques de roca que habían dinamitado. Un instante después, la nave se puso en movimiento y retrocedió, levantando arena y piedras. Locatelli vio a Hanna elevarse en el aire y saltar a la rampa que se acercaba a gran velocidad, arrastrando el
buggy
consigo; luego intentó ponerse a resguardo de un salto, tropezó y cayó. En un instante se puso de pie de nuevo, rebotó y salió disparado a un lado...

BOOK: Límite
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