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Authors: Schätzing Frank

Límite (119 page)

BOOK: Límite
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—Entonces, ése fue el trato.

—¿Cuál iba a ser? Ya he dicho que sí, que había sido idea de Kenny. Nadie podía acercarse a Mayé tanto como yo. Me aceptaba como confidente.

—Un confidente que, al mismo tiempo, lo vigilaba.

—Por si acaso el gordo quisiera salirse del guión. Por supuesto que a mí también me vigilaban. Era el modus operandi de Kenny, de esa forma creaba sus redes: «Todos vigilan a todos.» Pero yo tenía un par de ojos más que los demás.

—De cristal —dijo Yoyo en tono burlón.

—Con el ojo sano veo mejor que tú con los dos tuyos —replicó Vogelaar—. Pronto averigüé dónde estaban los topos que Kenny me había puesto en mi propia casa. Medio EcuaSec estaba infiltrado. Por supuesto que no dejé que se me notara nada. Más bien empecé a observar a Kenny. Quería averiguar más sobre él y sobre los hombres que tenía detrás.

—Lo único que yo sé es que ese tipo está completamente chalado.

—Digamos que adora los extremos. Pude averiguar que había vivido tres años en Londres, adjunto al agregado militar chino; luego estuvo otros dos años en Washington, y su labor principal era la conspiración. Oficialmente pertenecía al Zhong Chan Er Bu, el servicio de inteligencia militar, el segundo departamento del Estado Mayor en el Ejército Popular chino. Por desgracia, mis contactos allí se revelaron precarios pero, en cambio, conocía a algunas personas en el quinto departamento del Guojia Anquan Bu, en el Ministerio de la Seguridad del Estado, que ya habían colaborado con Kenny. Según ellos, poseía capacidades analíticas muy especiales y un gran olfato psicológico. Además, estaba comprobado que, en cuestiones de sabotaje y de muertes por encargo, procedía de un modo... Bueno, de un modo bastante implacable.

—Dicho de otra forma, nuestro amiguito era un asesino a sueldo.

—En sí mismo, eso no es motivo para acalorarse, si no hubiera algo más.

Vogelaar introdujo una pausa para encender un nuevo purito. Lo hizo de un modo enfáticamente lento y ceremonioso, cambió de la palabra hablada a las señales de humo y se entregó durante un rato a la contemplación de las películas de su mente.

—Ellos creían que había algo monstruoso en él —continuó—, lo que coincidía con lo que yo ya intuía y no era capaz de decir Por qué. Así que me esforcé por rastrear la trayectoria de Kenny. Encontré lo que esperaba encontrar: su etapa del servicio militar, una carrera, alguna formación como piloto, entrenamiento en armas, todo bastante regular. Ya pensaba desistir cuando me topé con una unidad especial que llevaba el bonito nombre de Yü Shen...

—Estupendo —dijo Yoyo.

—¿Yü Shen? —dijo Jericho, frunciendo el ceño—. Me resulta familiar. Tiene algo que ver con la condenación eterna, ¿no?

—Yü Shen es el dios del infierno —explicó Yoyo—. Una figura taoísta, basada en la antigua idea china de que el infierno está dividido en diez reinos, cada uno gobernado por un rey infernal en las profundidades de la Tierra. El dios del infierno es la instancia máxima. Ante él y ante sus jueces infernales han de responder los muertos.

—Es decir, que todos irán al infierno...

—En principio, sí. Y cada uno, dependiendo de sus actos, será llevado ante un tribunal. Los buenos son enviados de vuelta a la superficie y renacen reencarnados en algo superior. Los malvados también renacen, pero sólo después de haber cumplido sus condenas, y se reencarnan en animales.

Jericho miró a Vogelaar.

—¿Y en qué animal se habrá reencarnado Kenny Xin?

—Buena pregunta. ¿Qué tal una bestia con forma humana?

—¿Y qué habría sido antes?

