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Authors: Schätzing Frank

Límite (126 page)

BOOK: Límite
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Jericho guardó silencio. No sabía a cuánta gente conocía Tu ni en qué momentos de su vida había trabado conocimiento con personas que trabajaban para los servicios secretos; sólo sabía que nunca antes había tenido ante sus ojos, con tal claridad, la visión de un mundo en el que los gobiernos quedaban corporativizados y las corporaciones quedaban fuera de todo control estatal.

¿Quién era, entonces, su enemigo?

Hacia las diez, Jericho se sintió cansado y exhausto, mientras que Yoyo, en cambio, propuso explorar la escena local en su capacidad para los excesos. Una nerviosa euforia se había apoderado de ella. Tu pidió ver el Kudamm. Jericho, por su parte, se conectó con
Diana
y le sacó una lista de clubes de renombre y de bares con karaoke. Luego, se retiró al hotel con el argumento de que tenía que trabajar, lo que, incluso, era cierto. En los últimos dos días, había desatendido, con consecuencias punibles, a algunos de sus clientes.

Yoyo protestó: Jericho debía acompañarlos.

Él vaciló. En el fondo, había tomado la firme decisión de retirarse al hotel, pero de pronto se sentía proclive a desistir de ella. En realidad, la protesta de la joven tuvo como consecuencia que una batería hasta ahora desconocida empezara a inyectarle energía adicional a su sistema. Una sensación cálida y lubrificante recorrió su pecho.

—Bueno, en realidad debería... —dijo por guardar las formas.

—De acuerdo. Entonces, hasta luego.

La batería se apagó. El mundo retornó hacia aquel invierno infinito de su adolescencia, cuando lo invitaban a las fiestas sólo para que luego no se dijera que se habían olvidado de él. Se imaginó a Yoyo pasándoselo muy bien sin él, del mismo modo que antes todos se lo pasaban estupendamente sin que él estuviera presente.

¡Cuánto había odiado ser joven!

—¿O no? —preguntó ella con ojos fríos.

—Pasadlo bien —respondió él—. Hasta luego.

«Luego», eso sería cuando él no hubiera resuelto nada de aquello por lo que había regresado antes de tiempo al hotel. Mientras tanto, yacía allí, preguntándose en qué punto de su vida había tomado el desvío equivocado, para luego llegar siempre a la misma pesadilla, el lugar adonde menos quería llegar. Como el pasajero de un vuelo junto a la cinta transportadora del equipaje, un pasajero que ha perdido la maleta, la que, probablemente, haya cambiado de dueño en alguna casa de subastas en el extremo opuesto del mundo; mientras tanto, Jericho esperaba y esperaba, y cada vez era mayor la certeza de que la espera podría desarrollarse y convertirse en la característica determinante de su existencia.

Eran poco más de las dos, y él, con un ojo semicerrado, seguía un malogrado
remake
en 3D del clásico de Tarantino
Kill Bill,
cuando de repente alguien llamó tímidamente a su puerta. El detective se incorporó, abrió y vio a Yoyo en el pasillo.

—¿Puedo pasar? —preguntó la joven.

Con gesto mecánico, él miró el anuncio digital de la pared del vídeo.

—Gracias. —Ella pasó por su lado, apretujándose, y entró en la habitación con paso no del todo seguro—. Yo también sé lo tarde que es.

Su mirada tenía cierta tristeza perruna. Un cigarrillo humeaba entre sus dedos; además, era imposible no darse cuenta de que había estado empinando el codo de lo lindo. El grado de su desánimo podía hacer pensar a cualquiera que había padecido la furia de un ciclón con el que se había tropezado por el camino. Jericho dudaba que hubiera tenido una noche agradable.

—¿Qué haces? —preguntó ella con curiosidad—. ¿Has trabajado mucho?

—Lo justo.

