Authors: Schätzing Frank
¿Qué relación tenemos con el mundo que nos rodea?
Como hizo en su impactante novela El quinto día, el magistral autor Frank Schätzing vuelve a sorprendernos con Límite, su nueva y esperada novela.
En un futuro próximo, los recursos energéticos de la tierra han sufrido una radical transformación. Los suministros tradicionales casi se han agotado y el hombre se ha establecido en la luna para extraer un combustible alternativo, de gran eficacia energética e inofensivo para el medio ambiente.
Éste es el punto de partida de Límite, una novela dinámica, trepidante, cargada de suspense y con un ritmo cinematográfico. Fruto de una rigurosa investigación científica, y con un marcado acento ecológico, Frank Schätzing invita al lector a derribar sus barreras mentales y a disfrutar sin límites de este monumental thriller de rabiosa actualidad que no dejará a nadie indiferente.
Frank Schätzing
Límite
ePUB v2.1
Sirhack12.09.11
Título original:
Limit
© Verlag Kiepenheuer & Witsch, GmbH & Со. KG, 2009 © por la traducción, José Aníbal Campos, 2010
Con la ayuda del Colegio Europeo de Traductores de Straelen © Editorial Planeta, S. A., 2010
Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) Primera edición: noviembre de 2010 Depósito Legal: B. 37.742-2010 ISBN 978-84-08-09669-6
ISBN 978-3-462-03704-3 editor Verlag Kiepenheuer & Witsch, GmbH & Со. KG,
Colonia, edición original Composición: Víctor Igual, S. L.
Para Brigitte y Rolf,
que me regalaron la vida en este mundo.
Para Christine y Clive,
que me regalaron un pedazo de la Luna.
2 de agosto de 2024
«I want to wake up in a city that never sleeps...»
Era el viejo Frankie, el de siempre. Impasible ante el cambio urbano sufrido por la ciudad, siempre y cuando, al despertar, hubiera un trago para echarse al coleto.
Vic Thorn se frotó los ojos.
Al cabo de treinta minutos, la alarma automática sacaría de sus camas a todo el personal del turno de mañana. En rigor, a él podía darle igual; como visitante temporal era bastante libre en sus decisiones sobre cómo deseaba pasar el día. No obstante, también los huéspedes debían ajustarse a ciertas formalidades, lo que no significaba forzosamente tener que levantarse temprano, si bien te despertarían igual.
«If I can make it there, I'll make it anywhere...»
Thorn empezó a deshacerse de las correas. Dado que el excesivo reposo en cama le parecía una depravación, no se fiaba de ningún otro automatismo que no fuera el suyo propio, a fin de pasar la menor parte de su tiempo de vida durmiendo. Teniendo en cuenta, sobre todo, que quería decidir por sí mismo qué o quién lo devolvía a su estado de consciencia, a Thorn le encantaba cargar el archivo con sus preferencias musicales. Una tarea que él prefería asignar a la llamada «pandilla de ratas», el célebre Rat Pack, formado por Frank Sinatra, Dean Martin, Joey Bishop y Sammy Davis Jr., esos héroes gamberros de una época pretérita, por la que cultivaba un apego casi romántico. Sin embargo, en un lugar como ése, no había nada, absolutamente nada, que se ajustara a las costumbres del Rat Pack. Incluso la célebre afirmación de Dean Martin, según la cual «Un hombre no está borracho mientras pueda estar en el suelo sin tener que agarrarse a nada», experimentaba su derogación física en un estado de ingravidez, y ni hablar de cómo se hubiese esfumado repentinamente el entusiasmo del gran bebedor al ver que no podía caerse del taburete de la barra en un lugar como ése, o cuando intentara luego salir a la calle, tambaleándose. A 35.786 kilómetros de la superficie terrestre no había prostitutas esperando delante de la puerta, sino únicamente un espacio mortífero, sin aire.
«Top of the list, king of the hill...»
Thorn tarareó la melodía y masculló un «New York, New York» algo desafinado. Con un movimiento de músculos apenas digno de mención, tomó impulso, salió flotando de su litera, se dejó llevar hasta la pequeña ventana de su camarote y miró hacia afuera.
En la ciudad que nunca dormía, el
Huros-ED-4
se encaminaba hacia su próxima misión.
No le preocupaban el frío del espacio ni la absoluta ausencia de atmósfera. Los días y las noches —cuya sucesión, a esa distancia tan enorme de la Tierra, se basaba más en ciertos acuerdos y no en la experiencia sensorial— no poseían para él ninguna validez. Su llamada para despertar tenía lugar en el lenguaje de los programadores. Huros-ED eran las iniciales de Humanoid Robotic System for Extravehicular Demands («Sistema robótico humanoide para misiones extravehiculares»), mientras que el número 4 lo clasificaba entre otras diecinueve variedades de su tipo: todas de dos metros de altura, con el torso y la cabeza bastante parecidos a los de los humanos, mientras que los brazos, demasiado largos, en estado de reposo, recordaban los órganos prensiles de una mantis religiosa. En caso de necesidad, esos brazos se desplegaban con una agilidad sorprendente, y contaban con manos capaces de realizar operaciones sumamente difíciles. Un segundo par de brazos, más pequeño, brotaba del ancho pecho repleto de dispositivos electrónicos y servía como asistente. En cambio, el
Huros-ED-4
carecía totalmente de piernas; es cierto que disponía de un talle y una pelvis, pero en el sitio donde en los humanos empezaban los muslos, al robot le brotaban unas cucharas flexibles dotadas de un dispositivo de aspiración que le garantizaba el sostén en cualquier sitio que fuera necesario. Durante los recesos, el
Huros-ED-4
escogía algún rincón protegido, conectaba sus acumuladores a la red central de electricidad, repostaba con combustible los tanques de su sistema de navegación y se entregaba a la contemplación de la máquina.
