Límite (9 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—De Rogamittal —dijo Hanna sonriente—. Por supuesto, creo incluso que compartimos una misma pasión.

—¿Cuál sería? —preguntó Rogachov con cautela.

—El fútbol.

—¿Le gusta el fútbol?

La impenetrable cara de zorro del ruso se puso en movimiento. «Vaya», pensó Chambers. En su mente se abrió el curriculum de Hanna. Interesada, la presentadora contempló al canadiense, cuyo cuerpo parecía estar compuesto únicamente de músculos, pero sin tener ese aspecto desmañado típico de los fisioculturistas. El pelo y la barba estaban cortados al milímetro. Con sus pobladas cejas y su hoyuelo en el mentón, podría haber actuado en el reparto de cualquier película de guerra.

Rogachov, que más bien se comportaba de un modo distante frente a los desconocidos, sacó a relucir casi un gesto eufórico al oír hablar de fútbol. De repente empezaron a hablar de cosas que Chambers no entendía. Entonces Evelyn se despidió y continuó su recorrido. En el bar, fue a parar directamente a los brazos de Lynn Orley, que la presentó a los Nair, a los Tautou y a Walo Ögi. enseguida le cayó bien aquel suizo que hablaba por los codos. Autosuficiente y con cierta tendencia burlesca al patetismo, el señor Ögi se reveló de inmediato como un hombre mundano y, al mismo tiempo, cortés, aunque de una manera un tanto pasada de moda. En general no se hablaba de otra cosa que del inminente viaje. Para su deleite, Evelyn Chambers no tuvo que esperar mucho para llamar la atención de Heidrun Ögi, ya que ésta le hizo una jovial seña para que se acercara y presentarle, con picara alegría, a un Finn O'Keefe que la observó con mirada forzada. Chambers consiguió no formularle ninguna pregunta en un espacio de cinco minutos, y llegó incluso a asegurarle al actor que eso no cambiaría.

—¿Nunca? —preguntó O'Keefe, impaciente.

—Mientras duren estos catorce días —respondió la presentadora—. A partir de entonces, seguiré probando suerte.

No mirar fijamente a Heidrun era una tarea, con mucho, más difícil que escapar al campo gravitacional de los pechos de Miranda Winter, que eran, ciertamente, ondulantes paisajes de placer con los que uno podía deleitarse, pero no perderse. Winter, en general, era un mero boceto. Tener sexo con ella, según estimaba Chambers, se asemejaría a limpiar con la lengua una tarrina de miel, una tarrina de la que no saldría otra cosa aparte de miel, algo dulce y tentador, pero profano al cabo de un rato, aburrido incluso, siempre asociado al peligro de empacharse. El cuerpo despigmentado y anoréxico de Heidrun, en cambio, su pelo blanco, tan blanco como la nieve, prometía una experiencia erótica extrema.

Chambers suspiró en su interior. En un círculo como ése no podía permitirse ciertos deslices, sobre todo teniendo en cuenta que la suiza parecía llevar escrito en la frente que no le interesaban las mujeres.

Por lo menos, no en ese sentido.

Un poco más allá, Chambers vio la descuellada figura de tonel de Chuck Donoghue. Su mentón brotaba hacia adelante como el de un general, el pelo rojizo y cada vez más ralo había sido peinado a golpe de secador y le confería un aspecto ecuestre. Había iniciado un tronante ataque verbal contra dos mujeres, una alta y huesuda, con cabellos rojos, y la otra morena y menuda, aparentemente salida de una pintura de Modigliani. Eran Eva Borelius y Karla Kramp. A intervalos regulares, la disertación de Chuck quedaba contrarrestada por el falsete maternal de Aileen Donoghue. Con sus mejillas sonrosadas y su tupé plateado, uno esperaba verla salir pitando en cualquier momento y servirse el pastel de manzana hecho por ella misma, algo que, según se rumoreaba, hacía con sumo entusiasmo, siempre y cuando no estuviera ayudando a Chuck a dirigir el imperio hotelero de ambos. Para hablar con Borelius, Chambers habría tenido que tolerar los pésimos chistes de Chuck, por eso salió en busca de Lynn y la encontró sumida en una charla con un hombre que se le parecía llamativamente. Tenía el mismo pelo rubio ceniza, los ojos azul marino, era la doble hélice de los Orley. Justo en el instante en que Evelyn Chambers se les acercó, Lynn decía lo siguiente:

—No te preocupes, Tim, nunca he estado mejor.