Jericho dio vueltas por la habitación. ¿Qué sentido tenía explicarle que había pasado las últimas horas batallando con un chico de dieciocho años por el control de su cuerpo?

—¿Y tú? ¿Te has divertido mucho?

—¡Oh, sí, ha sido genial! —dijo, girando sobre su propio eje con los brazos abiertos, lo que desató en Jericho el impulso espontáneo de acercarse a ella corriendo y atraparla entre sus brazos—. Terminamos en un bar de karaoke donde sólo ponían porquería, pero a pesar de eso, Tian y yo animamos el local.

Jericho se sentó en el borde de la cama.

—¿Habéis cantado?

—¡Y de qué manera! —dijo Yoyo, soltando una risita—. Tian no se sabe ni una sola letra de canción, y yo me las sé todas de arriba abajo. Un par de tipos se quedaron allí y nos invitaron a ir con ellos a un club de música en vivo, a ver una banda llamada Tokio Hotel. Pensé que eran japos, pero resultó que eran alemanes, todos mayores, veteranos del rock.

—Eso suena bien.

—Sí, pero al cabo de media hora tuve que ir al baño, y no pude encontrar uno por ninguna parte. Así que nos fuimos a una zona verde y, después, entramos en el siguiente bar que estaba abierto. No tengo ni idea de dónde estuvimos.

De repente, de forma abrupta, Yoyo guardó silencio y se dejó caer junto a él en el borde de la cama.

—¿Y qué más? —preguntó el detective.

—Hum. Tian me contó algo. ¿Quieres saber qué?

De repente le sobrevino la visión idiota de besarla y de, a través del beso, averiguar lo que Tian le había contado, simplemente absorbiéndoselo por la boca. En aquel ruinoso estado de embriaguez, con su aspecto sombrío, pastoso y adocenado, parecía más deseable que de costumbre. Aquella conclusión floreció en la zona de su entrepierna y se transformó en dolor, ya que, en definitiva, Yoyo había ido a su habitación para hablar.

Jericho centró su mirada en el cuerpo reluciente y asexuado de
Diana.
Yoyo bajó la cabeza y absorbió el último resto de vida de su cigarrillo.

—Realmente me gustaría contártelo.

—De acueeeerdo —dijo Jericho alargando la frase; un rechazo evidente, codificado de un modo miserable.

—Claro, sólo si no te... —Yoyo vaciló.

—¿Qué?

—Tal vez sea un poco tarde. ¿No te parece?

«No, es la hora justa», dijo a gritos el hombre adulto en su mente, incapaz de desconectar el piloto automático guiado por la frustración, que estaba a punto de dejar marchar a Yoyo, siguiendo todas las reglas del arte. Se miraron mutuamente a través de un Gran Cañón de sentimientos.

—Bueno, creo que será mejor que me vaya.

—Que duermas bien —se oyó decir a sí mismo el detective.

Ella se incorporó. Desconcertado por su propia actitud, Jericho no hizo nada para retenerla. Ella se detuvo un momento, se deslizó indecisa hasta el ordenador y regresó.

—En algún momento amaremos este instante de nuestras vidas que ahora odiamos —dijo ella con repentina claridad—. En algún momento tendremos que sellar la paz, de lo contrario nos volveremos locos.

—Tienes veinticinco años —repuso Jericho, cansado—. Puedes sellar la paz con todo y con todos.

—¿Qué sabes tú? —murmuró la joven, y huyó de la habitación.

CALGARY, ALBERTA, CANADÁ

Como un dóberman atado con una correa delante de una carnicería. Así, y no de otro modo, se sentía Loreena Keowa, cuyo instinto la había llevado con seguridad infalible hasta Pekín, a aquella conferencia a raíz de la cual Alejandro Ruiz desapareció de la faz de la Tierra. Se había olido algo, y ya estaba a punto de saltar y clavar sus dientes, pero ahora Susan quería hablar. ¿Para qué? ¿De qué? Sina no podía seguir ayudándola hasta nuevo aviso, ya que Susan Hudsucker estaba atacada por las dudas. ¡Qué desperdicio de oportunidades y de tiempo! Ni un solo segundo Keowa dudó de que las razones de la desaparición de Ruiz salieran a la luz si conocía el trasfondo de aquella conferencia, y que, en ese mismo momento, se despejaría el enigma en torno al intento de asesinato de Palstein. ¡Estaba tan cerca...!

