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Authors: Schätzing Frank

Límite (121 page)

BOOK: Límite
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Keowa llevó su bandeja llena de frutas, yogures y frutos secos a la mesa en la que su ayudante ya estaba devorando su segunda montaña de creps.

—Lo de ayer fue un golpe fallido —dijo el joven mientras masticaba.

Keowa se encogió de hombros. El hotel Westin Calgary tenía la ventaja de estar ubicado muy cerca de la central de Imperial Oil, en la Cuarta Avenida Suroeste, de modo que, tras una conversación telefónica sostenida con Palstein, ella había decidido alojarse en el hotel por una noche junto con su joven ayudante. Al final había tomado el mismo camino recorrido por el gordo asiático. Una empresa, por cierto, desalentadora. En el vídeo de Bruford, el hombre se acercaba desde la izquierda, es decir, desde el norte. Pero la mayoría de los hoteles estaban situados al sur, en el oeste o en el este. El hombre podría haberse alojado en cualquiera de ellos, si es que, en verdad, se había alojado en un hotel. Posiblemente viviera también en la ciudad. La influencia asiática era notable por todos lados. Yendo a pie hacia el Bow River, a lo largo de la animada Centre Street, se extendía el barrio chino de Calgary, el tercer barrio chino más grande de Canadá, después del de Vancouver y el de Toronto. En el Sheraton, no lejos del Prince's Island Park, alguien creía recordar a un asiático alto, de aspecto descuidado y cierta corpulencia, pero no lo habían tenido como huésped. Keowa y su ayudante habían mostrado su foto en restaurantes y negocios y, finalmente, habían hecho una visita al Calgary International Airport, sin resultado alguno. Gracias a ello, el cuerpo de Keowa, esa mañana, sólo recibió sus buenas noticias en forma de piña, semillas de girasol y yogures desnatados, los cuales le indicaban que su dueña tenía pensado mantenerlo en forma.

Mientras se servía su té de hierbas aromatizado, la llamó Sina, la redactora de la sección de Sociedad y Miscelánea de Vancouver.

—Alejandro Ruiz, cincuenta y dos años, últimamente estuvo en la directiva estratégica de Repsol, o más exactamente, de Repsol YPF, como se llama correctamente la empresa, con sede en Madrid...

—Eso ya lo sé.

—¡Espera! Líder del mercado en España y Argentina, durante mucho tiempo el mayor consorcio energético en general, especializado en la explotación, la producción y la refinería; además, tercer puesto en el negocio del gas licuado. En ningún momento puso sus cartas en el ramo de las energías alternativas. Por eso, desde hace dos décadas, son acusados con cierta regularidad por los indígenas mapuches de Argentina de contaminar las aguas de su manto freático.

En realidad, aquella alegre disposición a quejarse que mostraban los nativos era algo nuevo para Keowa.

—¿Es que todavía hay mapuches? —preguntó la periodista.

—¡Oh, sí! Tanto en Argentina como en Chile. Aun cuando el gobierno chileno siga negando que éstos hayan existido alguna vez. Divertido, ¿verdad? En cualquier caso, Repsol forma parte de esos consorcios en los que las luces se van apagando planta por planta. Y Ruiz no sólo era el vicedirector estratégico, como yo pensaba, sino que desde julio de 2022 era el principal responsable de las actividades petroquímicas del consorcio en veintinueve países.

—Asombroso —dijo Keowa.

—¿Por qué?

—Me refiero al rumbo tomado por el consorcio. ¿Por qué nombran director estratégico a alguien que exige la ampliación a la energía solar y emplea palabras tan extrañas como «ética»?

—La mayor parte del tiempo se han permitido usar a Ruiz, tal vez, como su consciencia ecológica, a fin de no parecer tan ignorantes. Desde una segunda posición, este director podía ladrar, pero no morder. Sólo que a finales del año 2022 el buque cisterna empezó a irse a pique a toda velocidad. En esa situación, hasta tú habrías nombrado como responsable principal a un burro andaluz. Cuando quedó claro que Repsol estaría entre los grandes perdedores, necesitaban a un chivo expiatorio a la cabeza, eso fue todo.

—En el año 2022, Ruiz ya no tenía ninguna oportunidad de evitar el derrumbe.

—Lo sé. No obstante, intentó todo lo imaginable. Hasta meterse en negocios con Orley Enterprises.

—¡No me digas! —exclamó Keowa, perpleja.

—He visto un par de vídeos. El tipo causa una impresión simpática. En Madrid, su mujer y su hija se afligen preguntándose si reaparecerá alguna vez. Te pasaré sus datos de contacto y los de algunos colegas suyos en Repsol. Te deseo suerte.

—¿Piensas llamar a la mujer de Ruiz? —preguntó su ayudante después de que Keowa concluyó su conversación con Vancouver.

La periodista se levantó.

—¿Cuál es el criterio en contra?

—La diferencia horaria. Además, tú no hablas español.

—En Madrid son ahora las cuatro y media de la tarde.

—¿En serio? —El joven se lamió la grasa de los dedos—. Pensaba que en Europa siempre era de noche cuando aquí era de día.

