Límite (116 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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O donde deberían haber estado sentados.

El corazón de Yoyo dio un vuelco. Corrió al interior del local. No se veía a nadie. Salió de nuevo. Ni rastro de Nyela ni de su acompañante.

—Mierda —murmuró—. ¡Mierda, mierda, mierda!

No volverían a aparecer por allí, así que Yoyo regresó de prisa a la calle principal, donde Nyela, en plena hora punta, había conseguido encontrar aparcamiento y donde ella misma había dejado el Audi en una zona donde estaba prohibido estacionar.

El Nissan ya no estaba.

Abatida, Yoyo continuó caminando, lanzando miradas implorantes en todas direcciones, calle arriba, calle abajo, pidiendo misericordia y maldiciendo al instante siguiente, hasta que acabó rindiéndose sin aliento y con punzadas en los costados. De nada servía. Lo había echado todo a perder. Y por un estúpido cartel. Todo por querer hacerle saber a Jericho dónde estaba.

¿Cómo se lo iba a decir?

Un mulato de alrededor de cincuenta años. Jericho intentó imaginarse al hombre. Por la edad podría ser perfecto para Nyela.

¿Sería Andre Donner?

Indeciso, miró en dirección al Muntu. Allí no pasaba nada. A juzgar por lo que se podía ver a través de los cristales, las luces estaban apagadas. Pasados unos minutos, Jericho sacó su teléfono móvil, se conectó a la base de datos de
Diana
y descargó las fotografías de Mayé que el ordenador había encontrado en Internet.

Casi todas provenían de artículos publicados en la red sobre el golpe. El asunto había levantado cierto revuelo sólo en los medios de comunicación de África occidental, donde, a raíz del derrocamiento, se publicaron varias biografías del dictador muerto, con abundantes imágenes: Mayé visitando una central hidráulica; Mayé presidiendo un desfile militar; Mayé dando un discurso, acariciando las cabezas de unos niños, rodeado de obreros petroleros en una plataforma. Un hombre que casi desbordaba las fotos con su presencia física y su narcisismo. Los que habían logrado figurar con él en una foto aparecían siempre poco nítidos, sin conferirles mucha importancia; parecían casi ocultos, figuras secundarias. Gracias a los pies de foto, Jericho pudo identificar a los ministros y los generales que habían muerto durante el golpe. Los restantes fotografiados seguían siendo anónimos. Lo único que todos tenían en común era el color de la piel, oscura o muy oscura, la tez típica en esas regiones ecuatoriales.

Jericho descargó el vídeo en el que se veía a Mayé junto a Vogelaar, a diferentes ministros, representantes del ejército y a unos empresarios chinos en torno a una mesa de conferencias. El detective amplió los rostros con la ayuda del zum y, estudió el fondo de la imagen. Un hombre uniformado, sentado dos puestos por detrás de Vogelaar, atendía a la presentación de los chinos con una expresión arrogante y aburrida; podría haber pasado por alguien de piel clara, pero probablemente ello se debiera al efecto de una de las luces del techo.

¿Sería Donner alguno de ellos?

Jericho levantó la vista y se quedó perplejo.

La puerta de entrada al Muntu se encontraba abierta.

¡O no, se estaba cerrando! Detrás del cristal pudo verse la sombra de una persona alta que desapareció entre los reflejos del edificio situado enfrente. Jericho reprimió una maldición. Mientras estuvo dedicado a la estúpida labor de identificar, entre tanta gente desconocida, a un hombre del que ni siquiera conocía su aspecto, alguien había entrado en el restaurante. Si es que había entrado realmente y la puerta no había sido abierta desde dentro. Con prisa, el detective apartó la silla, guardó su móvil y salió a la calle.

¿Sería Donner el tipo que había visto?

Jericho cruzó la calle, se cubrió los ojos con las manos a modo de visera y miró por la pequeña ventana hacia el interior del local. La habitación estaba a oscuras. No se veía a nadie. Únicamente a través de las pequeñas ventanas de la puerta de vaivén que conducía a la cocina podía verse el titilar de una luz azulada, parecido al de una defectuosa luz de emergencia.