Pero Susan quería
hablar.

Con desgana, Keowa tecleó en su portátil un par de frases de su presentación para el documental «La herencia del monstruo». En el fondo, no dependía del todo de la ayuda de Sina. Desde Calgary tenía acceso a las bases de datos de la central en Vancouver y a su propio ordenador en Juneau. Si lo quería, ella era la central. Podría haber rastreado la red por sus propios medios. Sólo el respeto la hacía atenerse a las reglas del juego, y el hecho de que, hasta entonces, Susan Hudsucker le había cubierto las espaldas cuando había llegado el momento. Por tanto, quería darle una alegría a la subdirectora con el regalo matutino de un preguión rico en datos —«La herencia del monstruo, primera parte: Los comienzos»—, a fin de, a continuación, atraerla a las redes de lo que la apasionaba, presentando los datos que recomendaban darle prioridad a lo de Palstein.

Keowa cerró el portátil. Buscó la mirada del camarero chino que mataba el tiempo detrás de la barra soplando y sacando brillo a toda clase de objetos de cristal y le dio a entender, alzando su vaso vacío, que deseaba otra Labatt Blue. En The Keg Steakhouse and Bar del Westin Calgary reinaba un vacío agobiante. En medio de su alegría previa por el salmón a la plancha y la ensalada César, añoraba la llegada de su ayudante, cuya compañía a la mesa siempre le había resultado sospechosa, pues temía que el chico pudiera explotar en cualquier momento, cubriéndola con todas aquellas cantidades comprimidas de platos a base de huevos, embutidos y filetes que se había zampado en el transcurso de los últimos días. Sin embargo, el chico era bueno. Seguramente tendría informaciones para ella cuando apareciera.

El camarero le sirvió la cerveza. Keowa sumergió el labio superior en la espuma y en eso sonó su teléfono móvil.

—Buenas tardes,
Shax'saani Keek'
—dijo Gerald Palstein.

—Oh, Gerald —exclamó ella, contenta—. ¿Cómo le va? Qué casualidad que me llame, estamos ocupándonos precisamente de su amigo Gudmundsson. ¿Lo echó usted?

—Loreena...

—Tal vez deberíamos continuar observándolo.

—Loreena, ese hombre ha desaparecido.

Keowa necesitó un momento para comprender lo que Palstein acababa de decirle. Se puso de pie, cogió su cerveza, salió del bar y buscó un sitio solitario en el vestíbulo.

—¿Gudmundsson ha desaparecido? —preguntó ella, atenuando la voz.

—Él y todo su equipo —asintió Palstein con gesto preocupado—. Desde este mediodía. Nadie sabe adónde ha ido. En Eagle Eye no pueden localizarlo a través de ninguno de sus números; en cambio, me he enterado de que alguien de su gente, Loreena, ha llamado allí y ha pedido información sobre él.

Keowa vaciló.

—Si debo averiguar quién le ha disparado, no puedo ignorar a Gudmundsson.

—No estoy seguro de que nuestro acuerdo siga en pie.

—¡Un momento! —exclamó ella—. ¿Sólo porque...?

—Ahora me va a escuchar usted un instante, ¿de acuerdo? No es usted una investigadora profesional, Loreena. No me entienda mal. Estoy muy en deuda con usted. ¡Sólo saber que posiblemente Gudmundsson trabajara en mi contra...! Créame, apoyaré con todas mis fuerzas su reportaje sobre el medio ambiente, eso se lo prometí y lo mantengo, pero a partir de ahora debería usted dejar las investigaciones sobre el atentado en manos de la policía.

