Límite (113 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—Lo que explicaría por qué los chinos primero lo entronizaron y luego lo mataron —concluyó Tu.

—Eso, por supuesto, asumiendo las considerables desventajas.

—¿En qué sentido?

—El petróleo, el gas. Ndongo nunca fue amigo de Pekín.

Tu abrió la boca, por un momento pareció como si hubiese comprendido algo de gran trascendencia, pero entonces volvió a cerrarla. Jericho alzó una ceja.

—¿Ibas a decir algo?

—Más tarde.

Ambos callaron. Yoyo había vuelto a quedarse dormida en el asiento trasero. Cuando finalmente se encontraron en la autovía urbana, ya comenzaba a asomar el alba y el tráfico se hacía más denso. El sistema de navegación del Audi impartía indicaciones en tonos muy bajos. Se estaban acercando al distrito de Berlín Mitte, en el centro; fueron guiados hasta la plaza de Potsdam y allí, a las cinco y media de la mañana, ocuparon sus espaciosas habitaciones limpias en el recién rehabilitado hotel Grand Hyatt. Una hora más tarde ya estaban desayunando. La oferta era abundante. Yoyo había superado su cansancio y paleaba cantidades enormes de huevos revueltos con beicon; Tu, menos selectivo, se abrió paso en diagonal a través de la mesa bufet y se las ingenió para combinar pescado ahumado con crema de chocolate, haciendo con ello una mezcla tan horrorosa que Jericho tuvo que apartar la vista. Como siempre, el empresario chino parecía no darse cuenta de lo que comía. Haciendo ruido, aligeró la mezcolanza con un poco de té verde y se entregó a un estado de contemplación.

—No puedo creer que estéis tan cansados todavía —señaló—. Habéis dormido suficiente en Shanghai, así que...

—Yo no pude pegar ojo —murmuró Yoyo—. Sólo ahora, en el avión.

—A mí me sucedió lo mismo —añadió Jericho—. Cada vez que pensaba que iba a quedarme dormido, me veía en una especie de campo eléctrico.

—¡Vaya, tío, eso mismo! —Yoyo abrió los ojos y le apretó la mano en un acto reflejo—. ¡Esa misma sensación tuve yo! Como si alguien te pegara una descarga eléctrica.

—Sí, y uno se estremece...

—¡Y te despiertas de nuevo! Y así toda la noche.

—Qué interesante —comentó Tu, que los observó a uno y a otra y luego sacudió la cabeza—. No sé, yo resistí la pequeña depresión del año 2010, la crisis del yuan en 2018, la recesión de hace dos años, pero jamás he permitido que nada me robe el sueño.

—¿De veras? —dijo Yoyo, incorporándose—. ¿También han masacrado a tus amigos delante de tus ojos y luego te han perseguido hasta casi matarte?

Tu inclinó la cabeza.

—¿Crees entonces que eres la única persona que ha visto morir a otros?

—No lo sé.

—Exacto.

—No tengo ni idea de lo que habrás visto tú.

—Pues si no tienes ni idea...

—¡No, no la tengo! —gruñó Yoyo—. ¿Y sabes por qué? Porque tú y mi padre parecéis gallinas, ¡siempre empollando vuestro miserable pasado! Me da igual lo que hayáis vivido. Maggie, Tony, Jia Wei y Ziyi fueron despedazados a tiros delante de mis narices. Xiao-Tong, Mak y Ye también están muertos, por no hablar de Grand Cherokee, y mi padre, Daxiong y Owen aún están vivos de milagro. Así que perdona, pero me he permitido dormir un poco mal. ¿Alguna otra frasecita inteligente?

—Esos arrebatos emocionales... Deberías...

—¡No, tú deberías! —Yoyo gesticuló con vehemencia—. «Hongbing, dile a tu hija la verdad, tienes que confiar en ella, no puedes seguir callando.» Blablablá. ¡Venga, hombre, eres el maestro de la labia! ¡Oh, Tian, eres taaaaan comprensivo y constructivo! Pero tú siempre te mantienes a cubierto, ¿verdad?