¿Le habrían jugado sus sentidos una mala pasada?

Imposible.

Jericho empujó la puerta. El aire frío y rancio del restaurante le dio en la cara. Paseó la mirada rápidamente sobre los manteles bien estirados, los helechos inmóviles y el relieve de la barra. Al otro lado de la puerta de vaivén oyó el rumor de un aparato al arrancar, probablemente algún frigorífico. El detective se detuvo y aguzó el oído. No había otros ruidos. Nada que le indicase que, aparte de él, hubiera alguien más allí.

Pero ¿dónde podía haberse metido aquel hombre?

Con gesto mecánico, su mano derecha se posó en la empuñadura de la Glock. Allí estaba, reposando pequeña y discreta en su sitio. Aunque había ido a alertar a Donner, no era posible predecir cómo reaccionaría el hombre ante su visita. Con paso silencioso, avanzó hasta la barra y miró detrás del ornamentado mostrador. Nadie. Tras la puerta de vaivén titilaba, fríamente, aquella luz. Jericho regresó al centro de la habitación y volvió la cabeza hacia la cortina de abalorios tras la que estaban los aseos; entonces creyó ver que algunos de los cordones se movían. Jericho miró con mayor detenimiento. Como unos niños pillados in fraganti, la cortina de cuentas permaneció inmóvil.

El detective parpadeó.

Nada se movía allí. Absolutamente nada. No obstante, se acercó un poco más y, a través de la cortina, echó un vistazo a un pequeño y oscuro pasillo.

—¿Andre Donner?

No esperaba respuesta alguna; tampoco la recibió. La puerta de la izquierda, hasta donde se podía ver, conducía al aseo de caballeros; frente a él estaba el de mujeres. Al final del pasillo había otra puerta en la que podía leerse el cartel de «Privado». Jericho metió una mano entre las cuentas, que despertaron de inmediato a una vida susurrante, amplió la abertura y vaciló. Pensó que tal vez debería posponer la inspección de los aseos y del recinto privado. Entonces su mirada volvió a la puerta de vaivén y, en ese mismo instante, cesó el ruido del aparato. Ahora sí pudo escuchar, sin interferencias...

Nada.

Se sentía mejor mientras oía aquel rumor.

—¿Andre Donner? —repitió.

Por respuesta, un silencio seco. Hasta los sonidos de la calle parecían detenerse en el umbral de la puerta. El detective regresó lentamente hasta allí y miró a través de una de las diminutas ventanas. No era mucho lo que se veía: un pequeño universo de cromo y azulejos blancos, cortados como un estroboscopio por el fluorescente defectuoso. La silueta arcaica de una cocina de gas con las hornillas ennegrecidas, cubierta por un deslucido extractor de humos. La esquina de una mesa de trabajo. En un armario se apilaban asadores y cazuelas.

Jericho entró.