El hombre volvió la cabeza y le dirigió una mirada de reproche.

—Perdonen —dijo Chambers, haciendo ademán de alejarse—. Estoy molestando.

—Para nada —repuso Lynn, sosteniéndola por el brazo—. ¿Ya conoces a mi hermano?

—Mucho gusto. No habíamos tenido el placer.

—Yo no formo parte de la empresa —dijo Tim, muy estirado.

Chambers recordó que el hijo de Julian le había dado la espalda al consorcio hacía varios años. La relación de ambos hermanos era muy íntima, pero entre Tim y su padre había algunos problemas que comenzaron cuando la madre de Tim murió en un estado de demencia, según se rumoreaba. Lynn nunca le había revelado nada más, sólo que Amber, la esposa de Tim, no compartía los resentimientos de su marido para con su padre, Julian.

—¿Sabes por casualidad dónde está Rebecca? —preguntó Chambers.

—¿Rebecca? —dijo Lynn, frunciendo el ceño—. Supongo que bajará en cualquier momento. Acabo de dejarla en su suite.

En realidad, a Chambers le daba absolutamente igual dónde estuviera Rebecca Hsu o con quién estuviera hablando por teléfono. Sólo que tenía la sensación de ser tan poco bienvenida en aquella conversación como la culebrilla, y buscaba un motivo para desaparecer de nuevo de una manera elegante.

—Y, en general, ¿te gusta?

—¡Es estupendo! Oí decir que Julian no llegará hasta pasado mañana, ¿es cierto?

—Ha tenido que quedarse en Houston. Nuestros socios americanos le están causando un poco de estrés.

—Lo sé, se ha estado comentando.

—Pero estará aquí para el gran espectáculo —declaró Lynn, sonriendo—. Ya lo conoces. Le gusta hacer su entrada a lo grande.

—Pero, ante todo, es tu espectáculo —dijo Chambers—. Todo ha quedado fantástico, Lynn. ¡Te felicito! Tim, puede usted estar orgulloso de su hermana.

—¡Gracias, Evy! Muchas gracias.

Tim Orley asintió. Chambers se sintió menos bienvenida que nunca. «Es curioso —pensó—, en realidad no es un chaval poco simpático. ¿Cuál es su problema? ¿Tendrá algún problema conmigo? ¿Dónde me he metido?»

—¿Viajará usted con nosotros? —preguntó la presentadora.

—Yo, eh... Sí, claro, es el gran momento de Lynn. —Tim luchó consigo mismo para arrancarse una sonrisa, le pasó el brazo a su hermana por encima de los hombros y la atrajo hacia sí—. Y créame, estoy infinitamente orgulloso de ella.

Había tanto afecto en sus palabras que Chambers habría tenido todos los motivos para sentirse conmovida. Sólo el tono de voz de Tim le decía: «Lárgate, Evelyn.»

Evelyn Chambers regresó a la fiesta; en cierto modo, estaba desconcertada.

La fase del crepúsculo fue breve pero de ensueño. El sol mostró un derroche de colores violetas y rosas antes de hundirse en el océano Pacífico. La oscuridad sobrevino en cuestión de pocos minutos. Condicionado por la posición del hotel Stellar Island en la ladera, el crepúsculo, para la mayoría de los presentes, no tuvo lugar en el mar, sino que se fue deslizando tras la giba volcánica de la elevación, de modo que sólo O'Keefe y el matrimonio Ögi pudieron disfrutar de la magnífica puesta de sol. Se habían apartado del grupo y habían subido hasta la cúpula de cristal desde la cual podía verse la isla entera, con una vista panorámica al inaccesible lado occidental, cubierto de una selva tropical.

—Dios mío —dijo Heidrun mirando fijamente a lo lejos—. Hay agua por todas partes.

—No es una conclusión que asuste demasiado, cariño. —La voz de Walo Ögi sonó desde la nube de humo de su puro. Había aprovechado la ocasión para cambiarse de ropa, y ahora llevaba una camisa de color azul acero con un pañuelo atado alrededor del cuello, un atuendo algo anticuado.