Para ese momento, su último receso había tenido lugar ocho horas antes. Desde entonces había estado recorriendo, con absoluta aplicación robótica, los puntos más disímiles de la gigantesca estación espacial. En las zonas exteriores del techo, como llamaban a la parte vuelta hacia el cénit, había estado ayudando a sustituir por unos nuevos los paneles solares desgastados con los años; en el astillero, había ajustado la iluminación del muelle 2, donde se construía una de las naves espaciales para la planeada misión a Marte. Más tarde le ordenaron dirigirse cien metros más abajo, donde estaba la carga útil de carácter científico, fijada a lo largo de los soportes del mástil, con la misión de retirar la defectuosa placa de circuitos de un aparato de medición destinado a examinar la superficie del océano Pacífico frente a las costas de Ecuador. Tras el exitoso reacondicionamiento, su misión ahora consistía en revisar uno de los brazos manipuladores instalados en el puerto espacial, el cual, por razones aún desconocidas, había dejado de funcionar durante un proceso de embarque.
Ir al puerto espacial significaba dejarse caer un largo trecho a lo largo de la estación, hasta un anillo de ciento ochenta metros de diámetro con ocho atracaderos para los transbordadores lunares que llegaban y partían, así como otros ocho para naves de evacuación. Si uno obviaba el hecho de que las naves que allí atracaban atravesaban el vacío en lugar del agua, el ajetreo en aquella plataforma no era muy distinto del que podía verse en Hamburgo o en Roterdam, los puertos marítimos más grandes de la Tierra, en los que, por cierto, también había grúas y enormes brazos robóticos instalados sobre raíles, también conocidos con el nombre de manipuladores. Ahora, uno de aquellos brazos había interrumpido en plena faena la operación de carga de un transportador de mercancías y pasajeros que debía partir hacia la Luna al cabo de pocas horas. Todos los indicadores hablaban en contra de una avería. El brazo debería haber estado funcionando, pero en cierto momento se negó a hacer todo movimiento con la terquedad propia de cualquier aparato y, en su lugar, se quedó con sus efectores desplegados, una mitad sobre el depósito de carga del transbordador y la otra mitad en el exterior, lo que tenía como consecuencia que el cuerpo abierto de la nave no pudiera cerrarse de nuevo.
A través de las rutas de vuelo prescritas, el
Huros-ED-4
fue desplazándose a lo largo de varios transbordadores atracados, esclusas de aire y túneles de conexión, tanques esféricos, contenedores y mástiles, hasta llegar al brazo defectuoso, que destellaba fríamente bajo la luz no filtrada del Sol. Las cámaras ocultas tras los protectores de su cabeza y en los extremos de sus brazos fueron emitiendo imágenes hacia la central de mando a medida que el robot se acercaba a la estructura, al tiempo que sometía a un análisis minucioso cada centímetro cuadrado de la misma, cotejando permanentemente lo que veía con las imágenes que ponía a su disposición la base de datos, y así lo hizo hasta que encontró la razón de la avería.
El
Huros-ED-4
se detuvo. Alguien en el módulo central de navegación exclamó: «¡Vaya mierda!», lo que indujo al robot a solicitar más información. Aunque estaba programado para identificar la voz humana, no fue capaz de reconocer en esa expresión una orden con sentido. La central descartó repetirla, por lo que el aparato, en un principio, no hizo nada más que examinar los daños. Unas esquirlas diminutas se habían incrustado en una de las articulaciones del manipulador. Una alargada y profunda hendidura discurría en línea transversal a lo largo de la estructura, honda como una herida. A primera vista, los dispositivos electrónicos parecían estar intactos, por lo que se trataba de un daño de tipo meramente material, aunque lo suficientemente importante como para hacer que el manipulador se apagara.
La central le ordenó limpiar la articulación.
El
Huros-ED-4
no se movió.
De haber sido humano, su comportamiento podría haberse calificado de indeciso. Finalmente pidió más información, expresando así, a su manera un tanto vaga y particular, que aquel asunto lo estaba desbordando. Por muy revolucionaria que fuera la serie de fabricación —mando a base de sensores, realimentación de impresiones sensoriales, capacidad de acción flexible y autónoma—, ello no cambiaba el hecho de que los robots eran máquinas que pensaban en patrones. El
Huros-ED-4
veía aquellas esquirlas, pero al mismo tiempo no las veía. Tal vez supiera que estaban allí, pero no sabía lo que eran. Igualmente era capaz de registrar la grieta, pero no estaba en condiciones de establecer ningún vínculo entre ésta y la información por él conocida. Debido a esto, las partes defectuosas no existían para él y, en consecuencia, tampoco podía explicarse qué era exactamente lo que tenía que limpiar. Así pues, no limpió nada.
De haber tenido un ápice de consciencia, los robots habrían percibido su existencia como una vida libre de preocupaciones.
Eso hacía que otros tuvieran que preocuparse algo más. Vic Thorn había tomado una larga ducha, había escuchado
My way,
se había vestido con camiseta, zapatillas deportivas y pantalones cortos, y había decidido empezar el día en el gimnasio. Pero en eso recibió la llamada de la central.
—¿Podrías ayudarnos a solucionar un problema? —preguntó Ed Haskin, bajo cuya responsabilidad se encontraban el puerto espacial y los sistemas acoplados a él.