Keowa se dispuso a responderle, pero negó con la cabeza y se retiró a su habitación. Para su satisfacción, había tenido éxito a la primera. La señora Ruiz se mostró en un primer momento confundida, por un instante quiso rechazarla, pero al final dio muestras de querer cooperar y de dominar la lengua inglesa, algo en lo que Keowa había confiado en secreto, ya que era cierto que no sabía español. Hablaron durante diez minutos, luego la periodista llamó a uno de los colaboradores del departamento estratégico de Repsol que también mantenía contactos de carácter privado con Ruiz. El resto de los colegas, cuyos números Sina había averiguado para ella, recorrían desde hacía poco el empedrado camino del desempleo.

Interesante lo que consiguió averiguar.

Keowa miró por la ventana. El cielo gris de la transitoriedad pesaba sobre la ciudad. Unas cortinas de llovizna borraban los contornos de la Calgary Tower, con sus ciento noventa metros de altura, construida en otros tiempos por las firmas petroleras Marathon y Husky Oil. Aquellos edificios tenían algo de esqueléticos. En el tejido adiposo de la abundancia, trabajaba con rabia la reducción celular. Tras un momento de reflexión, Keowa volvió a telefonear a Vancouver.

—¿Podríais reconstruir los últimos días antes de la desaparición de Ruiz?

—Depende de lo que quieras saber.

—He hablado con su mujer y con uno de sus colegas. La última estación de Ruiz, antes de volar hacia Lima, fue Pekín.

—¿Pekín? —se asombró Sina—. ¿Qué hacía Ruiz en Pekín?

—Pues eso es lo que quiero saber, ¿qué hacía?

—Repsol no tiene cartas en China.

—Eso no es del todo cierto. Se trataba, definitivamente, de una empresa mixta largamente planeada con Sinopec. Algo relacionado con la explotación. Estuvieron una semana hablando sobre el tema. Pero a mí me interesa más lo que él hizo el último día, justo antes de abandonar China. El día 1 de septiembre de 2022, para ser exactos. Supuestamente tomó parte en una conferencia sobre la que su colega no tenía ninguna noticia. Lo único que sabía este último era que la conferencia tendría lugar fuera de Pekín. Él piensa que en alguna parte debe de haber documentación sobre eso, que investigaría.

—¿Y nadie sabe de qué trataba la conferencia?

—Ruiz era director estratégico. Tenía autonomía. Ya no tenía que echarse sobre sus cuartos traseros por cualquier minucia. La señora Ruiz dice que su Alejandro era una persona muy cariñosa y con muy buen sentido del humor...

—Estoy llorando a moco tendido...

—Quiero llegar a otra cosa. Se trata de alguien que no se deja estropear el buen humor. Ellos hablaron poco antes de esa conferencia, y el Sol todavía brillaba. Él había ayudado a hilar aquella empresa mixta, estaba de muy buen ánimo, dijo un par de tonterías y añadió que le alegraba hacer ese viaje a Perú. Pero cuando la llamó desde el vuelo hacia Lima, parecía bastante agobiado.

—¿Y eso fue el día después de esa extraña conferencia?

—Exacto.

—¿Y le preguntó ella el motivo?

—La mujer cree que algo tuvo que ocurrir en Pekín que le provocó ese disgusto, pero él no quiso hablar del tema. En general, estaba cambiado, en un estado de ánimo que no encajaba con su forma de ser, parecía derrotado y nervioso. Desde Lima la llamó una última vez. Parecía desalentado, casi con miedo.

—¿Y eso fue justo antes de desaparecer?

—La misma noche, sí. Fue lo último que ella supo de él.

—¿Y qué debo hacer ahora?

—Excavar, como siempre. Quiero saber qué encuentro fue ese que tuvo lugar en China y en el que Ruiz participó. Quiero saber dónde se realizó, de qué trataba, quiénes estaban allí.

—Hum. Haré lo que pueda, ¿de acuerdo?

—¿Pero?

Sina vaciló.

—A Susan le gustaría hablar contigo.

Keowa frunció el ceño. Susan Hudsucker era la número dos de Greenwatch. Ya sospechaba lo que vendría a continuación, y le llegó, como era de esperar, bajo la pregunta acerca de cuándo, con todo el respeto para con sus ambiciones, pensaba acabar el reportaje acerca de los pecados medioambientales de los consorcios petroleros. «La herencia del monstruo» debía emitirse, preferentemente, en una fecha en que todavía quedara vivo alguno de esos monstruos; también le preguntó si era posible que se hubiera obsesionado con lo de Palstein.

Keowa le dijo que tenía perspectivas de esclarecer un atentado.

Que Greenwatch no era el FBI, repuso la otra.

Tal vez el atentado tenía algo que ver con el tema del reportaje.

Susan siguió mostrándose escéptica, pero, por otro lado, Loreena Keowa no era nadie a quien pudiera estar dando órdenes a su antojo.

—Tal vez en algún momento pienses que es peligroso lo que estás haciendo —le dijo la número dos.

—¿Y cuándo no ha sido peligroso nuestro trabajo? —resopló Keowa—. Esclarecer algo siempre es peligroso.