—Si me permitís brevemente... —comenzó a decir Jericho.

—Tú no eres mejor que Hongbing, ¿lo sabes?

—¡Eh! —dijo Jericho, inclinándose hacia adelante—. No conozco las razones por las que habéis venido vosotros a Berlín, pero yo he venido con intención de encontrar a Andre Donner, ¿está claro? Así que arreglad vuestros asuntos en otra parte.

—Eso díselo a él.

Tu se amasó los dedos con disgusto. Bebió un sorbo de su té, mordió un trozo de salchicha y se zampó el resto de inmediato; luego estrujó su servilleta y la arrojó con descuido sobre el plato. Por lo visto, no era ni con mucho tan irrebatible como pretendía. Durante un buen rato reinó un silencio de gente ofendida.

—Bien. Por mí podéis ir a acostaros. Pero, en algún momento, en el transcurso de la mañana, sería aconsejable que os pertrecharais con lo necesario: ropa interior, camisetas, cosméticos..., lo de siempre. Quizá mañana, a esta hora, ya estemos en casa, pero quizá no. Aquí enfrente de nosotros, en diagonal, tenéis un centro comercial. Haced vuestra ronda. Luego haremos una visita al Muntu. ¿Está abierto el restaurante al mediodía?

—De doce a dos, según la página web.

—Bien.

—No sé —dijo Jericho, indeciso, mientras despedazaba un cruasán—. No deberíamos presentarnos allí todos a la vez.

—¿Por qué no?

—En definitiva, sólo pretendemos alertar a Donner, no espantarlo. Un tipo de apariencia europea y una joven china... Eso, en una gran ciudad como ésta, pasa por una pareja muy normal. Pero si Donner ve a otro chino, podría desconfiar.

—¿Tú crees? Berlín está llena de chinos.

—¿Y van a los restaurantes africanos?

—¡Por favor! Somos el pueblo más abierto del mundo.

—Sois tan abiertos como una aspiradora —dijo Jericho—. Incorporáis todo lo que no está bien atornillado o remachado, pero, gastronómicamente, seguís siendo unos ignorantes.

—Nos confundes con los japoneses.

—De ninguna manera. Los japoneses son fascistas culinarios. Vosotros sois ignorantes.

—En los McDonalds tienen un criterio diferente.

—¡Venga ya! —Jericho tuvo que reír. Discutir con Tu sobre comida era tan absurdo como explicarle a un tiburón las ventajas de ser vegetariano—. En el extranjero sólo vais a restaurantes chinos, ¿no es así? Yo sólo quiero decir que ese hombre que ahora se llama Donner ha tenido malas experiencias con los chinos, si es que nuestras teorías son ciertas. Lo están buscando. La organización a la que pertenecen Vogelaar y Kenny pretende asesinarlo.

—Hum. —Tu afiló los labios—. Quizá tengas razón.

—Claro que tiene razón —dijo Yoyo sin apartar la vista de su plato.

—Pues muy bien, id vosotros al Muntu. Yo mantendré la posición.

—Podrías, mientras tanto, entretenerte con
Diana
—propuso Jericho—. Intenta averiguar más sobre las circunstancias del golpe de Estado a Mayé. Y sobre Ndongo. ¿Qué es lo que lo impulsa, cuáles son sus intereses, quién lo protege? ¿Por qué no se habla más acerca de Guinea Ecuatorial?

—Eso creo que lo sé.

Jericho prestó atención. Hasta Yoyo parecía haber dispuesto su actitud ofendida y miraba ahora con aire expectante. Tu se amasó con los dedos el globo de su barriga.

—¿Y bien?

—Más tarde —dijo, y se levantó—. Vosotros tenéis cosas que hacer, yo también tengo cosas que hacer. Que durmáis bien. Después podéis ir a saquear mi cuenta.

