Authors: Schätzing Frank
—Hace seiscientos millones de años —dijo la voz—, empezó la era de los seres vivos complejos, los pluricelulares.
Durante los minutos siguientes, la evolución tuvo lugar en la pantalla a un ritmo de vértigo. El efecto de profundidad era tan impresionante que Tim, involuntariamente, se echó hacia atrás cuando un monstruo de varios metros de longitud se catapultó hacia él mostrando su dentadura trituradora y sus garras cubiertas de espinas; luego, el animal cambió el rumbo con un brusco movimiento de su imponente cola y, en lugar de tragárselo a él, devoró a un trilobites que se retorcía sin cesar. La era cámbrica hizo su entrada y desapareció rápidamente ante los ojos de todos, seguida del ordovícico, el silurio y el devónico. Como si alguien hubiera oprimido la tecla de búsqueda de un mando a distancia geológico, la vida empezó a pulular en el fondo azul y sufrió todas las metamorfosis imaginables, como presa de un estado de embriaguez. Medusas, gusanos, anfioxos y crustáceos, escorpiones gigantes, calamares, tiburones y reptiles alternaban su presencia, un batracio se convirtió en un saurio, todos se trasladaron a tierra, bajo un cielo radiante cruzado de nubes que vino a sustituir la profundidad de los mares, el sol del mesozoico brilló para hadrosaurios, braquiosaurios, tiranosaurios y raptores, hasta que, en el horizonte, un enorme meteorito descendió, trayendo consigo una ola de destrucción que arrasó con todas las formas de vida. Con perfección digital, sobrevino un infierno de fuego que les cortó el aliento a los presentes, pero cuando el polvo se asentó de nuevo, dejó a la vista la marcha triunfal de los mamíferos y todos los espectadores quedaron ilesos en sus hileras de asientos. Una figura simiesca se movió colgando de unas verdes ramas veraniegas, se irguió y se transformó en un hombre primitivo que emitía graznidos; luego el hombre se armó y se vistió, cambió de estatura, de postura, de fisonomía, cabalgó sobre un caballo, condujo un coche, pilotó un avión, flotó saludando por el interior de una estación espacial y salió al exterior a través de una escotilla, pero en lugar de llegar al espacio, se estiró para dar un salto y apareció de nuevo entre las olas del océano. Otra vez apareció aquel azul difuso. El hombre, flotando dentro de él, les sonrió, y los presentes se sintieron tentados de devolverle la sonrisa.
—Se dice que el agua nos atrae porque de ella venimos y porque nuestro cuerpo se compone de agua en un setenta por ciento. Y, en efecto, siempre regresamos a nuestros orígenes. Pero ¿están esos orígenes únicamente en el mar?
El azul se comprimió formando una esfera y luego se encogió aún más hasta convertirse en una diminuta gota de agua en medio de la nada oscura.
—Cuando salimos en busca de nuestros orígenes, debemos remontarnos muy atrás en el pasado. Porque el agua que cubre dos tercios de la Tierra, la misma de la que estamos hechos... —la voz introdujo una pausa cargada de significado— vino del espacio.
Silencio.
Con un acorde de orquesta ensordecedor, la gota de agua se fragmentó, se descompuso en millones de chispas y de repente todo quedó de nuevo lleno de galaxias, alineadas como gotas de agua en el hilo de una telaraña. Como si estuvieran sentados en una nave espacial, se fueron acercando a una única galaxia, se introdujeron en ella, pasaron junto a un sol y continuaron navegando hacia un tercer planeta, hasta que éste quedó ante ellos como una bola de fuego cubierta por océanos de lava hirviente. Algunos cuerpos celestes chocaban contra ella con estruendo, mientras la voz explicaba cómo el agua había llegado a la Tierra en meteoritos salidos de las profundidades del universo, acompañada de una gran variedad de enlaces orgánicos. Los presentes, entonces, fueron testigos de cómo un segundo océano de vapor de agua se depositaba sobre el lago de lava. Todo halló su punto culminante cuando un enorme asteroide se acercó a toda velocidad, un planeta insignificantemente más pequeño que la joven Tierra y cuyo nombre era Theia. La cámara de magma se estremeció con la colisión, los fragmentos salieron volando en todas direcciones, algo que la Tierra también superó, ahora más rica en volumen y en agua, y en posesión de una Luna que se formó a partir de esos fragmentos y que giraba alrededor del planeta a gran velocidad. La granizada de proyectiles amainó; surgieron océanos y continentes. Julian, sentado al lado de Tim, dijo en voz baja:
—Eso es una estupidez, que se oiga tal estruendo en el espacio sin aire. Lynn habría preferido atenerse a la realidad, pero creí que debíamos pensar en los niños.
—¿Qué niños? —preguntó Tim, susurrando a su vez; sólo ahora se dio cuenta de que su padre estaba sentado a su lado.
