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Authors: Schätzing Frank

Límite (6 page)

BOOK: Límite
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¿Cómo iba a sobrevivir aquella pobre mujer los próximos catorce días?

Evelyn Chambers estiró su cuerpo de latina. No estaba nada mal para tener cuarenta y cinco años, pensó. Todo estaba terso aún, aunque en algún que otro punto podía verse el inevitable aumento de la grasa muscular y algunos síntomas de celulitis encrespaban algunas zonas del trasero y los muslos. Evelyn parpadeó al sol. El chillido de las aves marinas colmaba el aire. Sólo entonces le llamó la atención que en el cielo sólo pudiera verse una única nube, como si el hijo de una nube se hubiese extraviado por aquellos lares. Parecía estar muy alta en el cielo, pero ¿qué significaba alto? Pronto viajaría mucho más allá del punto donde las nubes perduran.

Arriba, abajo, todo era cuestión de perspectiva.

En su mente hizo un repaso de los participantes de aquella expedición en su valor mediático aprovechable. Ocho parejas y ocho
singles,
sin contarla a ella. A algunos de los presentes no les agradaría que ella participase. Finn O'Keefe, por ejemplo, que se negaba a acudir a programas de entrevistas. O los Donoghue: archirrepublicanos a los que les gustaba poco que la poderosa presentadora de televisión estadounidense militara en el bando demócrata. Era cierto que Chambers había hecho algunas incursiones activas en la política, por ejemplo, en el año 2018, cuando aspiró al cargo de gobernadora de Nueva York, en una campaña que comenzó de manera triunfal pero acabó en un auténtico desastre, si bien su influencia sobre la opinión pública salió ilesa de todo aquello.

¿Mukesh Nair? Otro al que no le gustaba ir a los
talkshows.

En cambio, Warren Locatelli y su esposa japonesa poseían cierto valor como entretenimiento. Locatelli era vanidoso y borde, pero por otro lado era genial. Existía una biografía suya titulada
¿Cómo sería el mundo si Locatelli lo hubiera creado?,
en la que se expresaba, con acierto, el modo en que aquel hombre se veía a sí mismo. A Locatelli le gustaba la navegación a vela y el año anterior había ganado la Copa América, pero su verdadera pasión era el deporte de las carreras. Omura había aparecido durante mucho tiempo en algunos indigestos experimentos cinematográficos, antes de conseguir un éxito notable con el drama artístico
Loto negro.
Era una persona arrogante y —hasta donde podía juzgar Evelyn Chambers— incapaz de sentir empatia.

¿Quién más? Estaba Walo Ögi, inversionista suizo, coleccionista de arte. Tenía participaciones en todos los negocios inmobiliarios imaginables, aseguradoras, líneas aéreas y empresas del automóvil, pasando también por Pepsi-Cola, empresas madereras de los trópicos y de alimentos precocinados. Según se rumoreaba, estaba planeando la construcción de un segundo Mónaco por encargo del príncipe monegasco. Pero la que le parecía más interesante a Chambers era Heidrun Ögi, su tercera esposa, de la que se decía que había financiado su estudio fotográfico como bailarina de
striptease
y actriz en películas pornográficas. Del grupo también formaban parte Marc Edwards, cuya popularidad se debía al desarrollo de chips cuánticos, tan diminutos que podían activarse con un solo átomo, y Mimi Parker, creadora de la llamada «moda inteligente», cuyas telas estaban tejidas con los chips de Edwards. Eran personajes divertidos, atléticos y comprometidos socialmente, moderadamente interesantes. Posiblemente los Tautou daban más de sí. Bernard Tautou tenía ambiciones políticas y ganaba miles de millones en el negocio del agua, un tema que ocupaba a las organizaciones de derechos humanos con bastante regularidad.

