Authors: Schätzing Frank
—En eso no comparto en absoluto tu opinión. Es muy entretenido y variado. A veces alguien hace arder una antigua acería. Se producen pequeñas y animadas persecuciones, se rescata a personas, e inesperadamente vuelas por medio mundo. ¿Tienes tú una vida más entretenida?
Mientras esperaba la protesta de la joven, Jericho continuó observando el restaurante desde la ventana, pero Yoyo parecía estar reflexionando seriamente sobre lo dicho por él.
—No —repuso ella finalmente—. No lo es. Pero estoy más acompañada.
—Bueno, hay compañías que pueden acabar con uno —dijo Jericho, y le cortó la palabra con un gesto de la mano.
En ese instante Nyela estaba saliendo del Muntu. Se había cambiado el vestido de vistosos y folclóricos colores por unos vaqueros y una camiseta.
—Tu misión —le dijo el detective a Yoyo.
La joven dejó caer la bolsita de té, cogió las llaves del coche y el móvil y corrió afuera. Jericho observó cómo arrancaba el Audi. Nyela se alejó a grandes zancadas y desapareció tras una esquina. El coche la siguió lentamente. Jericho esperaba que Yoyo no se comportara de un modo que llamara demasiado la atención. Él había intentado explicarle, en pocas palabras, las reglas básicas de una vigilancia discreta, entre las que se encontraba no pegarle al objetivo en las corvas con el parachoques.
Diez minutos más tarde ya estaba llamando.
—Dos calles más adelante hay un aparcamiento. Nyela acaba de salir de él.
—¿Qué coche conduce?
—Un Nissan OneOne. Un híbrido solar.
Un pequeño y maniobrable automóvil de ciudad, concebido para altas concentraciones de tráfico, capaz de reducir considerablemente su superficie al acortar la distancia entre los ejes. El Audi, por el contrario, era un monstruo, concebido sólo para las autopistas.
—Mantente cerca de ella —le dijo él—. Avísame si pasa algo. A continuación, Jericho llamó a Tu y lo puso al corriente de la situación.
—¿Y a ti cómo te va?
—Es divertido estar con
Diana
—le dijo Tu—. Un programa bonito. No está del todo a la altura, pero nos entendemos de maravilla.
—Ese programa es muy nuevo —protestó Jericho.
—Lo nuevo es lo que no se ha creado todavía —replicó Tu.
—Bueno, al grano.
—Bien, en relación con Ndongo: parece esforzarse por mantener una mayor moderación que durante su primer mandato, resistiendo la influencia de los chinos, pero, esta vez, sin incomodar a Pekín. Sus simpatías son claramente para Washington y la Unión Europea. Por otro lado, a principios de año hizo anunciar oficialmente su intención de tomar en cuenta, de igual manera, los intereses de todos los países, siempre y cuando éstos no dieran muestras de tendencias económicas anexionistas, y entonces les pasó a los de Sinopec un par de trozos del pastel. Aparte de eso, se ha esforzado de corazón para poner orden en aquella pocilga que dejó Mayé.
—Parece menos marioneta que antes.
—Así es. ¿Y sabes por qué? ¡Todos lo sabemos! Porque tiene petróleo y gas. Ambos en ingentes cantidades. Son respuestas a preguntas que ya nadie formula. En ello radica el problema y, por lo que parece, también fue el problema de Mayé. ¿Entiendes?
—¿El helio 3?
—¿Qué otra cosa, si no?
Pero ¡claro! Todo el mundo lo sabía. Sólo era un tema que se perdía de vista demasiado de prisa. ¿Quién se había visto afectado por la cambiada situación que había traído consigo el negocio en la Luna?
—A principios de 2020 estaba claro que el helio 3 sustituiría a los combustibles fósiles —dijo Tu—. Estados Unidos apostó todo a esa única carta: el desarrollo del ascensor espacial, la ampliación de la infraestructura existente en la Luna, la explotación comercial del helio 3, y... apostó por Julian Orley. Éste, a su vez, trabajó incansable y apasionadamente en sus reactores de fusión.
