Authors: Schätzing Frank
—Aun a riesgo de deprimirlo, debo decirle que no sé absolutamente nada acerca de usted.
—Porque te has pasado todo el vuelo hablando únicamente de
ti
—apuntó Sushma en tono reprobatorio.
—¿De veras? Tiene usted que disculpar mi necesidad de comunicación.
—Está bien —dijo Hanna, con un gesto que le restaba importancia al asunto—. No hay mucho que contar acerca de mí. Trabajo más bien en el anonimato.
—¿Inversiones?
—Exactamente.
—Interesante —dijo Nair, frunciendo los labios—. ¿En qué ramo?
—En el de la energía, principalmente. Pero también un poco de todo —explicó Hanna, vacilante—. Tal vez le interesará saber que nací en Nueva Delhi.
El helicóptero descendió y puso rumbo al helipuerto. La plataforma de aterrizaje ofrecía sitio a tres aparatos del mismo tamaño y estaba marcada con un símbolo fluorescente, una O plateada rodeada por una estilizada luna de color naranja: el logotipo empresarial de Orley Enterprises. Al borde del helipuerto, Hanna reconoció la presencia de personas uniformadas: los encargados de recibir a los viajeros y su equipaje. Una mujer esbelta, vestida con un traje de chaqueta y pantalón de color claro, se apartó del grupo. El viento levantado por las aspas del rotor tiraba de su ropa, su pelo centelleaba bajo los rayos del sol.
—¿Conque es usted oriundo de Nueva Delhi? —Sushma Nair, visiblemente conmovida por aquella confesión inesperada, se acercó a Hanna—. ¿Y cuánto tiempo vivió usted allí?
Suavemente, el aparato tocó el suelo. La puerta saltó hacia un lado y una escalera se desplegó.
—Charlaremos de ello en la piscina —la consoló Hanna, que cedió el paso a la pareja de indios y los siguió luego sin mucha prisa.
La sonrisa de Nair ganó en esmalte dental, mostrando a los que los esperaban, al entorno, a la vida, un aspecto radiante; inhaló el aire insular a través de las aletas de su nariz y profirió exclamaciones como «¡Ah!» o «¡Increíble!». Apenas vio a la mujer con el traje de chaqueta y pantalón, empezó a alabar las instalaciones con las palabras más elogiosas, mientras que Sushma iba intercalando indiferentes expresiones de bienestar. La esbelta mujer dio las gracias. Nair continuó hablando sin parar, diciendo lo maravilloso y logrado que estaba todo. Hanna ejercitó un poco su paciencia, al tiempo que dejaba que el aspecto de la mujer hiciera su efecto sobre él. Treinta y muchos años, con el pelo rubio ceniza recogido en forma de casquete, de aspecto cuidado y, a la vez, con esa gracia natural de la que ella jamás era plenamente consciente, muy bien podría haber interpretado el papel de la protagonista de
La trampa de Venus
en cualquier anuncio publicitario para una entidad de crédito o una marca de cosméticos. En realidad, era ella quien dirigía Orley Travel, la filial turística de Orley, lo que la convertía en la segunda persona más importante en el imperio económico más grande del mundo.
—Carl —dijo ella, sonriendo y tendiéndole la mano. Hanna vio unos ojos de color azul marino, de una intensidad irreal, con un iris rodeado por una estela oscura. Eran los mismos ojos de su padre—. ¡Qué bien tenerlo aquí como huésped!
—Gracias por la invitación —dijo Carl Hanna, respondiendo al apretón de manos y bajando la voz a continuación para añadir—: ¿Sabe una cosa? Había preparado un par de comentarios amables sobre el hotel, pero me temo que mi antecesor ha agotado todos mis cartuchos con sus salvas.
—¡Ja, ja, ja! —Nair le dio unas palmadas en el hombro—. Lo siento, amigo mío, pero ¡nosotros tenemos Bollywood! Su cedrino carisma canadiense no podría competir con tanta poesía y tanto
pathos.
