Authors: Schätzing Frank
—Hoy, hace un año —dijo la comentarista—, el 22 de mayo de 2024, un dramático agravamiento de las relaciones entre China y Estados Unidos ocupó a la Asamblea General de Naciones Unidas, un agravamiento que luego llegaría a conocerse con el nombre de «crisis lunar».
Jericho fue a buscar una cerveza a la nevera y se sentó sobre una de las cajas. El documental trataba del fantasma del verano anterior, pero todo había empezado dos años antes, en 2022, pocos meses después de la puesta en funcionamiento de la base estadounidense en el polo norte lunar. Por esa fecha, Estados Unidos había iniciado la extracción del isótopo del gas noble helio 3 en el Mare Imbrium, con lo que había echado a andar un proceso que hasta ahora sólo había ocupado la imaginación de románticos de la economía y de autores de ciencia ficción. No cabía duda de que a la Luna le correspondía un papel muy especial en el estudio del sistema solar: como trampolín hacia Marte, como emplazamiento de estaciones de investigación, como ojo telescópico para llegar hasta los límites del universo. Pero, desde el punto de vista meramente económico, la Luna, en comparación con Marte, era una cosa barata. Se necesitaba menos combustible para llegar hasta ella, se la alcanzaba en un santiamén y uno podía marcharse de allí con la misma rapidez. Los filósofos justificaban los viajes a la Luna con alusiones al valor de la empresa como alimento espiritual, esperaban encontrar pruebas de la existencia o la no existencia de Dios y, de manera más general, tener una mejor comprensión del lugar que ocupaba el
Homo sapiens,
como si para ello se necesitara una masa rocosa situada a 360.000 kilómetros de distancia.
Al mismo tiempo, la mirada distanciada hacia el frágil hogar común parecía estimular la formación de puntos de vista pacifistas. Lo único cuestionable era el aprovechamiento económico del satélite. No había oro allí arriba, minas de diamantes ni petróleo. Pero aunque los hubiera, los costes habrían elevado su explotación comercial hasta el absurdo. «Descubriremos recursos en la Luna o en Marte que superarán toda nuestra capacidad imaginativa y pondrán a prueba los límites de nuestros sueños», había dicho ya George W. Bush en el año 2004, con mirada de padre fundador, lo que sonaba interesante, ingenuo y hasta un poco aventurado. Pero ¿quién tomaba en serio a Bush? Por aquellas fechas, Estados Unidos se había enredado en varias guerras y estaba en el mejor camino para arruinar su economía y su prestigio internacional. No había nada que pareciera más fallido que cualquier idea sobre el resurgimiento de un nuevo El Dorado; eso, sin contar con que la NASA no tenía dinero.
No obstante...
Alarmado por el anuncio de Estados Unidos de que, para el año 2020, pretendían enviar de nuevo astronautas a la Luna, el mundo entero, de repente, se vio presa de una inquieta agitación. Fuera lo que fuese lo que pudiera extraerse de la Luna, no se quería dejar una vez más el terreno libre a Estados Unidos, sobre todo teniendo en cuenta que esta vez ya no se trataba tanto de un simbolismo de banderas y pisadas, sino de una firme política de predominio económico. La Agencia Espacial Europea (ESA) ofreció su apoyo tecnológico. La DLR alemana se enamoró de la idea de tener su propia base lunar. El caballo de tiro francés en la ESA, la EADS, prefería una solución a la francesa. China, por su parte, dejó entrever que dentro de pocas décadas la minería lunar sería de decisiva importancia para su economía nacional, explícitamente la extracción de helio 3. Con la explotación de ese gas coqueteaban también Roskosmos y la empresa rusa Energía Rocket and Space Corporation, que anunció la construcción de una base lunar para el año 2015, a raíz de lo cual Indien Flugs lanzó una sonda con el bonito nombre de
Chandrayaan-1
a la órbita polar del satélite, a fin de ver cuáles eran sus posibilidades de explotación. Recordando el inequívoco tono de la doctrina Bush en lo relativo a dar el paso por su cuenta, se reunieron representantes de las autoridades espaciales rusas y chinas con el propósito de llevar a cabo conversaciones sobre empresas mixtas; también la japonesa JAXA entró en acción. En fin, todos tenían una enorme prisa por hacerle una visita a la señora Luna y asegurarse sus tesoros rodeados de leyendas, como si bastara volar hasta allí sin más, extraer el recurso y lanzarlo sobre el propio territorio. Cada pronóstico superaba al otro en audacia, hasta que llegó Julian Orley y puso las cosas en claro.
El hombre más rico del mundo se había aliado con Estados Unidos.