Jericho habría preferido ir a visitar a Donner en cuanto aterrizaron y sacarlo de la cama, si era necesario, pero por ninguna parte había una dirección privada. Le indicó al ordenador del hotel que lo despertase a las diez en punto. Una vez más temió volver a vivir el desfile de pesadillas de la noche anterior, interrumpido únicamente por fases en las que podía verse los párpados por dentro; sin embargo, logró dormir profundamente durante dos horas, y sin soñar nada. Se despertó de muy buen ánimo y lleno de dinamismo. También Yoyo parecía estar de muy buen humor. Vagaron por el centro comercial, se hicieron con ropa interior, camisetas y cepillos de dientes, y comentaron el ajetreo cotidiano que los rodeaba. Yoyo se compró varios botes de ropa pulverizable. Había calor y sol en Berlín, así que, aparte de esas pocas cosas, no necesitaban nada más. Jericho evitaba abordarla acerca de su vida privada. En realidad, no sabía cómo comportarse con la chica, ahora que, para variar, no había nada que investigar ni razones para huir. Yoyo hacía patente un casi brusco desparpajo, bailoteando delante de él con tan sólo una ligera prenda en la parte superior de su cuerpo, tocándolo a cada rato, tirando de él para ver esto o aquello, a veces tan cerca del detective que la única explicación posible parecía ser un absoluto desinterés sexual en relación con su persona.

«Así es —le dijo, secundándolo, aquel jovencito lleno de acné desde la semipenumbra de un rincón en el patio de una escuela, entregado al consuelo de Radiohead, Keane y Oasis—. Así son las mujeres, para ellas eres una cosa, no alguien que pueda expresar deseos o albergar ciertas intenciones. Un conglomerado de células, escupidas a la vida para ser una amiga, una confidente. Prefieren sucumbir a la atracción de su osito de peluche antes que pensar que tú podrías enamorarte de ellas.»

«Que te den —respondió Jericho en su mente—. Maricón.»

Después de eso, el fantasma lleno de granos y de barba incipiente se esfumó, y Jericho empezó a cogerle cada vez más el gusto a la compañía de Yoyo. No obstante, se alegró cuando el minutero se acercó a las doce y llegó la hora de ir hasta Oranienburger Straße. El Muntu estaba en los bajos de un antiguo edificio rehabilitado, situado a pocos metros de la orilla del Spree, donde la Isla de los Museos partía el agua como si fuese una enorme ballena varada. Casi estuvieron a punto de pasar de largo, ya que el pequeño restaurante quedaba aprisionado, al acecho, entre una librería esotérica y una filial del Bank of Beijing, como si pretendiera atacar por la espalda a los transeúntes que pasaban de prisa por delante. La puerta y las ventanas estaban cubiertas por un enorme panel de madera en el que, con letras de aspecto arcaico, podía leerse el nombre, Muntu, seguido de un titular: «La magia de la cocina de África occidental.»

—Es mono —dijo Yoyo y entró.

Miró a su alrededor. Vio paredes de color ocre o amarillo plátano, rematadas con unos rodapiés azules; manteles estampados con la técnica del batik, sobre los que colgaban unas lámparas de papel que semejaban enormes remolachas incandescentes; columnas de madera y vigas de techo pintadas o decoradas con tallas. La parte frontal de la cuadrada habitación estaba dominada por una barra de estilo rústico, a cuya izquierda una puerta de dos hojas, con dibujos folclóricos, daba paso a la cocina. Quien buscara esculturas de guerreros, lanzas, escudos y máscaras, cualquiera de esas cosas que pueblan otros establecimientos similares, lo haría en vano en el Muntu, donde por todas partes reinaba una frugalidad que hacía pensar en lo auténtico.

Sólo había unas pocas sillas ocupadas. Yoyo se dirigió a una mesa cercana a la barra. De la penumbra reinante detrás de la misma avanzó hacia ellos una figura. La mujer debía de tener unos cuarenta años, o quizá fuera algo mayor. A las mujeres africanas las arrugas les aparecían mucho más tarde, y eso dificultaba cualquier estimación. Su vestido, bien ajustado, era de intensos colores terrosos, y de una explosión de rastas brotaba un adorno de cabeza a juego con los mismos. Su piel era muy oscura, y la mujer era muy atractiva, tenía una risa que parecía no conocer las medias tintas de la sonrisa.