—No le haga caso —dijo Lynn sin apartar la mirada—. Yo soy muy receptiva para el carisma canadiense. También para la variante silenciosa.
—En ese caso, no me dejaré amilanar —prometió Hanna.
—Cualquier otra cosa me la tomaría a mal.
En torno a ellos, unas criaturas serviciales se ocupaban de descargar montones de piezas de equipaje de aspecto desgastado. Hanna sospechó que pertenecían a los Nair. Piezas sólidamente trabajadas, en uso desde tiempos inmemoriales. Él, por su parte, sólo traía consigo una pequeña maleta y un maletín.
—Vengan —les dijo Lynn afablemente—. Les mostraré las habitaciones.
Desde la terraza, Tim vio a su hermana abandonar el helipuerto acompañada de una pareja de aspecto indio y un hombre de proporciones atléticas. Luego los vio dirigirse hacia el edificio de la recepción. Él y Amber ocupaban una habitación esquinera en la quinta planta, desde donde se les ofrecía una magnífica vista panorámica. A cierta distancia relucía al sol la plataforma a la que serían trasladados a la mañana siguiente. Otro helicóptero se acercaba en ese momento a la isla, el traqueteo de las aspas anticipándose al aparato.
Tim alzó la cabeza.
Era un día de claridad cristalina poco frecuente.
El cielo se extendía sobre el mar como una cúpula de color azul oscuro. Como si fuese un ornamento o una ayuda para orientarse, de él colgaba una única nube, una nube deshilachada y aparentemente inmóvil. Tim no pudo evitar recordar una vieja película que había visto hacía muchos años, una tragicomedia en la que un hombre crecía en una pequeña ciudad sin haber salido jamás de ella. Allí había asistido a la escuela, se había casado, había aceptado un trabajo, se reunía con amigos a los que conocía desde que era niño. Pero entonces, a la edad de treinta y cinco años más o menos, descubrió que era la involuntaria estrella de un programa de televisión y que la ciudad no era más que una colosal falsificación, un sitio lleno de cámaras, paredes falsas y focos de plató. Todos los habitantes, menos él, eran actores con contratos vitalicios —por lo menos mientras él viviera, por supuesto—, y, en consecuencia, el cielo se reveló entonces como una enorme cúpula pintada de azul.
Tim Orley entornó un ojo y mantuvo el dedo índice derecho a cierta altura, de tal modo que la punta parecía tocar el borde inferior de la nube, que se balanceó sobre el dedo como un tapón de algodón.
—¿Te apetece tomar algo? —le gritó Amber desde el interior.
Tim no respondió; rodeó su muñeca con la mano izquierda e intentó mantener el dedo tan quieto como fuera posible. Primero no sucedió nada, pero luego, a un ritmo infinitamente lento, la diminuta nube se desplazó en dirección al este.
—El bar está bien abastecido, hasta arriba. Tomaré un Bitter Lemon. ¿Qué te apetece a ti?
La nube se movió. Ahora continuaría desplazándose. Por razones desconocidas, contribuía bastante a la tranquilidad de Tim el hecho de que aquella nube no estuviera clavada o pintada allí arriba.
—¿Qué? —preguntó él.
—Te preguntaba si te apetecía beber algo.
—Sí.
—¿Qué?
—No tengo ni idea.
—Santo cielo. Miraré si tienen eso.
Tim dedicó de nuevo su atención a Lynn. Amber se le unió en la terraza y, con gesto tentador, balanceó ante él una botella abierta de Coca-Cola que sostenía entre el índice y el pulgar. Tim cogió la botella en un gesto mecánico, se la llevó a los labios y bebió sin mirar lo que estaba bebiendo. Su mujer lo observó. Luego dirigió su mirada hacia abajo, donde la hermana de Tim desaparecía en la recepción acompañada del pequeño séquito.
—Ah, vaya —corroboró Amber.
Tim no dijo nada.
—¿Sigues preocupado?