—Eso, según se mire, hombre que apesta a tabaco —dijo Heidrun volviéndose hacia él—. Estamos sobre una maldita roca en medio del Pacífico —rió—. ¿Tienes claro lo que eso significa?

Ögi exhaló una galaxia de espirales hacia la noche que se cernía sobre ellos.

—Mientras no se acaben los habanos, eso querrá decir que estamos a resguardo aquí.

Mientras la pareja charlaba, O'Keefe deambulaba por allí sin rumbo. La terraza estaba cubierta hasta la mitad por una imponente cúpula de cristal a la que debía su nombre. Sólo unas pocas mesas estaban listas para la cena, pero Lynn le había dicho que, cuando el lugar estuviera en pleno funcionamiento, habría sitio allí para trescientos comensales. Finn miró en dirección al este, donde la plataforma flotaba iluminada sobre el mar. Ofrecía una vista algo fantástica. Sólo la línea era absorbida por la oscuridad de la noche.

—Tal vez muy pronto sentirás deseos de regresar a esta maldita roca —dijo el actor.

—¿Ah, sí? —repuso Heidrun mostrándole los dientes—. Tal vez sea yo quien tenga que sostenerte la manita,
Perry.

O'Keefe sonrió. Después de haberse sumergido durante años, con la testarudez de un
lemming,
en los abismos del cine no comercial, escogiendo sus papeles según el criterio del chico inadaptado, Finn era el primer sorprendido tras haber ganado el Oscar por su interpretación de Kurt Cobain.
Hyperactive
se convirtió en la certificación de su talento. Nadie podía ignorar ahora que la apoteosis del tímido irlandés de mirada ambarina, de rasgos uniformes y labios sensuales, se había consumado hacía mucho tiempo en una abultada lista de producciones de bajo o de ningún presupuesto, en crípticas películas de autor y en desenfocados dramas al estilo Dogma. El antiguo veneno de las taquillas se había convertido ahora en una adicción. Inteligentemente, después de aquello, Finn había evitado coquetear con los videoclubes, y había seguido interpretando los papeles que le gustaban, sólo que ahora esos papeles le gustaban de repente a todo el mundo. De manera invariable, los directores de Azerbaiyán podían contratarlo por cuatro reales cuando a él le gustaba el argumento. Cultivó su origen e interpretó el papel de James Joyce. Se comprometió con los sin techo y las víctimas de las drogas. Hacía tantas cosas buenas delante y detrás de las cámaras que su pasado se cubrió de una especie de nebulosa: nacido en Galway, en la provincia de Connacht; su madre, periodista, y su padre, cantante de ópera, tenor; a temprana edad aprendió a tocar el piano y la guitarra, hizo teatro con el propósito de dominar su timidez, hizo de extra en series de televisión y en películas publicitarias; en el teatro Abbey, de Dublín, fue abriéndose camino con papeles secundarios y protagónicos, brilló con The Black Sheep en un pub llamado O'Donoghue, compuso letras de canciones y escribió cuentos breves; vivió un año entero entre los
tinkers,
los gitanos irlandeses, por mera alianza romántica con la buena y antigua Éire; finalmente, fue tan convincente en su papel del hijo rebelde de un campesino en la serie televisiva «Mo ghrá thú», que lo llamaron desde Hollywood.

Dijeron que sonaba bien y que de algún modo encajaba.

Pocas veces se mencionaba que el tímido Finn, siendo niño, tendía a perder los papeles y a romperles los dientes a sus compañeros de clase, que era considerado vago en el aprendizaje y que, debido a sus dificultades para decidir lo que quería ser, no hacía absolutamente nada. Tampoco se decía nada de sus desavenencias con sus padres, de su desmedido consumo de alcohol y drogas. No recordaba nada de su primer año entre los
tinkers,
ya que se había pasado la mayor parte del tiempo borracho, colocado o ambas cosas a la vez. Después de un exitoso proceso de reinserción social en el Abbey Theatre, un productor alemán lo consideró para el papel protagonista en la versión cinematográfica de un clásico de Patrick Süskind,
El perfume,
sólo que, mientras Ben Wishaw decía su parte, O'Keefe estaba drogado y dormido encima de una prostituta dublinesa y no acudió a la cita. Tampoco se decía una palabra sobre la manera en que había perdido su contrato debido a otros deslices similares, ni que huyó de la serie, a lo que siguieron otros dos años de desamparo entre el pueblo gitano, hasta que por fin decidió reconciliarse con sus padres y se dejó convencer para someterse a un tratamiento de desintoxicación.