—Gerald...

—No —respondió Palstein, negando con la cabeza—. Alguien los ha alertado sobre usted. Apártese de la línea de fuego, Loreena, se trata de gente que mata para conseguir sus propósitos.

—Gerald, ¿ha pensado usted en por qué está vivo?

—Porque he tenido una grandísima suerte, eso es todo.

—No, me refiero a por qué está vivo todavía. Tal vez porque no interesaba matarlo. Tal vez estaría usted vivo todavía aunque no hubiera tropezado en ese podio.

—¿Quiere usted decir...?

—O a lo mejor les daba igual. ¡Piénselo! Desde entonces, Gudmundsson ha tenido miles de oportunidades de dispararle; sin embargo, en lugar de hacerlo, se pasean como Pedro por su casa por allí. Estoy segura de que el atentado sólo tenía como propósito sacarlo a usted de la circulación por un tiempo.

—Hum.

—Bien, permítame una pequeña corrección —dijo ella—. Si usted no hubiera tropezado, la bala le habría acertado en la cabeza. Pero todo lo demás es cierto, tiene que serlo. Alguien quería impedir que usted hiciera algo. Y, a mi juicio, ese algo era impedir que viajase con Orley a la Luna. Y eso lo han logrado. ¿Por qué, entonces, iban a matarlo ahora? Alejandro Ruiz, posiblemente, no tuvo tanta suerte...

—¿Ruiz?

—El estratega de Repsol.

—Despacio, que me está zumbando la cabeza. En realidad, no veo ninguna relación entre Ruiz y yo.

—Pero yo sí la veo —dijo ella entre dientes, al tiempo que miraba a su alrededor para ver si había alguien cerca que pudiera oírla—. ¡Dios mío, Gerald! Usted es el director estratégico de una empresa que durante la mayor parte de su existencia ha hecho justamente lo contrario de lo que quería hacer. Únicamente cuando ya era demasiado tarde y todo iba cuesta abajo, le dieron suficientes competencias, sólo que usted ya no podía hacer demasiado con ellas. ¡Sucedió de otro modo con Ruiz! Él era un apóstol de la moral, un crítico del propio ramo, un tocapelotas. ¡Estuvo todo el tiempo apremiando a Repsol para que se comprometiera con la energía solar, quería hacer negocios con Orley Enterprises, exactamente igual que usted! Pero hablaba con las paredes. Y, de repente, cuando el bote amenaza con hacer aguas, lo nombran director estratégico. Usted y Ruiz exigen durante años poner un pie en las energías alternativas, pero se los ignora, luego se los corona, a uno le disparan y el otro desaparece en Lima. ¿Y usted todavía no ve ninguna relación?

Palstein quedó a deberle la respuesta.

—El 1 de septiembre de 2022 —continuó Keowa—, el día antes de que su vuelo partiera hacia Lima, Ruiz participó en una enigmática conferencia en algún sitio cerca de Pekín. Allí debió de suceder algo. Algo que lo desequilibró, hasta el punto de que su propia mujer apenas lo reconoció al teléfono. ¿Le suena algo de eso?

—Sí. Es una señal de alarma.

—¿Y qué le dice esa señal de alarma?

—Que se está metiendo usted en terreno peligroso. Cuando oigo todas esas cosas, creo que tiene usted razón en sus suposiciones. No es posible negar los paralelismos.

—¿Y entonces?

—Es eso, precisamente, lo que me da miedo. —Palstein negó con la cabeza—. Por favor, Loreena, no quiero que salga usted perjudicada por mi culpa.

—Tendré cuidado.

—¿Usted? ¿Usted va a tener cuidado? —Palstein rió ruidosamente—. Yo caí en la trampa de mis propios guardaespaldas, y créame, ¡tuve cuidado! Deje las investigaciones en manos de la...

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