La cocina no era tan pequeña. Al contrario, era sorprendentemente espaciosa para un restaurante como el Muntu; tres de sus paredes estaban cubiertas de estanterías, anaqueles, neveras, un fregadero, un horno y un microondas. A lo largo de la cuarta pared se sucedían estanterías y barras de las que colgaban cazuelas con mango, sartenes, cucharones para sopas y escurridores. Una larga mesa de trabajo dominaba el centro de la estancia, ocupada, muy cerca del horno, por dos grandes cacerolas, fuentes llenas de viandas cortadas muy pequeñas y tapadas con film transparente o metidas en cajas de poliestireno. Como contrapeso, en el otro extremo había una gigantesca máquina de cortar. Olía a caldo, a grasa de freír solidificada, a desinfectante y al dulzor frío de la carne en descongelación. Esta última estaba a medio tapar sobre una bandeja de hornear y tenía cierto tono marrón pálido bajo la luz titilante; estaba cubierta por una piel tornasolada y de ella se veían sobresalir algunos huesos. Parecía la pata trasera de un animal grande. «Un kudú», pensó Jericho. No tenía en su mente ninguna imagen de esa raza de antílope, pero estaba seguro de estar viendo la pata trasera de uno. De pronto imaginó los blanquecinos tendones y ligamentos bajo la piel de una criatura viva, una obra maestra de la evolución que permitía al animal dar unos saltos fabulosos, un mecanismo de fuga muy sofisticado y, a fin de cuentas, inútil contra el más pequeño y rápido de todos los depredadores: la bala de un fusil. Vigilante, Jericho se acercó a la cocina. Cada vez más los parpadeos azulados de la lámpara hacían pensar en una trampa contra insectos, una maquinaria que protocolaba la muerte con cada destello, con alas y patas calcinadas, ojos compuestos que miraban impasibles antes de hervir y reventar en aquel calor generado por la electricidad. En medio de aquel silencio cristalino, Jericho sólo oía el zumbido de la lámpara, su clic tambaleante cada vez que se encendía y se apagaba, como si transmitiese un código misterioso. Su mirada captó una cacerola que estaba situada sobre la cocina. El contenido llamó su atención. Echó un vistazo dentro. Algo estaba enroscado en su interior, algo que parecía vivo, que se retorcía al ritmo de la luz. Era una serpiente sin cabeza, enroscada en sí misma.

Jericho se la quedó mirando.

De repente tuvo la impresión de que la temperatura había descendido varios grados. Una presión le oprimía el pecho, como si unos dedos se cerraran alrededor de su corazón con la intención de detenerlo. Los pelos del cuello se le pusieron como escarpias. Sintió una respiración extraña detrás de él, y entonces supo que ya no estaba solo en la cocina. Sin hacer ruido, esa otra persona se le había acercado sigilosamente por la espalda, como salida de la nada, un profesional, un maestro del camuflaje.

Jericho se volvió.

El hombre era bastante más alto que él, tenía el cabello oscuro, una barbilla poderosa y unos ojos luminosos y penetrantes. En otra vida había llevado bigote, y éste había sido de color rubio ceniza, algo de lo que ya sólo daban fe las pestañas y las cejas de color claro; Jericho, sin embargo, lo reconoció de inmediato. Estaba familiarizado con los distintos rostros de aquel hombre, hacía unos pocos minutos lo había visto de nuevo en la pantalla de su teléfono móvil.

Era Jan Kees Vogelaar.

Con horror, sus pensamientos se agolparon como un enjambre: era Vogelaar, que estaba allí esperando a Donner para matarlo, o que quizá ya lo hubiese asesinado. Su cadáver debía de estar en el congelador. Y él, incluso, se hallaba en una posición desfavorable, demasiado pegado a su oponente. Había sido una total imprudencia entrar en la cocina. El efecto fantasmal de aquel parpadeo de neón. La pistola en la mano de Vogelaar, apuntando a su barriga. ¿Qué hacer? ¿Discutir o pelear? Era el fracaso de la razón.

Reflejos.

Jericho se agachó y le propinó un golpe a Vogelaar en la muñeca. Un disparo escapó del arma y fue a clavarse con estruendo en la parte inferior de la cocina. Al incorporarse, el detective estampó su cabeza contra la barbilla del hombre, lo vio tambalearse, cogió la cacerola y se la arrojó. Un
alien
que se retorcía pegó un latigazo desde la olla: era el cuerpo sin piel de la serpiente, que fustigó a Vogelaar en pleno rostro. La cazuela, por su parte, sólo le había rozado la frente. Con todas sus fuerzas, Jericho arremetió contra la mano que sostenía el arma. La pistola cayó al suelo haciendo ruido y se deslizó bajo la mesa. El detective buscó a tientas la Glock, rodeó la empuñadura y cayó hacia atrás como embestido por un ariete. Vogelaar se había recompuesto, había girado sobre sí mismo levantando la pierna derecha y le había propinado una patada en el pecho.