—Bueno, este viaje lo harán sobre todo los padres con sus hijos. Para mostrarles las maravillas del universo. Todo el espectáculo está orientado a niños y adolescentes. Imagina el entusiasmo.
—De modo que no es el mar lo único que nos atrae —dijo la voz en ese preciso momento—. Una herencia aún más antigua dirige nuestras miradas hacia las estrellas. Miramos hacia el cielo de la noche y sentimos una irritante cercanía, casi una añoranza que apenas podemos explicarnos.
La nave espacial imaginaria había atravesado la recién surgida atmósfera del planeta y bajaba hacia Nueva York. En una visión impresionante, apareció el paisaje urbano de Manhattan con la iluminada Freedom Tower bajo un cielo nocturno de cuento de hadas.
—Sin embargo, la respuesta es evidente. Nuestra verdadera patria es el espacio. Somos habitantes de una isla. Del mismo modo que los hombres, en todas las épocas, salieron en busca de lo desconocido a fin de ampliar sus conocimientos y su espacio vital, nuestros genes llevan inscritas la naturaleza del descubridor. Levantamos la vista hacia las estrellas y nos preguntamos por qué nuestra civilización tecnificada no va a conseguir lo que consiguieron los nómadas de la prehistoria con medios más rudimentarios, con botas hechas a partir de pieles de animales, en migraciones de varios meses, a pesar del viento y del clima, sólo movidos por su curiosidad, su inagotable inventiva y el anhelo de conocimiento, el profundo deseo de entender.
—¡Y en este punto aparezco yo! —chilló un pequeño cohete que se introdujo en la imagen e hizo chasquear los dedos.
La maravillosa vista panorámica del Nueva York nocturno desapareció junto con el cielo estrellado. Algunos de los presentes rieron. El cohete tenía un aspecto realmente divertido. Era plateado, regordete y de forma cónica, una nave espacial como salida de un libro de ilustraciones, con cuatro aletas en la parte trasera sobre las que caminaba, brazos que gesticulaban alocadamente y un rostro bastante cómico.
—Los niños lo adorarán —susurró Julian, extasiado—. ¡Es Rocky Rocket! Tenemos previsto hacer unos cómics con este chaval, películas de animación, peluches, todo el programa.
Tim se disponía a responder algo cuando vio a su padre salir de la nada y detenerse al lado del cohete. También el Julian Orley virtual llevaba vaqueros, una camisa blanca abierta y unas zapatillas deportivas de color plateado. Cuando espantó hacia un lado al pequeño cohete, en sus dedos pudieron verse los anillos de rigor.
—En primer lugar, tú no tienes nada que decirnos —dijo Julian, y extendió los brazos—. Buenas noches,
ladies and gentlemen,
soy Julian Orley. Reciban la más cordial bienvenida al Stellar Dome. Déjense llevar a un viaje a...
—Sí, un viaje conmigo —berreó el cohete, que hizo su entrada deslizándose hacia un primer plano con los brazos extendidos, al modo típico de los grandes espectáculos y sobre aquello que los cohetes llamaban «rodillas»—. Conmigo, con quien empezó todo. Síganme hasta...
Julian apartó al cohete a un lado y éste le puso la zancadilla. Ambos empezaron a disputar cuál de los dos estaba autorizado para guiar a los huéspedes a través de la historia de la navegación espacial, hasta que se pusieron de acuerdo en hacerlo los dos juntos. El auditorio se mostró divertido, sobre todo la risa abarcadura de Chucky tronó con cada cabriola de Rocky Rocket. A continuación pudieron verse nuevas imágenes, tales como una estación espacial en la órbita terrestre construida con ladrillos, la cual, como se encargó de apuntar Julian, provenía del relato de ciencia ficción
La Luna de ladrillo,
del clérigo inglés Edward Everett Hale. Como por arte de magia, Rocky Rocket sacó un perro de mirada estupefacta, lo puso en órbita y explicó que se trataba del primer satélite. El escenario cambió. Se vio entonces un cañón gigantesco cuyo tubo era llevado hasta una montaña al sur del trópico de Capricornio. Unos hombres con ropas anticuadas subieron a una especie de proyectil y fueron lanzados al espacio por el cañón.
—Eso fue en 1865, ocho años después de la publicación de
La Luna de ladrillo.
En sus novelas
De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna,
Julio Verne, con asombrosas dotes de visionario, describió los comienzos de la navegación espacial tripulada, aun cuando este cañón, debido a su longitud, jamás podría haberse fabricado. Pero, sea como sea, ese disparo de proyectil tuvo lugar en Tampa Town, Florida, y ahora piensen ustedes en el lugar donde la NASA tiene actualmente su sede. Por desgracia, en el transcurso de la historia, el mencionado perro se cayó por la borda y voló alrededor de la nave por muy poco tiempo: fue el primero de todos los satélites.
