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Authors: Schätzing Frank

Límite (123 page)

BOOK: Límite
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Sobre todo ello brillaba, con su sonrisa juvenil y la promesa de una eterna aventura en los labios, el icono de Julian Orley, un hombre que, más que un magnate de la economía, era como una estrella del rock, un filántropo y un excéntrico, aliado de Estados Unidos y, al mismo tiempo, socio de nadie; un hombre atento, generoso e impredecible, maestro del tiempo y del espacio, sumo pontífice del «¿Qué pasaría si...?», un hombre que parecía tener una patente sobre el planeta Tierra, sobre el espacio circundante y sobre el futuro en cuanto tal.

Gaia, el hotel lunar, según les informó
Diana,
había sido inaugurado en esos días para un exclusivo grupo, muy selecto, de invitados, encabezados por Julian y Lynn Orley. Responsable de ello era...

—Con lo que sé me basta —dijo Tu, y llamó a la sede del grupo en Londres, a su Departamento Central de Seguridad.

Jennifer Shaw, la principal intendente de seguridad general, estaba reunida; Andrew Norrington, su segundo, estaba de viaje. Finalmente, Tu pudo hablar con una mujer llamada Edda Hoff, número tres en el sistema y portadora de un peinado a lo paje en forma de casco y cuyo carisma no tenía nada que envidiar a ningún servicio de telefonía electrónico: «Si desea informar acerca de un ataque terrorista, diga "uno". Para casos de corrupción y espionaje, diga "dos". Si es usted quien desea perpetrar un ataque, diga "tres".» Aquello sonaba como si en Orley Enterprises no sucediera otra cosa en todo el día que no fueran las llamadas entrantes de gente que alertaba sobre la comisión de determinados delitos o anunciaba la perspectiva de llevar a cabo uno.

Tu le envió el fragmento de texto. La mujer lo leyó con atención, sin que la expresión encerada de su rostro cambiara lo más mínimo. Serenamente, escuchó las explicaciones del chino. Sólo cuando Tu empezó a hablar del hotel, sus rasgos se animaron en una expresión de alerta, y sus cejas se elevaron hasta casi el borde del negro flequillo.

—¿Y qué le hace estar tan seguro de que ese ataque va dirigido contra el Gaia?

—He oído decir que lo han inaugurado —respondió Tu.

—No oficialmente. El primer grupo de huéspedes llegó allí hace unos días, son invitados personales de Julian Orley. Él mismo... —Edda Hoff vaciló.

—¿Él está allí? —dijo Tu, completando la frase de la mujer—. ¡Eso me inquietaría!

—Por este documento no se puede saber cuándo se llevará a cabo esa operación —dijo la señora Hoff, algo molesta—. Todo es demasiado vago.

—Menos vaga es la muerte de personas inocentes que han pagado con sus vidas el haber obtenido este documento —dijo Tu, casi con euforia—. Esas personas están muertas, requetemuertas, no vagamente muertas, a ver si entiende lo que quiero decirle. En lo que a nosotros atañe, hemos arriesgado nuestras vidas para que usted pueda leer lo que le he enviado.

Hoff pareció reflexionar.

—¿Cómo puedo contactar con usted?

Tu le dio su número de móvil y el de Jericho.

—¿Piensa hacer algo? —preguntó el chino—. ¿Cuándo?

—Notificaré el asunto al Gaia dentro de las próximas horas. —Las comisuras de los labios de Edda Hoff se separaron ligeramente, creando la ilusión de una sonrisa—. Gracias por avisarnos. Lo llamaremos.

La pantalla se volvió negra.

—¿Eso era una mujer? —preguntó, sorprendida, Yoyo—. ¿O era un robot?

Tu soltó una risotada acompañada de un resoplido.

—¿Diana?

—Buenas noches, señor Tu.

—Llámame, simplemente, Tian.

—Lo haré.

—¿Cómo estás,
Diana?

—Yo estoy bien, Tian, gracias —respondió el ordenador con su halagüeña voz de contralto—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Tu se volvió hacia los demás.

—No sé quién o qué es la tal Edda Hoff —susurró—. Pero, comparada con ella,
Diana
es toda una mujer. Owen, te pido disculpas. Empiezo a entenderte.

GAIA, VALLIS ALPINA, LA LUNA

—¿Hay alguna persona en tu entorno en la que confíes incondicionalmente?

Lynn reflexionó. De forma espontánea, se vio apremiada a decir el nombre de Julian, pero de pronto se sintió insegura. Quería y admiraba a su padre y, por supuesto, él confiaba en ella. Pero siempre que ella se veía a través de los ojos de él —y, en realidad, se veía incesantemente a través de los ojos de Julian, ya que desde niña había crecido bajo la luz de sus favores—, Lynn se asustaba ante la mujer de mirada azul marino a la que Julian llamaba su hija. Ésa no era ella. De modo que ¿cómo podía confiar en él si, por lo visto, Julian no tenía conocimiento alguno de la existencia de aquel monstruo con forma de muñeca, en constante metamorfosis, ese amasijo de tejido adaptable que ella sentía que era?