La octava pareja provenía de Alemania. Eva Borelius era considerada la reina no coronada de las investigaciones con células madre, y su compañera, Karla Kramp, trabajaba como cirujana. Eran dos lesbianas de exhibición. Estaban, además, Miranda Winter, ex modelo y flamante viuda de un industrial, así como Rebecca Hsu, la Coco Chanel de Taiwán. Las cuatro habían mostrado sus interioridades en el plató de «Chambers», mientras que sobre Carl Hanna, por el contrario, no sabía lo más mínimo.

Con gesto reflexivo, Evelyn Chambers se frotó la barriga con crema solar.

Hanna era un hombre extraño. Un inversionista privado canadiense nacido en Nueva Delhi en 1981, hijo de un adinerado diplomático británico. A la edad de diez años se trasladó con su familia a British Columbia, donde más tarde estudió economía. Años de enseñanza en la India, accidente mortal de sus padres, regreso a Vancouver. Por lo visto, había sabido invertir inteligentemente su herencia, lo suficiente como para no tener que dar un palo al agua nunca más, aunque, según los rumores, estaba planeando invertir en la industria astronáutica india. Eso era todo cuanto Evelyn sabía. El curriculum de un especulador. Por supuesto que no todos tenían que ser vanidosos como Locatelli. Pero Donoghue, por ejemplo, boxeaba. Rogachov tenía formación en todas las disciplinas deportivas imaginables y, pocos años antes, había comprado el Bayern de Munich. Edwards y Parker practicaban el buceo; Borelius, la equitación; Kramp jugaba al ajedrez, y O'Keefe podía señalar una escandalosa carrera como drogadicto y había vivido un tiempo entre los gitanos de Irlanda. Todos tenían algo que mostrar que los identificaba como personalidades de carne y hueso.

Hanna poseía varios yates.

En un principio, en lugar de Hanna, el que debería haberles acompañado en ese viaje era Gerald Palstein, jefe del ejecutivo de EMCO, el tercer consorcio minero más grande del mundo. Un espíritu liberal que muchos años antes había meditado en voz alta sobre el fin de la era de los combustibles fósiles. A Chambers le habría gustado conocerlo, pero el mes anterior Palstein había sido blanco de un atentado, y las heridas sufridas fueron tan graves que tuvo que cancelar su participación. Hanna fue entonces a ocupar su sitio.

¿Quién era el tipo?

Chambers decidió averiguarlo, sacó las piernas de la tumbona y se acercó a la barandilla de la terraza. Muy por debajo de ella centelleaba la enorme piscina del hotel Stellar Island. Algunos chapoteaban ya en el agua de color azul turquesa; se les acababan de unir Heidrun Ögi y Finn O'Keefe. Chambers reflexionó sobre si debía bajar donde ellos o no, pero de repente sintió vértigo ante la idea de tener que entablar una conversación y se apartó de la barandilla.

Era algo que le estaba sucediendo cada vez con mayor frecuencia. Una reina de la charla frívola con alergia a charlar. Fue a buscar un trago y esperó a que se le pasara el ataque.

O'Keefe siguió a Heidrun hasta el bar de la piscina, donde un hombre de buen porte, de unos sesenta años, explicaba algo gesticulando mucho con los brazos. Gozaba de la atención que le prestaban una pareja de aspecto atlético que lo escuchaban con absoluta concordia, reían casi al unísono y soltaban simultáneas exclamaciones de «¡No me diga!», dejando entrever qué clase de gente formaba parte de aquel tándem.

—Fue algo drástico, por supuesto —dijo el hombre de mayor edad, y rió—. Totalmente exagerado, pero ¡estuvo bien precisamente por eso!

Los rasgos del hombre mostraban cierta nobleza a pesar de las arrugas, poseía una nariz robusta, romana, un mentón escultural. El cabello, surcado por hilos de plata, era recio como el alambre y estaba peinado hacia atrás con gomina; su bigote casi se correspondía con el grosor de sus cejas.

—¿Qué era exagerado? —preguntó Heidrun, y lo besó.

—El musical —dijo el hombre, dirigiendo su mirada hacia O'Keefe—. ¿Quién es este señor,
mein Schatz?