El resultado, por decirlo de una manera suave, fue decisivo. Apenas había comenzado la carrera de las naciones por obtener aquellos recursos extraterrestres, y de pronto la competición ya estaba resuelta, ya que el ganador, gracias a la decisión de Orley, quedó determinado de antemano. Y no fue tanto por razones de simpatía como porque la NASA, normalmente en apuros financieros, disponía de mucho más dinero y de una mejor infraestructura que todas las demás naciones con proyectos espaciales juntas. Salvo el caso, quizá, de China. Hacia finales de la década de 1990, el gigante asiático había dejado entrever sus intenciones de erigirse en potencia espacial, en una modesta autovaloración, ciertamente, y con un presupuesto total que correspondía a una décima parte del de Estados Unidos, pero movido, en cambio, por el patriotismo y unas virulentas aspiraciones a la categoría de potencia mundial. Entretanto, después de que un tal Zheng Pang-Wang comenzó a financiar el proyecto espacial chino en el año 2014, el presupuesto y las aspiraciones estaban casi a la par, y el único déficit de China estaba en el
know-how:
una mácula que Pekín pensaba remediar de algún modo.
Zheng, sumo sacerdote de un consorcio tecnológico que actuaba a nivel global, cuyo mayor orgullo consistía en llevar a China a la Luna antes que Estados Unidos y posibilitar así la extracción del helio 3, era calificado con sumo gusto por los medios de comunicación como el Orley de Oriente. Es cierto que tenía la inmensa riqueza de los británicos, y disponía, además, de un ejército de constructores y científicos de primera categoría. A continuación, el Grupo Zheng trabajó fervorosamente para hacer realidad un ascensor espacial, quizá a sabiendas de que Orley estaba haciendo lo mismo. Pero mientras este último alcanzaba su objetivo, Zheng no fue capaz de resolver el problema. En cambio, su grupo consiguió construir un reactor de fusión, pero una vez más quedó en un segundo plano, ya que el modelo de Orley funcionaba de un modo más seguro y eficiente. El partido empezó a mostrarse impaciente. Apremiaban a Zheng para que enseñara de una vez sus logros, en caso necesario haciéndole al
nariz larga
una oferta que éste no pudiera rechazar. Así que el viejo Zheng se fue a comer con Orley y le hizo saber que Pekín estaba interesado en una cooperación en un futuro próximo.
Orley repuso que a Pekín podían darle por el trasero, pero que tal vez Zheng deseaba compartir todavía con él una botella de magnífico Tignanello.
—¿Y por qué no compartirlo todo? —preguntó Zheng.
—¿Qué, por ejemplo?
—Pues el dinero, mucho dinero. El poder, el prestigio, la influencia.
Orley dijo que él ya tenía dinero.
Sí, le dijo Zheng, pero China estaba ávida y extremadamente motivada, mucho más que los embotados Estados Unidos, con su enorme peso, que todavía seguían arrastrando las consecuencias de la crisis financiera del año 2009, de modo que todo su gesto tenía hasta el momento cierta inconsistencia. Si se les preguntaba a los estadounidenses por el futuro, un setenta por ciento verían en él algo alarmante, mientras que en China todos miraban el día siguiente con optimismo.
Eso sonaba muy bonito, dijo Orley, ¿qué le parecía si dejaban el Tignanello y probaban un Ornellaia?
Nada de aquello sirvió. Y lo cierto era que cualquier proyecto de explotación con la tecnología de cohetes convencional era, desde un punto de vista económico, improductivo y estaba condenado a lanzar el programa espacial chino a un déficit. Sin embargo, el partido, con la obstinación de un niño con una pataleta, acordó hacer precisamente eso, guiado por la esperanza de que Zheng y los cerebros de la China National Space Administration (la Administración Espacial Nacional de China) espabilaran en un tiempo previsible. Y dado que Estados Unidos no había mostrado escrúpulos en soltar sus máquinas de extracción justo en aquella región de la Luna que, según el criterio geológico general, prometía las mayores reservas de helio 3 —un territorio colindante con el Mare Imbrium—, los chinos, con un esfuerzo enorme, cargaron justo hasta ese lugar los componentes necesarios para construir una base móvil, así como los hornos solares movidos por orugas, se instalaron en las mismas narices de sus indeseables rivales e iniciaron las labores de extracción el 2 de marzo de 2023. Estados Unidos se mostró primero sorprendido, pero luego se alegró. Se le dio la bienvenida a China en la Luna, se habló de herencia universal y de la comunidad de las naciones, y nadie se ocupó ya del conmovedor esfuerzo de aquellos rezagados por exprimirle al polvo lunar su ínfimo porcentaje de helio 3.
Y así se mantuvo hasta el 9 de mayo de 2024.
Ambas naciones habían ido ampliando sucesivamente sus extracciones a lo largo de los meses anteriores. Ese día tuvo lugar un intercambio de cierta urgencia entre la base lunar estadounidense y Houston. Inmediatamente después, llegó a la Casa Blanca la alarmante noticia de que los astronautas chinos, con sus máquinas de extracción, habían franqueado de modo consciente e intencionado los límites de su territorio y se habían anexado la zona perteneciente a Estados Unidos. El país se sentía provocado y amenazado. Llamaron a cuenta al embajador chino, se culpó a China de violación de frontera y se le exigió restituir de inmediato el antiguo estado de cosas. El Partido Comunista exigió examinar el asunto y, el 11 de mayo, declaró no ser consciente de ningún grado de culpabilidad. Sin fronteras negociadas oficialmente, no podía haber tampoco ninguna violación de frontera. Añadieron, además, que Washington sabía cómo el mundo veía el hecho de que Estados Unidos, en un gesto de desprecio a todas las cláusulas de los tratados sobre el espacio, en general, y de los tratados lunares, en particular, hubiese creado tal estado de cosas, y preguntaban cómo era posible llegar a la extravagante idea de pretender cubrir de fronteras un cuerpo celeste que, según todos esos tratados, no pertenecía a nadie. Se preguntaban, además, si lo que se deseaba efectivamente era tener una nueva y desagradable discusión, en lugar de darse por satisfechos con una condición de superpotencia que era evidente para todos.