—¡Loreena, en este caso se trata de un asesinato!

—Escúchame, Susan. —Loreena caminó de un lado a otro de su despacho, como una tigresa—. Ahora no puedo explicártelo todo en detalle. Mañana temprano tomaremos el primer vuelo a Vancouver y convocaremos una rueda de prensa. Comprobaréis que se trata de una historia bien candente, y nosotros hemos llegado mucho más lejos que la estúpida policía. ¡Seríamos unos imbéciles si no continuáramos!

—Yo tampoco pretendo bloquearte nada. Pero también tenemos suficientes cosas que hacer. Es preciso acabar «La herencia del monstruo», y de eso no te puedo liberar.

—No te preocupes.

—Pues sí, me preocupo.

—Además, tengo un acuerdo con Palstein. Si esclarecemos este asunto del atentado, nos dejará echar un vistazo a las profundidades de EMCO.

Susan suspiró.

—Mañana decidiremos cómo vamos a continuar, ¿de acuerdo?

—Para entonces, ya Sina...

—Mañana, Loreena.

—Susan...

—¡Por favor! Hacemos todo lo que te dé la gana, pero antes hablamos.

—¡Ah, mierda, Susan!

—Sid os recogerá. Infórmale con tiempo de a qué hora llegáis.

Cabreada, Keowa caminó por su habitación y golpeó varias veces con el puño cerrado contra la pared; luego bajó otra vez hasta el restaurante, donde el aprendiz revolvía una enorme ración de mousse de chocolate.

—¿Por qué comes tanto? —lo increpó ella.

—Estoy en fase de crecimiento —dijo el chico, alzando la mirada con desgana—. No parece haber sido una conversación muy buena la que sostuviste con la señora Ruiz.

—Sí que lo ha sido. —Keowa se dejó caer en una de las sillas. Malhumorada, miró su taza vacía y sacudió la tetera, también vacía—. La conversación con Susan no ha sido muy buena. Ella opina que deberíamos concentrarnos en el reportaje, «La herencia del monstruo».

—Bah —exclamó su ayudante—. Eso es una estupidez.

—Da igual. Mañana por la mañana volaremos a Vancouver y lo aclararemos. ¡Así que ponte las pilas!

—Entonces trabajaremos de nuevo en «La herencia del...»

—¡No, no y no! —dijo ella, inclinándose hacia adelante—. Soy yo la que trabajará en «La herencia»... Tú lo investigarás todo acerca de Lars Gudmundsson.

—¿El guardaespaldas de Palstein?

—Ese mismo. A él y a su equipo. He averiguado que trabaja para una empresa en Dallas con el bonito nombre de Eagle Eye, el «Ojo del Águila». Protección de personas, ejércitos privados. Tómale el pulso a Gudmundsson. Quiero saberlo todo sobre ese tipo.

El chico la miró inseguro.

—¿Y si se da cuenta de que estamos husmeando a sus espaldas?

Keowa sonrió débilmente.

—Si se da cuenta, habremos cometido un error. Y ¿acaso nosotros cometemos errores?

—Yo sí.

—Yo no. Así que termina de comerte eso antes de que me sienta mal sólo de mirarte. Tenemos cosas que hacer.

GRAND HYATT

Estaban sentados en el vestíbulo, junto a la chimenea. Tu escuchaba el informe de ambos mientras se zampaba un puñado de cacahuetes tras otro. Con mayor rapidez de la que podía masticar, los iba sacando de un pequeño cuenco situado junto a su vodka martini, con los carrillos hinchados, como una ardilla en pleno frenesí de almacenamiento preinvernal.

—Cien mil —dijo en tono pensativo.

—Ésa es la condición —dijo Jericho, extendiendo una mano hacia el cuenco. Un último cacahuete intentó escapar a su agarre—. Vogelaar no admite otro trato.

—Entonces, los pagaremos.

—Sólo para aclararme un poco —dijo Yoyo con una sonrisa meliflua—. Yo no tengo cien mil euros.

—Bueno, ¿y qué? ¿Crees en serio que he volado hasta aquí para echarme atrás por cien mil euros? Mañana temprano tendréis el dinero.

—Tian, yo... —Jericho consiguió atrapar el cacahuete con el pulgar y el índice y trasladarlo hasta su cavidad bucal, donde se perdió rodando tras el dorso de la lengua—. No me gustaría dejarte solo con ese gasto.

—¿Por qué? Fui yo quien te encargó el trabajo.

—Bueno, pero...

—¿No es cierto lo que digo?

—En realidad fue Chen, y él tampoco tiene esos...

—No, en realidad fui yo. ¡Y yo pagaré los platos rotos! —dijo Tu con determinación—. Lo más importante es que vuestro amigo suelte ese dossier.

—Bueno, es... Es realmente noble de tu parte...

—No te me eches en brazos ahora. A eso lo llaman gastos —repuso Tu, dando así por finalizado el tema—. Por mi parte, puedo informaros de que las horas pasadas con la encantadora y algo asexuada
Diana
me han permitido encontrar al proveedor que colgó esos buzones ciegos en la red.

—¿Has descifrado el mensaje? —preguntó Yoyo.

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