A diferencia de Heidrun, el hombre hablaba un inglés cuidado, casi sin acento. La particularidad radicaba en que había llamado «amor mío» a su esposa en alemán,
«mein Schatz».
Heidrun se colocó a su lado y apoyó la cabeza sobre su hombro.

—¿Es que nunca vas al cine? —preguntó ella—. Éste es Finn O'Keefe.

—Finn... O'Keefe. —Sobre la alta frente del caballero, las arrugas se transformaron en un signo de interrogación—. Lo siento, pero...

—Interpretó a Kurt Cobain.

—¡Oh, sí! ¡Estupendo! Me alegro de conocerlo. Yo soy Walo. Heidrun ha visto todas sus películas. Yo no, pero recuerdo
Hyperactive.
¡Un trabajo increíble!

—Mucho gusto —sonrió O'Keefe. No tenía ningún problema con conocer a gente, sólo que le parecía terriblemente tedioso todo el ritual de las mutuas presentaciones; estrechar manos y asegurarle a una persona a la que jamás se ha visto antes lo grandioso que es encontrársela allí.

Ögi presentó entonces a la rubia que estaba a su lado como Mimi Parker, una
all american girl
de piel bronceada, con las cejas oscuras y unos dientes perfectos. «Presumiblemente californiana», pensó O'Keefe. California parecía tener una especie de patente sobre esa clase de chicas.

—Mimi hace una moda increíble —explicó Ögi con entusiasmo—. Si lleva usted un jersey hecho por ella, no tendrá que acudir jamás al médico.

—Oh. ¿Y cómo es eso?

—Pues muy sencillo. —Parker tenía intención de decir algo, pero Ögi se le había adelantado—: ¡El jersey mide las funciones corporales de uno! Suponiendo que se le presente a usted un principio de infarto, la prenda de ropa envía su historial clínico al hospital más próximo y llama a la ambulancia.

—Pero ¿también puede operar?

—Lleva unos transistores entretejidos en la tela —explicó Parker seriamente—. La prenda de ropa es prácticamente un ordenador con millones de sensores. Crean una interfase con el cuerpo del portador, pero también se los puede conectar con cualquier sistema externo.

—Suena molesto, como si picara.

—Intercalamos en la ropa los chips cuánticos de Marc. Eso no pica.

—Por cierto —dijo el hombre rubio, tendiéndole la mano a O'Keefe—. Él es Marc Edwards.

—Mucho gusto.

—Mire usted —dijo Parker, señalando su traje de baño—. Solamente aquí hay dos millones de sensores. Entre otras cosas, miden mi temperatura corporal y la transforman en electricidad. Claro que de una central eléctrica corporal sólo se obtienen cantidades ínfimas de energía aprovechable, pero ésta bastaría para caldear el bañador si fuera necesario. Los sensores reaccionan ante la temperatura del agua y de la atmósfera.

—Interesante.

—Por cierto, yo sí que he visto
Hyperactive
—dijo Edwards—. ¿Es verdad que aprendió a tocar la guitarra para interpretar el papel?

—El clásico caso de información errónea —dijo Heidrun, aburrida—. Finn creció con la guitarra y el piano. Tiene incluso su propia banda.

—Tuve —repuso O'Keefe al tiempo que alzaba las manos—. Tuve una banda, pero nos reuníamos en escasas ocasiones.

—La película me pareció estupenda —señaló Edwards—. Es usted uno de mis actores preferidos.

—Gracias.

—Cantó usted magníficamente en esa peli. ¿Cómo se llamaba el grupo?

—The Black Sheep.

Edwards puso una cara como si sólo le faltara un pelín para recordar a The Black Sheep y todos sus éxitos.

—Créame, no ha oído hablar nunca nada de nosotros.

—Claro que no. —Ögi le puso un brazo sobre los hombros y bajó la voz—. Entre nosotros, joven, todos éstos son unos crios. Apuesto cualquier cosa a que ninguno sabe quién fue Kurt Cobain.