Sus pulmones se quedaron sin aire. Indefenso, se golpeó contra la cocina. Como un derviche en plena danza, Vogelaar se le vino encima. Una patada le acertó en el hombro, la siguiente, en la rodilla. Con un grito, Jericho cayó al suelo. Aquel tipo enorme se inclinó sobre él, lo agarró por el antebrazo y lo golpeó varias veces contra el duro canto de la cocina. Los dedos de Jericho temblaron, se abrieron, pero de algún modo se las arregló para sostener la Glock y hundir su mano derecha en el plexo solar de Vogelaar, si bien el efecto del golpe fue nulo. Su oponente le retorció el antebrazo de nuevo. Un dolor punzante recorrió el cuerpo del detective. Esta vez el arma salió volando en un elevado arco. Como fuera de sí, golpeó con la mano libre las costillas de Vogelaar, la zona de los riñones, y entonces sintió cómo aflojaba el agarre y cómo Vogelaar lo soltaba y caía hacia un lado.

¿Dónde estaba la Glock?

¡Allí estaba! Ni a medio metro de distancia.

Jericho se arrojó hacia adelante, pero Vogelaar fue más rápido, alzó al detective y lo arrojó contra las enormes calderas. En un acto reflejo, intentó sostenerse de una de ellas, pero se le doblaron las piernas cuando Vogelaar le propinó otra patada en las corvas y terminó arrastrando la olla consigo en su caída. Una cascada de caldo grasiento se le vertió encima, le llovieron huesos, verduras, trozos de carne. Todo sucio y empapado, rodó por el suelo de la cocina y vio al otro doblarse sobre él, con una mano convertida en una garra descendente; entonces Jericho agarró la olla vacía con las dos manos y golpeó tan fuerte como pudo contra la espinilla de Vogelaar.

El sudafricano soltó un grito de dolor y se tambaleó. Como un anfibio, Jericho se deslizó por el charco, se puso de pie, resbalando, agarró una fuente llena de tomates picados y la arrojó contra Vogelaar; luego le siguió otra repleta con macedonia de frutas. Como en un estado de ingravidez, vio trozos de mango, piña y kiwi volando en caída libre. Por espacio de unos segundos su rival estuvo ocupado esquivando aquellos arrutados proyectiles, el tiempo suficiente para ganar un metro de distancia; pero entonces el gigante arremetió de nuevo contra él. Jericho huyó corriendo alrededor de la mesa de trabajo, agarró uno de los estantes de una estantería de varios niveles y tensó los músculos. Luego la volcó y dejó caer todo su contenido, arrojando al suelo, con estruendo, ollas, bandejas, cuencos y coladores, cucharones, sartenes y cajones de cubertería. Vogelaar dio un salto hacia atrás para ponerse a salvo de la avalancha. En un instante, la mitad de la cocina quedó bloqueada. Ahora sólo había una vía de escape, a lo largo del lado opuesto de la mesa de trabajo.

Pero Vogelaar estaba más cerca de la puerta de vaivén.

«Soy idiota —pensó Jericho—. Me he metido en una trampa.»

El sudafricano mostró los dientes con sarcasmo. Parecía estar pensando lo mismo, con la diferencia de que la situación de Jericho lo divertía visiblemente. Acechándose mutuamente, se detuvieron, cada uno aferrado a su extremo de la mesa. Por primera vez tenía la oportunidad de contemplar al hombre con más detalle bajo el parpadeo del fluorescente. Al mismo tiempo, la memoria a corto plazo de Jericho evocó la fecha de nacimiento del ex mercenario, y de repente cobró consciencia de que su oponente ya había cruzado hacía tiempo el umbral de los sesenta. Una máquina de combate en edad de jubilación, ante la que las ventajas de la juventud se revelaban como una absoluta farsa. Vogelaar no parecía cansado en absoluto, mientras que él jadeaba como una locomotora de vapor. Jericho vio brillar los ojos del sudafricano, el parpadeo del fluorescente, y luego, sin transición, todo quedó a oscuras.

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