—¿En qué persona estás pensando? —preguntó
Island-II.

—En mi padre, Julian Orley.

—¿Julian Orley es tu padre? —quiso cerciorarse el programa.

—Sí.

—Él no es la persona en la que confías.

No era una pregunta, sino una afirmación. El hombre que estaba frente a ella se inclinó hacia adelante. Lynn respiraba trabajosamente, y los sensores colocados sobre su camiseta registraban diligentemente esa respiración y la transmitían a la base de datos. El escáner y el medidor de estrés controlaban la temperatura corporal, el pulso, el ritmo cardíaco y toda la actividad neuronal, sometían cada expresión suya a un análisis de frecuencia, haciendo un balance de la mímica, la dilatación y la contracción de sus pupilas, el movimiento de la musculatura ocular, la formación del sudor. Con cada segundo de análisis, Lynn proporcionaba al
Island-II
nuevas informaciones que capacitaban al programa para emitir juicios sobre ella.

El hombre pareció reflexionar un instante. Luego le dedicó una sonrisa de ánimo. Era alto y de complexión fornida, estaba completamente calvo y tenía una mirada amable que parecía penetrar, capa tras capa, la naturaleza de cebolla de Lynn, el diorama de sus simulaciones, pero sin la frialdad invasiva con la que, a menudo, los psicólogos examinan a sus pacientes bajo el microscopio.

—Bien, Lynn. Quedémonos con las personas que están en este momento a tu alrededor. Mencióname, consecutivamente, los nombres de las personas a las que te sientes próxima. Y, tras cada nombre, deja transcurrir unos segundos.

Lynn se miró las uñas. Comunicarse con
Island-II
era como balancearse en la oscuridad con rumbo desconocido, sobre el haz de luz de una linterna. El truco consistía en entenderse uno mismo, también, como alguien virtual. Lo mejor de ello era que no había riesgo de ponerse en ridículo. Lynn no tenía ni idea de si aquel calvo se basaba o no en una persona real, lo único cierto era que, para él, era imposible despreciarla por sus preocupaciones. En realidad,
Island-II
eran las siglas de Integrated System for Listening and Analysis of Neurological Data, «sistema integrado para la escucha y el análisis de datos neurológicos», y lo único de humano que tenía era que había sido programado por terapeutas.

—Julian Orley —repitió Lynn, aunque el programa ya lo había borrado de la lista de sus personas de confianza, y, obediente, la mujer hizo una pausa—: Tim Orley... Amber Orley... Evelyn Chambers... Son ésos, creo.

¿Evelyn? ¿Confiaba en la presentadora de televisión más poderosa de Estados Unidos? Aunque, por otro lado, ¿por qué no iba a hacerlo? Evelyn era una amiga, aunque ambas, desde el comienzo del viaje, habían tenido pocas oportunidades de hablar. La pregunta, sin embargo, era a quiénes se sentía próxima. ¿Era la proximidad lo mismo que la confianza?

El hombre la miró.

—Durante este último cuarto de hora he averiguado muchas cosas sobre ti —dijo el programa—. Tienes miedo. No tanto debido a amenazas reales como a tus propios pensamientos, que te hacen llenarte de alarma. Mientras haces eso, dejas de sentirte. La pérdida del sentir se precipita en el infierno de la depresión, y la consecuencia son miedos peores, sobre todo el miedo al miedo. Desafortunadamente, cuando tienes ese estado de ánimo, cada uno de tus pensamientos se infla hasta convertirse en un monstruo, de modo que te conviertes en víctima de un error al creer que los contenidos de tus pensamientos son los responsables de tu estado. Por tanto, intentas deshacerte de ellos a nivel del contenido, pero con ello provocas justamente lo contrario. Cuanto más seriamente te tomes esos monstruos, tanto más omnipotentes se presentarán ellos.

El hombre hizo una pausa para dejar que sus palabras surtieran su efecto.

—Sin embargo, esos contenidos en realidad son intercambiables. No es el contenido el que genera el miedo. El miedo genera el contenido. El miedo es un fenómeno físico. Tu frecuencia cardíaca se acelera, una presión se deposita en tu pecho, te sientes tensa, endurecida, contraída. La amplitud de tu fuero interno se estrecha, siente falta de libertad e impotencia. Como un animal en una jaula, empiezas a desesperar. Ese retraimiento físico, Lynn, es la razón por la que concedes una importancia tan desmedida a tus pensamientos, hasta el punto de que éstos pueden arrastrarte a un verdadero infierno. Es importante que comprendas cómo funciona el mecanismo, porque no se trata de otra cosa. Una vez logres relajarte, romperás ese círculo vicioso. Cuanto más intensa sientas tu persona, menos tormento podrán causarte tus pensamientos. Por eso, al principio de toda terapia lo más importante es fortalecer el cuerpo. Hacer deporte, mucho deporte. Movimiento, que sientas las agujetas, el dolor en los músculos. Aguzar los sentidos. Escuchar, ver, degustar, oler, tocar. Hay que salirse de todo lo que sea proyección, adentrarse en el mundo real. Respirar, sentir el cuerpo. ¿Tienes alguna pregunta sobre esto?