—Ya me conoces.
—¿Por qué? Lynn tiene buen aspecto. —Amber se apoyó contra la barandilla y bebió un ruidoso sorbo de su limonada—. Si quieres que te diga mi opinión, su aspecto es incluso muy bueno.
—Y es eso precisamente lo que me preocupa.
—¿Que tenga buen aspecto?
—Sabes bien a lo que me refiero. Está intentando ser más que perfecta otra vez.
—Venga ya, Tim...
—Ya lo has vivido antes, ¿no es cierto?
—He visto, sobre todo, que lo tiene todo bajo control aquí.
—¡Todo aquí tiene a Lynn bajo control!
—Muy bien, ¿y qué es lo que debe hacer entonces, en tu opinión? Julian ha invitado a un montón de ricachones excéntricos, y ella tiene que ocuparse de los huéspedes. Él les ha prometido dos semanas en el hotel más exclusivo de todos los tiempos, y Lynn es la responsable de todo. ¿Acaso debe ponerse a hacer chapuzas, andar por ahí despeinada y refunfuñando, desatendiendo a sus huéspedes sólo en vista de que es un ser humano?
—Por supuesto que no.
—¡Esto es un circo, Tim! Y ella es la directora de ese circo. Tiene que estar perfecta; de lo contrario, se la comen los leones.
—Ya lo sé —repuso él con impaciencia—. Pero no se trata de eso. Es que noto, otra vez, ese estrés en ella.
—A mí no me parece demasiado estresada, la verdad.
—Porque a ti puede engañarte. Porque engaña a todo el mundo. Ya sabes cuán bien se le dan las relaciones públicas.
—Perdona, pero ¿no será que lo estás dramatizando todo un poquito?
—No estoy dramatizando nada, de verdad que no. Está todavía por ver si ha sido una idea brillante participar de toda esta chorrada, pero, en fin, eso ya no puede cambiarse. Tú y Julian me habéis...
—¡Eh! —En los ojos de Amber centelleó una mirada de advertencia—. No vuelvas a decir que te hemos engatusado.
—¿Ah, no? ¿Y qué habéis hecho?
—Nadie te ha engatusado.
—¡Venga ya, por favor! Habéis sido endemoniadamente insistentes.
—¿Y qué? ¿Qué edad tienes? ¿Cinco años? Si no hubieras querido venir...
—Yo no quería venir. Estoy aquí por Lynn. —Tim suspiró y se pasó la mano por los ojos—. ¡Está bien, de acuerdo! ¡Ella tiene muy buen aspecto! Parece estar estable, pero así y todo...
—Tim. ¡Ella ha construido este hotel!
—Sí —asintió él—. Eso está claro. ¡Y el hotel es magnífico! Sinceramente.
—Me tomaré en serio lo que acabas de decir. Lo único que no quiero es que uses a Lynn como pretexto sólo porque no consigues apañártelas con tu padre.
Tim probó entonces el sabor amargo de la ofensa. A continuación, se volvió hacia su mujer y negó con la cabeza.
—Eso es injusto —dijo en voz baja.
Amber hizo girar su limonada entre los dedos. Durante un rato reinó el silencio entre ambos. Luego ella rodeó el cuello de Tim con el brazo y lo besó.
—Perdona.
—No pasa nada.
—¿Has hablado ya con Julian acerca de esto?
—Sí, en tres ocasiones, y adivina qué dice. Insiste en que Lynn está estupendamente. Tú opinas lo mismo. Así que, al parecer, el idiota soy yo.
—Por supuesto que lo eres. Eres el idiota más encantador que haya conseguido sacarme jamás de quicio.