Por entonces, Orley y Estados Unidos crearon una enorme burbuja, algo que podría haber sufrido un fracaso espantoso y explotar. El consorcio más grande de todos los tiempos se habría desintegrado como una bomba de fragmentación, y Estados Unidos, con su orientación unilateral hacia la Luna, hubiese sufrido dolorosos reveses en el póquer de los recursos fósiles, millones y millones de personas hubiesen perdido su dinero. África podría seguir nadando en riquezas, disputándose en miserables guerras civiles los ingresos del petróleo y dictándoles condiciones a las naciones más ricas. ¿Recuerdas el año 2019, el precio del barril?
—Por esa época aún estaba alto.
—Por última vez. ¡Porque ya se sabe que ha funcionado! ¡Orley y Estados Unidos construyeron su ascensor! Sobre todo, fueron los primeros. He vuelto a investigarlo minuciosamente, Owen. El 1 de agosto de 2022 empezó a funcionar la base lunar, pocos días después, se puso en marcha la estación de extracción estadounidense. Dos semanas más tarde comenzó oficialmente la extracción del helio 3. Un mes y medio después, el 5 de octubre, entra en red el primer reactor de Orley, cumpliendo todas las expectativas. La era de la fusión había comenzado, el helio 3 es la fuente de energía del futuro. En diciembre, el precio del barril alcanza los ciento veinte dólares; en febrero del siguiente año cae a setenta y seis, y en marzo, China se incorpora enviando las primeras cargas de helio 3 a la Tierra, aunque con tecnología coheteril convencional y en cantidades ínfimas. A pesar de todo, las dos naciones más ávidas de materias primas están en la Luna. Otros les siguen los pasos, pero a duras penas: la India, Japón, los europeos, todos se esfuerzan como obsesos para hacer valer sus reclamos. No es que el petróleo haya dejado de desempeñar un papel, pero la dependencia de él desaparece. En el verano de 2023, cincuenta y cinco dólares por barril; en el otoño, cuarenta y dos. Eso incluso era bastante, pero el precio siguió bajando. Uno puede suponer que es mejor comprar con diligencia, pues no volverá a estar tan bajo, pero se equivoca. Las naciones consumidoras más importantes han acopiado a tiempo sus provisiones. Nadie ve la necesidad de crear más depósitos, en el sector del automovilismo se ha desarrollado la electricidad como una opción seria. Los países exportadores de materias primas, que han apostado exclusivamente por los ingresos salidos del negocio de la extracción de petróleo y gas, descuidando, al mismo tiempo, su economía doméstica, empiezan a sentir con total dureza la llamada maldición de las materias primas, sobre todo en África. Potentados como Obiang o Mayé ven llegar su final. Les llega la venganza por haber dejado que otros ordeñaran sus países hasta dejarlos secos. Ya no son ellos quienes determinan las reglas del juego. Sus socios de ultramar, a los que durante décadas pudieron manipular estupendamente, incluso enfrentándolos entre sí, están hartos de ese sometimiento, y ahora, para colmo, también han perdido el interés en el petróleo. Ésa, amigo mío, es la razón por la que la indignación de Washington en relación con Mayé sonó, con el tiempo, prefabricada. Para China es ya un hecho el querer equipararse con Estados Unidos y liberarse de la esclavitud del combustible fósil. Pues bien, ¿qué crees que hace nuestro hombre en su delirio?
—¿No irás a decirme en serio que Mayé comenzó su estúpido programa espacial para poder aterrizar en la Luna y extraer helio 3?
—Pues es exactamente lo que hizo.
—Tian, por favor. Era un demente entonces. El torturador de un país cuyo nivel tecnológico más destacado era el mantenimiento, a duras penas, de una red eléctrica que funcionara.
—Seguro. Pero eso fue lo que dijo.
—¿Que quería llegar a la Luna? ¿Mayé?
—Lo dijo.