Estados Unidos se sintió violento. La Luna estaba muy lejos, nadie en la Tierra podía decir con exactitud quién se paseaba allí por el territorio de quién, pero el 13 de mayo la base lunar estadounidense reportó la detención del astronauta chino Hua Liwei. El hombre había estado husmeando sin previo aviso por los terrenos de la base de extracción norteamericana, una instalación automatizada, razón por la cual era poco probable que sus intenciones allí fueran charlar un poco sobre las condiciones climatológicas de la Luna mientras tomaba un té y comía unas pastas. El hecho de que Hua fuera, además, el comandante de la base china, un oficial varias veces condecorado al que no se le había dado la oportunidad de presentar su versión de los hechos, no contribuyó precisamente a quitarle hierro a la situación. Pekín se enfureció y protestó de la manera más enérgica. En el Ministerio de Seguridad del Estado, los funcionarios se superaban en fantasía imaginando los martirios que tendría que soportar Hua en aquella apartada base polar, y se exigió su inmediata liberación, algo que Washington ignoró a propósito, a raíz de lo cual algunas unidades chinas, esta vez de manera oficial, penetraron en el territorio de Estados Unidos con vehículos tripulados y robots de extracción, o en todo caso fue así como se vendió a la opinión pública. De hecho, lo único que estaba en juego era un pequeño y desdichado robot que embistió por descuido una maquinaria estadounidense y se convirtió de inmediato en un amasijo de chatarra. A la vista de los solitarios Land Rovers chinos que daban vueltas por allí, no podía hablarse de vehículos tripulados, y hasta las temidas unidades se revelaron luego, tras un análisis más detallado, como el resto caótico y desorientado de la tripulación de la base, dos mujeres que, en aras del forcejeo político, habían simulado una invasión. Mientras tanto, los astronautas norteamericanos en el polo lunar no entendían por qué habían tenido que tomar prisionero al pobre Hua, y ponían todo su empeño en depararle por lo menos una estancia agradable.
De todos modos, a nadie en la Tierra le interesaba el asunto.
En su lugar, algunos fantasmas que se creían exorcizados para siempre intentaron amenazarse de muerte otra vez. El imperialismo contra la invasión roja. En cierto sentido, aquel acaloramiento tenía incluso su justificación. Efectivamente, lo que menos interesaba eran un par de astronautas o algunos kilómetros cuadrados de terreno, sino, sobre todo, quién llevaba y llevaría la voz cantante allí arriba, cuando había otras naciones que intentaban tomar posesión de la Luna. Washington, por su parte, amenazó rápidamente con aplicar sanciones, congeló las cuentas chinas e impidió que los barcos del gigante asiático abandonaran los puertos estadounidenses; además, expulsó al embajador chino, lo que dio a Pekín el motivo para devolver las amenazas de medidas drásticas contra Estados Unidos en caso de que no se liberaran de inmediato las cuentas, los buques y al propio Hua. Estados Unidos insistió en que esperaba una disculpa. Mientras no la tuvieran, no liberarían a nadie. Pekín anunció su intención de atacar la base lunar estadounidense. Sorprendentemente, nadie formuló la pregunta sobre cómo aquellos
taikonautas,
totalmente estresados en el intransitable y montañoso polo norte lunar, pretendían tomar una base enorme, en parte subterránea, y después de que Washington amenazó con emprender acciones militares contra la estación de extracción china y sus instalaciones en la Tierra en caso de producirse un ataque, ya nadie estuvo interesado en formularla.
El mundo empezó a sentir miedo.
Sin inmutarse en absoluto, o incluso motivadas por ello, las archiofendidas superpotencias empezaron a atacarse unas a otras. Se acusaron mutuamente de estar llevando adelante un rearme del espacio y de haber estacionado armas en la Luna, de modo que las noticias se llenaron de simuladas confrontaciones nucleares en el satélite, siempre asociadas al peligro de que hallaran su continuidad en la Tierra. Mientras la BBC mostraba imágenes de estaciones espaciales explotando y, con desvergonzada ignorancia de las leyes de la física, hacía que oyéramos el estruendo, a las tripulaciones de las bases lunares se les prohibió hablar entre sí. Al final, ya nadie sabía lo que estaba haciendo el otro ni de qué se trataba realmente todo aquello, salvo mantener el tipo, claro, y fue entonces cuando la ONU consideró que era hora de ponerle fin.