Tim mostró una sonrisa algo torcida. Atrajo a Amber hacia sí, pero su mirada se dirigió más allá de la barandilla. El helicóptero que había traído al atleta y a la pareja de indios se alejaba con un sordo estruendo hacia el mar abierto. En su lugar, un nuevo aparato flotaba sobre el helipuerto, preparándose para aterrizar. Abajo, Lynn salió de la recepción para dar la bienvenida a los nuevos huéspedes. Los ojos de Tim se deslizaron a lo largo del escarpado terreno situado entre el hotel y los acantilados, el desolado campo de golf; luego recorrieron el camino que bajaba hasta el paseo de la costa. Las dislocaciones del terreno y los desfiladeros habían hecho necesaria la construcción de varios pequeños puentes, con el resultado de que ahora uno podía recorrer a pie cómodamente todo el lado oriental de la Isla de las Estrellas. Entonces, Tim vio a alguien que avanzaba por el sendero. En dirección opuesta se veía caminar una pequeña figura cuyo blanco cuerpo centelleaba bajo el sol.
Era tan blanco como el marfil.
Finn O'Keefe la vio y se detuvo. La mujer avanzaba a ritmo de marcha. Tenía un aspecto curioso, con unas extremidades tan delgadas como varas, casi anoréxicas, pero muy bien formadas. Tenía la piel blanquísima, y también blanco era su pelo largo y ondulante. Llevaba un traje de baño a medida de color perlado, unas zapatillas deportivas del mismo tono, y se movía con la gracia de una gacela. Era una persona acostumbrada a los titulares.
—Hola —dijo Finn.
La mujer detuvo la marcha y se acercó con paso suave.
—¡Hola! ¿Quién eres?
—Soy Finn.
—Ah, sí. Finn O'Keefe. En la pantalla tienes otro aspecto.
—Siempre suelo tener aspectos distintos.
Él le tendió la mano. Los dedos de la mujer, largos y delgados, le apretaron la suya con una firmeza sorprendente. Ahora que ella estaba tan cerca de él, Finn pudo ver que sus cejas y sus pestañas eran tan blancas como su cabello, mientras que su iris tenía cierta tonalidad violeta. Bajo la nariz pequeña y recta sobresalía una boca bastante abultada de labios casi incoloros. A Finn O'Keefe le pareció una especie de
alien
atractivo, cuya piel, demasiado estirada, empezaba a arrugarse en algunos puntos. Estimó que la mujer habría superado hacía poco la barrera de los cuarenta.
—¿Y usted quién es? ¿O quién eres tú?
—Soy Heidrun —dijo ella—. ¿También formas parte del grupo que va a viajar?
Su inglés sonaba como si recorriera unos pasadizos mellados. Finn intentó clasificar su acento. Los alemanes, en la mayoría de los casos, hablaban un inglés que sonaba como una sierra; el de los escandinavos, en cambio, era suave y melodioso. Heidrun, concluyó Finn, no era alemana, tampoco danesa ni sueca.
—Sí —respondió él—. Yo también estoy en el grupo.
—¿Y? ¿Estás cagado de miedo?
Él soltó una carcajada. Ella no parecía impresionada en absoluto por habérselo encontrado allí. Expuesto a la agotadora admiración de incontables mujeres que preferían tener a sus maridos en el jardín o en viaje de negocios a fin de verlo a él en sus camas, Finn siempre estaba huyendo de tales muestras; por no hablar de los hombres que lo adoraban.
—Para ser sincero, lo estoy, un poquito.
—No pasa nada, yo también.
Heidrun se apartó de la frente su melena empapada en sudor, se volvió, extendió los dedos pulgar e índice de ambas manos formando un ángulo recto, juntó las yemas y observó la plataforma en medio del mar a través del recuadro. Sólo si se miraba muy detenidamente podía distinguirse aquella raya negra vertical.
—¿Y qué es lo que quiere él de ti? —preguntó ella repentinamente.
—¿Quién?
—Julian Orley. —Heidrun dejó caer las manos y dirigió su mirada violeta hacia Finn—. A fin de cuentas, espera algo de cada uno de nosotros.
—¿Ah, sí?
—Bueno, no hagas como si no lo supieras. En cualquier otro caso, no estaríamos aquí, ¿no te parece?