Mimi Parker miró insegura de uno a otro.

—Para ser sincera...

—Ah, ¿es que existió realmente el tal Cobain? —se maravilló Edwards.

—Es una figura histórica. —Ögi sacó un puro, le cortó el extremo y lo prendió lentamente—. El trágico héroe de una generación que adoraba el suicidio. Un romántico bajo la túnica del nihilismo. El dolor universal, la latente añoranza de la muerte, nada que no podamos encontrar también en Schubert o en Schumann. Una muerte fulminante. ¿Cómo se preparó usted para el papel, Finn?

—Pues...

—¿Intentó ser él?

—Para ello tendría que haberse puesto hasta las cejas de drogas —dijo Edwards—. Ese Cobain estaba todo el tiempo colocado.

—Tal vez lo hiciera —opinó Ögi—. ¿Lo hizo?

O'Keefe negó con la cabeza, riendo. ¿Cómo podía explicarles a un grupo de personas en una piscina, o a cualquiera, la manera en que se interpretaba a Kurt Cobain?

—¿No llaman a eso
method acting?
—preguntó Parker—. El actor renuncia a su identidad en beneficio del personaje cinematográfico semanas e incluso meses antes del rodaje. Se prescribe prácticamente una especie de lavado de cerebro.

—No, no es del todo así. Yo trabajo de un modo diferente.

—¿Cómo trabaja usted?

—Según un método más profano. Es un trabajo, ¿entiende? Sencillamente eso, un trabajo.

Parker parecía decepcionada. O'Keefe sintió que la mirada violeta de Heidrun recaía sobre él. Empezó a sentirse incómodo. Todos lo miraban.

—Usted hablaba precisamente de un musical —le dijo a Ögi, a fin de desviar el foco de la atención de su persona—. ¿De qué musical se trata?

—Nine eleven
—repuso Ögi—. Lo vimos la semana pasada en Nueva York. ¿Ya lo ha visto?

—Aún no.

—Nosotros estamos pensando en ir —comentó Edwards.

—Vaya. —Ögi empezó a soltar señales de humo—. Como le he dicho, ¡es drástico! Podrían haber hecho que la obra derrochase piedad, pero, por supuesto, el argumento necesita una puesta en escena vigorosa.

—Dicen que la escenografía es imponente —señaló Parker, entusiasmada.

—Holográfica. Uno cree que está dentro de la trama.

—Me gusta el aria del policía y la muchacha. La pasan constantemente por la radio. «Hasta la muerte, niña mía...»

Ella empezó a tararear una melodía. O'Keefe esperó no tener que decir su opinión sobre el tema. Ni había visto
Nine eleven
ni tenía intenciones de ir a ver la obra.

—No vale la pena ir a verla por la trama, que es bastante
kitsch
—resopló Ögi—. Claro, Jimeno y McLoughlin están interpretados de una manera decente, también sus mujeres, pero fundamentalmente vale la pena ir por los efectos especiales. Cuando llegan los aviones, ¡no podrían creerlo! Y también por el tipo que interpreta el papel de Osama bin Laden. Es realmente exorbitante.

—¿Es un bajo?

—Barítono.

—Me voy a nadar —dijo Heidrun—. ¿A alguien le apetece acompañarme? ¿Finn?

«Gracias», pensó el actor.

Finn fue hasta su habitación y se cambió de ropa. Diez minutos después, ambos competían en la piscina nadando estilo libre. Dos veces seguidas, Heidrun lo dejó atrás, y sólo a la tercera consiguieron llegar simultáneamente al borde de la piscina. La mujer se apoyó en él y se elevó. Con una mano, Walo le lanzó un beso rodeado del humo del puro, para luego volverse y seguir contando sus historias con gesto grandilocuente. En ese preciso instante entraron en las instalaciones un hombre atlético y una mujer llena de curvas con una cabellera color rojo fuego.

BOOK: Límite
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