—Me llamo Nyela —dijo en un alemán gutural—. ¿Les apetece tomar algo?

Yoyo, irritada, pestañeó mirando a Jericho. Éste se llevó un vaso imaginario a los labios.

—Ah, ya —dijo Yoyo—. Una cola.

—Qué aburrido —dijo Nyela, cambiando al inglés al instante—. ¿Ya han probado el vino de palmera? Es savia de palmera fermentada salida de las espigas de las flores.

Sin esperar la aprobación de ambos, desapareció tras la barra, regresó con dos vasos de una bebida lechosa y les puso delante unas cartas en inglés.

—Se nos ha terminado el filete de avestruz. enseguida vuelvo.

Jericho tomó un sorbo. El vino sabía bien, era refrescante y algo ácido. Los ojos de Yoyo siguieron a Nyela hasta la mesa de al lado.

—¿Y ahora qué?

—Pedimos algo.

—¿Por qué no le preguntas por Donner? Creía que era urgente.

—Lo haré —respondió Jericho inclinándose hacia ella—. Pero no me parece buena idea ir directamente al grano. Yo, en su lugar, desconfiaría de alguien que, sin ningún motivo, preguntara por mí.

—Pero nosotros tenemos motivos.

—¿Y qué piensas decirle? ¿Que van a liquidarlo? En ese caso, se nos escapará.

—Pero en algún momento tendremos que preguntar por él.

—Y lo haremos.

—Está bien, tú eres el jefe. —Yoyo abrió la carta—. ¿Qué te apetece comer hoy, jefe? ¿Qué tal el ragú de gran kudú? ¿O picha de mono con ranas despellejadas vivas?

—No empieces a decir chorradas. —Jericho echó un vistazo a los entrantes y los platos principales—. Todo tiene muy buena pinta. Arroz
joloff,
por ejemplo. Lo conozco de Londres.

—Jamás lo he comido.

—Pues atrévete, ten valor —se mofó Jericho—. ¿Sabes las cosas que los europeos tienen que aguantar en Sichuan?

—Ay, no sé.
Adalu, akara, dodo...
—Las pupilas de Yoyo saltaban de un lado al otro—. Tío, vaya nombrecitos. ¿Qué tal el
nunu,
Owen? Un rico
nunu.

Jericho se quedó pasmado.

—Tú también estás en la carta.

—¿Eh?

—¡Estofado con
efo-yoyo!
—dijo él, soltando una carcajada—. Ahora sí que está claro lo que vas a pedir.

—¿Eres gilipollas? ¿Qué es eso? —Yoyo frunció el ceño y leyó—: ¿Salsa de espinacas con pollo e...
ishu?
¿Qué diablos es
ishu?

—Albóndigas de ñame. —Entretanto, la negra había regresado a su mesa—. No hay fiesta sin ñame.

—¿Y qué es el ñame?

—Un tubérculo. ¡La reina de todos los tubérculos! Las mujeres la cocinan y la aplastan después en los morteros. Desarrolla los músculos. —Nyela soltó una risa melódica y grave y mostró unos bíceps bien formados—. Los hombres son muy vagos para hacerlo, y probablemente también demasiado tontos. Discúlpeme, amigo —dijo colocando su mano, con confianza, en el hombro de Jericho. Un aroma de especias emanó de ella, una cruda seducción.

—¿Sabe una cosa? —dijo Jericho en muy buen tono—. Prepárenos un combinado con un poco de todo.

—Por fin un hombre inteligente —señaló Nyela, y le hizo un guiño a Yoyo—. Deja que las mujeres decidan.

Nyela desapareció en la cocina. Apenas diez minutos más tarde, regresó con dos bandejas rebosantes de platos.

—Paradise is here
—cantó.

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