Diana
ha compilado todas sus citas al respecto. Claro que era un idiota. Por otro lado, algunos expertos atestiguaron la funcionalidad de la rampa de lanzamiento. Después de todo, con ella consiguieron poner en órbita un satélite de noticias.
—Que se cayó.
—Sin embargo, el lanzamiento funcionó.
—¿Y cómo pudo financiar la rampa de lanzamiento?
—Supongo que usó para ello el presupuesto estatal. Debió de cerrar hospitales, qué sé yo. Lo interesante es que la caída de Mayé, definitivamente, no tuvo lugar debido al interés de otros países por su petróleo. ¿Qué pudo aterrorizar tanto a Pekín para que los chinos se vieran obligados a eliminar hasta el último hombre de una camarilla gobernante en un pequeño país de África occidental que se ha vuelto poco interesante tanto desde el punto de vista económico como político? Con esta pregunta a la vista, seguí buscando, y he encontrado algo.
—Que yo lo oiga.
—El 28 de junio de 2024, un mes antes de su muerte, Mayé fustiga en la televisión estatal la mentalidad explotadora del Primer Mundo y lanza reproches explícitos contra Pekín. China ha abandonado a África como si de una patata caliente se tratara, dice, el dinero prometido no llega, y añade que ellos son los responsables de haber secado el continente.
—¿Mayé, el abogado de África?
—Sí, ridículo, ¿no? Sin embargo, durante el discurso se le escapó algo que habría hecho mejor en tragárselo. Si Pekín no cumplía con sus obligaciones, dijo, se vería obligado a divulgar ciertas informaciones que dañarían a China en el plano internacional. Con ello amenazó abiertamente al Partido. —Tu hizo una pausa—. Un mes más tarde ya no podía contar nada.
—¿Y no hizo ninguna insinuación sobre esas informaciones?
—Indirectamente, sí. Dijo que su país no se dejaría avasallar por nadie. En particular, ampliaría el programa espacial y lanzaría otro satélite, y dijo que algunos contemporáneos harían bien en apoyarlo, de lo contrario podrían tener un desagradable despertar.
Jericho se quedó pensativo.
—¿Qué tenía que ver China con el programa espacial de Mayé?
—Oficialmente, nada. Sin embargo, hasta el más tonto puede darse cuenta de que nadie en Guinea Ecuatorial podía construir algo así. Tal vez sí físicamente, pero no toda la estructura. Mayé sólo tenía la idea del proyecto. Mostró sus millones y los expertos llegaron de todas partes: ingenieros, constructores, físicos...; y de todo el mundo: franceses, alemanes, rusos, norteamericanos, indios. Pero si uno se fija bien, llama la atención, sobre todo, un nombre: Zheng Pang-Wang.
—¿El Grupo Zheng? —exclamó Jericho, sorprendido.
—Exacto. Una gran parte de la estructura estaba en manos de Zheng.
—Hasta donde yo sé, Zheng está metido hasta el cuello en el programa espacial chino.
—Navegación espacial y técnica de reactores. No es sólo que Zheng Pang-Wang sea uno de los diez hombres más ricos del mundo y que tenga una enorme influencia en la política china, sino que parece decidido a convertirse en el equivalente asiático de Julian Orley. Los mandatarios del Partido tienen puestas todas sus esperanzas en él. Esperan que más temprano que tarde construya un ascensor espacial y un reactor de fusión que funcione. Hasta el momento debe ambas cosas. Se rumorea que está haciendo grandes esfuerzos por infiltrarse en Orley Enterprises y robar la tecnología. De forma oficial, está intentando ganarle a Orley para hacer una fusión. Se dice incluso que Orley y Zheng se caen bien, pero eso no quiere decir nada.
Jericho reflexionó.
—Los asesinos de Mayé actuaron muy de prisa, ¿no te parece?
—Increíblemente de prisa, diría yo.
—Sacarse de la manga a Ndongo..., y luego está toda la logística del golpe. Algo así no se planea en cuatro semanas.
—Coincido contigo. El golpe de Estado estaba preparado para el caso de que Mayé se saliera del guión.