Sólo entonces empezó a construirse el mito. Desde el éxito de
Hyperactive
hasta aquel memorable día de enero de 2017 en que a un guionista de origen alemán sin empleo le cayó en las manos un folleto con cincuenta años de antigüedad que marcaría el comienzo de todo un fenómeno literario sin parangón, un galáctico culebrón que jamás se había publicado en Estados Unidos y que, no obstante, podía reclamar con todo derecho su condición de ser la serie de ciencia ficción más exitosa de todos los tiempos. Su protagonista era un astronauta llamado Perry Rhodan, al que O'Keefe había interpretado con desenfado, como siempre, sin preocuparse un comino por el éxito que pudiera tener. Interpretó el papel de tal modo que el perfecto Perry se convirtió en un osado idiota que, por un descuido, construyó en el desierto de Gobi una ciudad llamada Terrania, la capital de la humanidad, para desde allí salir a vagar por la anchurosa Vía Láctea.

La llegada a los cines superó todo cuanto se conocía antes. Desde entonces, O'Keefe había interpretado el papel de héroe del espacio en otras dos películas. Había aprobado un entrenamiento en el centro Orley Space y luchado con sus mareos a bordo de un Boeing 727 adaptado para realizar vuelos parabólicos. En esa ocasión había conocido a Julian Orley y aprendido a apreciarlo, y con él había iniciado una cordial amistad basada en su amor común por el cine.

«Tal vez sea yo quien tenga que sostenerte la manita...»

«¿Por qué no?», pensó O'Keefe, pero se reservó la réplica que ya tenía preparada a fin de no violentar a Walo; también porque sospechaba que Heidrun amaba a aquel jovial caballero suizo. No era necesario conocerlos mejor a ambos para darse cuenta. Ello se ponía de manifiesto no tanto en lo que se decían, sino más bien en la manera en que se miraban y se tocaban mutuamente. Era mejor no meterse en ningún flirteo.

De momento...

En el espacio las cosas podrían ser bien diferentes.

El paraíso

20 de mayo de 2025

SHENZHEN, PROVINCIA DE GUANGDONG, SUR DE CHINA

Owen Jericho sabía que tenía buenas posibilidades de llegar ese día al «paraíso». Y aborrecía la idea.

A otros, sin embargo, la idea les resultaba fascinante. Para llegar allí se necesitaba una libido irrefrenable, cierto sabor dulzón y corrupto derivado de un amor por los niños mal encauzado, cierta propensión al sadismo y un ego lo suficientemente deformado como para sentimentalizar cualquier acto aborrecible que uno perpetrara. No pocos de los que ansiaban entrar se veían como luchadores por la liberación sexual de aquellos de quienes abusaban. El control les importaba por encima de todo. Y en eso, la mayoría de ellos se veían como gente normal, mientras que consideraban a los que se les interponían en el camino de su autorrealización como los verdaderos pervertidos. Otros reclamaban su derecho legítimo a ser perversos, y había algunos que se consideraban simplemente hombres de negocios. Sin embargo, apenas había entre ellos alguno capaz de aguantar la humillación de ser calificado como una persona débil o enferma. Sólo cuando se veían ante un tribunal, recurrían a algún que otro informe pericial sobre su incapacidad para resistirse a la llamada de su naturaleza, se estilizaban como gente marginal, digna de toda la compasión, con derecho a ser comprendida y curada. Sin embargo, mientras nadie los identificaba y estaban en plena posesión de sus facultades mentales, regresaban con sumo gusto al terreno de juego de sus retorcidas fantasías, al «paraíso de los pequeños emperadores», un paraíso que sólo era tal desde las atalayas de aquellos clientes, pero que no tenía nada de paradisíaco para los propios pequeños emperadores.

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