Vogelaar dio una calada a su purito.

—He intentado recopilar información sobre Yü Shen; una empresa difícil. Oficialmente, ese departamento ni siquiera existe, pero en realidad es comparable a esa corte del infierno. Recluían a sus hombres en las cárceles, en instituciones psiquiátricas y en hospitales de investigaciones cerebrales. Podría decirse que salen, expresamente, en busca del mal. Buscan a gente con mucho talento, cuya discapacidad mental ha descendido tanto en la barrera psicológica que, por lo general, tienen que ser encerradas y apartadas de la sociedad. En Yü Shen, sin embargo, se ganan una segunda oportunidad. No es que allí tengan la intención de convertirlos en mejores hombres, más bien lo que importa es ver cómo se puede instrumentalizar el mal. Realizan pruebas. Todo lo imaginable, cosas que seguramente no querréis oír. Después de un año, deciden si vas a renacer en libertad, en el ejército o en el servicio secreto, o si tu vida quedará encerrada de nuevo en el infierno de un manicomio.

—Suena como un ejército de carniceros —dijo Yoyo con repugnancia.

—No necesariamente. Algunos graduados de Yü Shen han hecho carreras sorprendentes.

—¿Y Kenny?

—Cuando Yü Shen descubrió su existencia, Kenny había cumplido los quince años y estaba en una clínica para jóvenes criminales con trastornos mentales. La mayor parte de su vida anterior sigue estando en la sombra. Al parecer, creció en medio de una pobreza extrema, en el último rincón de un asentamiento ilegal en el que ni siquiera se dejaban ver los trabajadores inmigrantes. Padre, madre, dos hermanos. No sé nada acerca de las circunstancias exactas. Sólo sé que una noche, a la edad de diez años, cuando todos dormían, Kenny vertió dos bidones de gasolina sobre el cobertizo de latón donde vivía su familia. A continuación, bloqueó todas las vías de escape con barricadas que había ido preparando durante semanas, acopiando basura y colocándola de modo que nadie pudiera salir. Luego le prendió fuego.

Yoyo lo miró fijamente.

—¿Y su familia?...

—Se quemaron.

—¿La familia entera?

—Todos. Fue pura casualidad que algún sesudo oyera hablar del caso y se llevara al niño consigo. Demostró tener una inteligencia sobresaliente y una singular claridad de pensamiento. El muchacho no negó nada, no disimuló nada, pero tampoco dijo ni una palabra sobre los motivos para cometer aquel crimen. Durante cuatro años pasó de experto en experto, todos trataban de desentrañar el origen de sus acciones, hasta que por fin Yü Shen puso su atención en él.

—¡Y ahora lo han arrojado sobre la humanidad!

—Lo consideraron sano.

—¿Sano?

—En el sentido de que tenía control sobre sí mismo. No encontraron nada. Por lo menos ninguna enfermedad mental tal y como aparece en los manuales. Sólo mostraba un extraño anhelo de cierto orden superior, una fascinación por la simetría, síntomas clásicos de un trastorno obsesivo-compulsivo, pero, en general, no hallaron nada que permitiera clasificarlo como un demente. Él sólo era... malvado.

Durante un tiempo reinó un silencio incómodo. Jericho recapituló lo que sabía acerca de Xin: su amor por la puesta en escena, la extraña capacidad de ver lo que pensaban otros. Vogelaar tenía razón: Kenny era malvado y, sin embargo, todavía le parecía que ésa no era toda la verdad. Al mismo tiempo, sus acciones parecían estar sujetas a un oscuro código, un código que él seguía a pies juntillas y con el que se sentía obligado.