—No. O bueno, sí. —Lynn se frotó las manos—. Entiendo lo que quieres decir, pero... hay algunos temores muy concretos. Quiero decir, ¡no me saco esas cosas de la manga! Me refiero a lo que he hecho, en las historias que me he metido. Mi pensamiento gira sólo en torno a... la destrucción, el tormento, la... la muerte. La muerte de otros. ¡Matar, torturar, destruir! ¡Tengo un miedo espantoso a transformarme en algo que, de repente, brote de mí, que se abalance sobre los demás y los haga jirones, sobre todo a gente que quiero! Es algo que me devora por dentro, hasta que sólo queda el envoltorio, y ese envoltorio es algo inquietante y extraño, y... y entonces ya ni siquiera sé quién soy. No sé cuánto tiempo más podré aguantar esta presión...

De repente, las lágrimas se le saltaron a los ojos, como destiladas de su impotencia. Le tembló el mentón. Parecía salirle líquido de todas partes, de la nariz, de las comisuras de la boca, hasta el labio inferior le chorreaba. El hombre se echó hacia atrás y la miró con los párpados entornados, esperando que Lynn añadiera algo más, pero la joven ya no podía hablar, sólo abría la boca para tomar aire. Quería desaparecer del mundo, volver al vientre materno, sin embargo, no al de Crystal, su madre, quien, mientras vivió, jamás pudo ofrecerle sostén, sino que más bien le inoculó, codificado en sus genes, el veneno de su melancolía. Quería un padre que le explicara que sólo había tenido un mal sueño, pero no Julian, que la tomaría del brazo y la consolaría, sin comprender en lo más mínimo cuál era su verdadero problema, del mismo modo que no había podido comprender las depresiones de Crystal y su posterior locura. Sin embargo, no era que despreciara las debilidades de Julian, de ningún modo. ¡Sencillamente, él no la entendía! Lynn deseaba regresar a la protección de una pareja de padres que jamás había existido.

—Me trazo expectativas demasiado altas —dijo, intentando poner un tono objetivo—. Y entonces... siento la certeza de que son demasiado elevadas, y me odio por mis insuficiencias... por mi fracaso.

Lynn sentía que se volvía transparente; se rodeó el cuerpo con los brazos, pero eso no cambió en absoluto aquella sensación de desnudez. Hablaba con un ordenador, pero raras veces se había sentido tan al desnudo.

—Te propongo una perspectiva diferente —dijo
Island-II
al cabo de un rato—. No son
tus
expectativas. Son las expectativas de otros, pero las has hecho tuyas de tal modo que crees que son
tus
expectativas. Así que intentas que tus acciones estén en conformidad con ellas. No valoras quién eres, sino cómo les gustaría verte a los demás. No obstante, a la larga uno no puede negarse y devaluarse a sí mismo. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí —susurró Lynn—. Creo que sí.

La mirada del hombre se posó en ella, una mirada amistosa y analítica.

—¿Qué sientes en este momento?

—No lo sé.

—La persona que eres lo sabe. Déjate llevar por lo que sientes.

—No puedo —gimoteó ella—. No puedo hacerlo. No tengo acceso a mí misma.

—Aquí no tienes por qué simular nada, Lynn —dijo el hombre, sonriendo—. No delante de mí. No olvides que soy sólo un programa informático, aunque uno muy inteligente.

¿Simulación? ¡Oh, sí! Desde los días de su infancia, ella era la reina de la simulación. Una simulación entrenada durante horas y horas, en compañía de su imagen ante el espejo, hasta que estuvo en condiciones de proyectar sobre el monitor de su hermoso rostro cualquier expresión deseada: confianza ante el abismo del fracaso, indolencia a pesar del exceso de trabajo, fanfarronería aunque no tuviera nada en mano. Cuan rápidamente había aprendido lo que era capaz de hacer la apariencia, y todo a pesar de que precisamente el hombre al que más intentaba gustar censuraba la mera idea de la simulación. Ese hombre, sin embargo, no era capaz de captar su juego de roles, y llegó un momento en que ella misma no fue capaz de captarlo tampoco. Haciendo un denodado esfuerzo por mantener el paso de Julian, Lynn fue desarrollando una profunda aversión contra los variables estados de ánimo, en especial los suyos. Empezó a despreciar los sentimentalismos y los caprichos de sus congéneres. Los desnudos del alma, la exhibición del sufrimiento, la viscosidad de cierta intimidad precipitada. Eso de hacerles saber a todos con qué pie se había levantado uno, de dar participación en la química mental propia, era algo repugnante. Ella prefería la higiene de la simulación. Hasta aquel día, hacía cinco años, en que cambió todo...

—Es rabia lo que sientes —dijo
Island-II
tranquilamente.

—¿Rabia?

—Sí, una rabia irrefrenable. La Lynn Orley que permanece encerrada, que quiere salir por fin, ser amada, sobre todo amarse a sí misma. Esa Lynn tiene muchos muros que derribar, tiene que liberarse de muchas expectativas falsas. ¿Te asombra que esa Lynn sienta deseos de matar y de destruir?

BOOK: Límite
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