—Cosa que hizo...
—Discúlpame, Owen —se oyó la voz de
Diana
—. ¿Puedo interrumpirte?
—¿Qué sucede,
Diana?
—Tengo una llamada de prioridad uno para ti. Es Yoyo Chen Yuyun.
—Ningún problema —dijo Tu—. Ya he soltado todos mis cartuchos. Mantenme al tanto, ¿de acuerdo?
—Lo haré. Pásamela,
Diana.
—¿Owen? —Se oyó la voz de Yoyo, mezclada con los ruidos de la calle—. Nyela se bajó en el centro. La he seguido un rato, se puso a mirar escaparates y también hizo una llamada. No me pareció particularmente alterada ni preocupada. Hace dos minutos se encontró con un hombre, ambos están sentados al sol en un café.
—¿Qué hacen?
—Charlar. Tomar algo. El tipo, diría yo, es un negro de piel clara. Calculo que tendrá unos cincuenta años. Tú has visto fotos de Mayé y su equipo de gobierno. ¿Había alguien así entre ellos?
—No hay muchas fotos. Y no existe ninguna donde esté el equipo completo. Siempre se ve a alguien a su lado. También puedes descargarte la lista de sus ministros, los que murieron durante el golpe. —Jericho intentó evocar las imágenes en la memoria—. No había ninguno de piel clara. Al menos, eso creo.
—¿Qué debo hacer?
—Sigue ahí. ¿Cómo se comportan el uno con el otro?
—Amables. Un beso de saludo, un abrazo. Sin aspavientos.
—¿Puedes decirme dónde estás, más o menos?
—Hemos pasado dos veces consecutivas sobre ese río, el Spraa, el Spriii..., el Spree. El café queda en una vieja estación, una construcción de ladrillo y arcos de medio punto bellamente renovada. Espera.
Yoyo caminó a lo largo de la fachada de ladrillos, buscando algún cartel, el nombre de la calle o, al menos, el de la estación. Numerosas personas bajaban desde las vías elevadas. Debido al buen tiempo imperante, la pequeña plaza situada delante parecía en estado de sitio, jóvenes y turistas subían las ventas de numerosas tabernas, bares, bistrós y restaurantes. Aparentemente, Nyela la había guiado hasta uno de los barrios de moda de la ciudad. A Yoyo le gustaba el lugar; le recordaba un poco a Xintiandi.
—Muy bien —dijo Jericho—. Creo saber dónde estás. Debes de haber pasado por la Isla de los Museos.
—Ahora mismo te lo digo.
—Da igual.
Yoyo descubrió una S blanca sobre fondo verde, la señal de tren de cercanías. Al lado había un letrero de color verde claro. Abrió los labios y vaciló. ¿Cómo se pronunciaban una S, una C y una H juntas?
—Hacke... s... cher...
—¿Hackescher Markt?
—Sí. Podría ser eso.
—De acuerdo. No los pierdas de vista. Si no sucede nada más aquí, me reuniré contigo.
—Vale.
Yoyo puso fin a la comunicación y se dio la vuelta. La estación despedía en ese momento a un contingente mayor de pasajeros, la mayoría de los cuales parecían correr detrás de un tiempo irremediablemente perdido. El resto, los que charlaban, se dispersaron por entre las sillas plegables y las mesas al aire libre de la oferta gastronómica de la plaza, en busca de un sitio vacío. De repente, Yoyo sólo vio una pared de espaldas; a continuación, sacó los codos y se abrió paso entre la muchedumbre. Un camarero se le vino encima, en un vuelo ladeado como el de un avión de combate, y estuvo casi a punto de derribarla. De un salto, la joven china consiguió eludirlo y refugiarse tras un arbusto verde y amarillo. Unas pizarras garabateadas le quitaban la visibilidad. Continuó caminando por la plaza hasta el sitio donde se acababan las sillas y, desde allí, se acercó al café bajo cuyo toldo de rayas blancas y azules estaban sentados Nyela y el mulato.