—Ahora bien, entonces yo no tenía ninguna razón para desconfiar de Kenny. Todo marchaba de maravilla. Pekín cumplió su compromiso de no injerencia, Mayé gozaba del estatus de gobernante autónomo. El petróleo fluía a cambio de dinero. Luego vino la decadencia. Todo el mundo hablaba del helio 3, lo único que a todos les interesaba era ir a la Luna. El interés por los recursos fósiles fue disminuyendo gradualmente, y Mayé no podía hacer nada por evitarlo. Absolutamente nada. Ni ejecuciones ni berrinches. —Vogelaar sacudió la ceniza de su purito—. En fin, el 30 de abril de 2022 me llamó a su despacho. Cuando entré, allí estaba sentado Kenny, acompañado de algunos hombres y mujeres a los que presentó como representantes del ministerio chino de Aeronáutica Civil y Espacial.

—¡Yo sé lo que querían! —Yoyo chasqueó los dedos como una escolar—. Propusieron construir una rampa de lanzamiento.

Jericho no daba crédito.

—Entonces, ¿el asunto no fue idea de Mayé?

—No, no lo fue. Por supuesto que enseguida él quiso saber para qué era la rampa. Le dijeron que para lanzar un satélite al espacio. Se les preguntó qué clase de satélite. Ellos dijeron que se trataba sólo de un satélite, no importaba de qué tipo. «¿Quieres un satélite? ¿Un satélite propio, un satélite de comunicaciones para Guinea Ecuatorial? Puedes tenerlo. A nosotros sólo nos interesa el lanzamiento y que nadie se entere de lo que hay detrás de todo esto.»

—Pero ¿por qué? —preguntó Jericho, desanimado—. ¿Qué ventaja podría haber en lanzar un satélite chino desde territorio africano?

—Sí, por supuesto, eso también nos interesó. Las cosas, nos dijeron, eran del siguiente modo: existía un tratado sobre el espacio que fue acordado en los años sesenta por iniciativa de Naciones Unidas y que fue firmado y ratificado por la mayoría de los países. El objeto de dicho tratado era a quién pertenecía el espacio, lo que se podía y no se podía hacer allí, lo que se podía permitir y lo que había que prohibir. Parte del tratado consistía en una cláusula de responsabilidad que más tarde se concretizó en un acuerdo especial que regula todas las reclamaciones relacionadas con accidentes provocados por cuerpos celestes artificiales. Por ejemplo, si un meteorito cae en tu huerto y mata a todas tus gallinas, no puedes hacer nada. Pero si lo que cae no es un meteorito, sino un satélite con reactor nuclear, y no cae precisamente sobre tus gallinas, sino justo en el centro de Berlín, los daños alcanzan cifras astronómicas, por no hablar ya de los muertos y los heridos, o del incremento en las tasas de cáncer. ¿Quién, entonces, se hace responsable de ello?

—Quienes han lanzado el objeto.

—Correcto. Los Estados, y de forma ilimitada, en virtud del tratado. Si Alemania puede demostrar que se trata de un satélite chino, es China la que tiene que sacudirse el bolsillo. Lo decisivo es siempre desde qué territorio se hace el lanzamiento. Cuantas más cosas lance una nación al espacio, tanto mayor será el riesgo de tener que pagar. Así pues, según los delegados, se estaba negociando con algunos gobiernos que permitiesen a China construir rampas de lanzamiento en sus territorios y que luego se las vendieran al mundo como empresas propias.

—Pero ¡entonces esas naciones se hacen responsables!

—Tipos como Mayé no tienen ningún problema con llevar a sus pueblos a la ruina. Los millones del negocio del petróleo ya estaban asegurados desde hacía tiempo en cuentas privadas, lo mismo que había hecho Obiang. A él sólo le interesaba lo que pudiera salpicarle de aquello en beneficio propio. Así que Kenny mencionó una suma. Era exorbitante. Mayé intentó permanecer sereno, mientras, por debajo de su escritorio de maderas exóticas, se orinaba de alegría.

—¿Acaso no le pareció todo completamente absurdo?

—La delegación argumentó que Pekín solía cerrar esos acuerdos a fin de disminuir los riesgos. El peligro de una caída era mínimo, todo tenía un carácter civil, se trataba únicamente de probar un nuevo sistema de propulsión, algo experimental. Todo cuanto Mayé tenía que hacer era pavonearse presentándose como el padre de la navegación espacial ecuatoguineana y garantizar, de por vida, silencio acerca de quiénes estaban detrás de todo. A cambio, China estaba dispuesta a donarle el deseado satélite.

—Valiente idiota —constató Yoyo.

—Bueno, piénsalo: el primer país africano con un programa espacial propio.

—Pero en cuanto a la construcción de la rampa... —dijo Jericho—. ¿No le llamó la atención que los únicos que andaban por allí eran chinos?

—No fue exactamente así. Oficialmente hubo una convocatoria a concurso. Mayé hizo saber al mundo que quería participar en la navegación espacial, invitó a expertos al país y, por supuesto, también acudieron chinos. Todo estaba perfectamente organizado. Al final, hubo rusos, coreanos, franceses y alemanes trabajando en la rampa, y nadie notó al son de qué palmadas bailaban.

—¿Y el Grupo Zheng?

—¡Ah! —Vogelaar alzó las cejas en señal de reconocimiento—. Lo habéis comprendido. Es cierto, gran parte de la estructura fue desarrollada por Zheng. Siempre tenían un equipo en el país. En diciembre comenzaron, y apenas un año después aquel chisme ya estaba en pie; luego, el 15 de abril de 2024, en una ceremonia solemne, se puso en órbita el primer y único satélite de comunicaciones de Mayé.

—Debía de reventar de orgullo.

—Mayé estaba loco con aquel chisme. Había una maqueta del mismo en su despacho, recorría el techo a través de unos raíles y daba la vuelta sobre su escritorio, era el sol de Guinea Ecuatorial.

—Sólo que no por mucho tiempo.

—Ni tres semanas. Primero hubo una avería temporal, luego, un cese absoluto de transmisiones. Claro que eso se divulgó. Mayé fue blanco de comentarios maliciosos y burlas. No era que necesitara forzosamente un satélite, hasta entonces se las había arreglado bien sin él. Pero se había estado metiendo en terreno internacional, había querido bailar al ritmo de los grandes y se había resbalado fuera de la pista de una manera penosa. Se había puesto en ridículo de una manera estrepitosa, hasta los bubis de Playa Negra se retorcieron de risa en sus celdas. Mayé rabiaba, gritó llamando a Kenny, quien le hizo saber que ahora las preocupaciones eran otras. Lo que, por otra parte, era cierto. Los chinos y los estadounidenses se amenazaban mutuamente con acciones militares, se culpaban unos a otros de haber estacionado armas en la Luna. Le aconsejé a Mayé que se mantuviera al margen, pero él no daba tregua. Finalmente, a principios de junio, precisamente cuando la llamada «crisis lunar» empezaba a apaciguarse, Kenny viajó a Malabo para sostener conversaciones. Mayé se mostró frenético. Exigió de inmediato un nuevo satélite..., y entonces cometió un error. Insinuó que detrás de todo aquello tal vez hubiera algo más que la mera puesta a prueba de un nuevo sistema experimental de propulsión.

Jericho se inclinó hacia adelante.

—¿Y qué quería decir con eso?

Vogelaar soltó una bocanada de humo hacia tiempos ya pasados.

—Lo que ya sabía a través de mí, lo que yo había averiguado acerca de todo aquel proyecto.

—Entonces, ¿tú también habías encargado investigar el asunto?

—Por supuesto. No había perdido de vista detalle de la construcción de la rampa ni del lanzamiento, más de lo que a Kenny le habría gustado, pero sin que él notara nada. Y en ello tropecé con algunas incongruencias. Informé a Mayé del asunto e insistí en que se lo reservara, pero aquel absoluto idiota no encontró nada mejor que hacer que amenazar a Kenny.

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