Rocky Rocket le arrojó al consternado animal un hueso que el perro intentó capturar en vano, con el resultado de que fue entonces el hueso el que empezó a orbitar alrededor del perro.
—En varias novelas y relatos, el hombre empezó temprano a especular sobre cómo viajar a las estrellas, pero fueron los rusos los primeros en conseguir lanzar un cuerpo celeste artificial a una órbita cercana a la Tierra. El 4 de octubre de 1957, a las 22 horas 28 minutos y 34 segundos, pusieron en órbita una bola de aluminio de unos ochenta y cuatro kilos de peso, provista de cuatro antenas que transmitieron al globo terráqueo una serie de bips, ahora legendarios, en forma de señales de radio, con una longitud de onda de entre 15 y 7,5 metros: ¡el
Sputnik 1
hizo que el mundo contuviera el aliento!
En los minutos siguientes, la imaginaria nave espacial se transformó otra vez en una máquina del tiempo, ya que constantemente alguien estaba lanzando algo nuevo al espacio. Las perras
Strelka
y
Belka
ladraron alegremente a bordo del
Sputnik 5.
Alexei Leónov se atrevió a salir de su cápsula y flotó por el espacio colgado de un cordón umbilical, como un bebé nacido a las estrellas. Conocieron también a Valentina Vladimirovna Tereschkova, la primera mujer en el espacio, vieron a Neil Armstrong, el 20 de julio de 1969, dejando su huella sobre el polvo lunar, y vieron asimismo toda suerte de estaciones espaciales en órbita alrededor de la Tierra. Pudieron ver transbordadores espaciales y cápsulas Soyuz llevando mercancías a la ISS, o a China lanzando su primera sonda lunar. Se iniciaba una nueva carrera de las naciones, el transbordador espacial quedó fuera de servicio, Rusia puso en marcha una ampliación de su programa Soyuz, y hacia la permanente obra en construcción llamada ISS partieron nuevos cohetes Ares; la nave espacial
Orión
llevó otra vez hombres a la Luna, la Agencia Espacial Europea, la ESA, se abocó a la preparación de un viaje a Marte, China comenzó la construcción de una estación espacial propia, y prácticamente todos fantaseaban con una repartición de influencias en el espacio, con alunizajes, vuelos a Marte e incursiones en galaxias «nunca antes pisadas por hombre alguno», como se decía en una serie de ciencia ficción de hacía muchos años.
—Pero todos esos planes —explicó Julian— padecían de la misma problemática, y es que no podían construirse naves y estaciones espaciales del modo ideal en que era preciso construirlas. Algo que en ningún modo podía achacarse a la incapacidad de los constructores, sino a dos principios físicos inamovibles: la resistencia del aire y la fuerza de gravedad.
Ahora le tocaba el turno a una nueva gran actuación de Rocky Rocket, que salió balanceándose sobre un estilizado globo terráqueo sobre el que colgaba el lejano y amistoso rostro de la Luna. El satélite, inequívocamente representado en forma femenina, con el acné formado por los cráteres, pero hermoso, le hizo un guiño a Rocky y empezó a flirtear con el pequeño cohete con tal desparpajo que éste comenzó a enviar corazones al éter con la punta erecta del cono. Tim se hundió más en su asiento y se inclinó hacia donde estaba Julian.
—Muy apropiado para los niños —se burló en voz baja.
—¿Dónde está el problema?
—Un poco fálico todo. Quiero decir, que parece como si la señora Luna estuviese buscando fornicar. ¿O no?
—Los cohetes tienen forma fálica —refunfuñó Julian—. ¿Qué deberíamos haber hecho, según tu opinión? ¿Usar una Luna masculina? ¿Habrías preferido una Luna homosexual? Yo no.
—No estoy hablando de eso.
—No quiero una Luna homosexual. Nadie quiere ver una Luna homosexual. O una nave espacial homosexual a la que le arde el culo. Olvídalo.
—Tampoco he dicho que no me guste. Solamente digo que...
—Tú eres y seguirás siendo un escrupuloso.
Era discutir por discutir. Tim se preguntó cómo podría sobrevivir aquellas dos próximas semanas que iban a pasar juntos. Mientras tanto, Rocky Rocket cargó en su maleta todo lo que un cohete necesita para el camino, metió con esmero a un par de astronautas dentro de ella, guardó la maleta en su barriga, soltó, al tiempo que lanzaba besos con las manos, un gracioso y pequeño rayo de fuego y luego saltó a las alturas. De inmediato, a la superficie terrestre le salieron una docena de brazos extensibles y lo trajeron de vuelta. Rocky, totalmente perplejo, lo intentó por segunda vez, pero parecía imposible escapar del planeta. Allá en lo alto, por encima de él, la zalamera Luna se sumió en una ligera depresión.
—Cuando alguien salta hacia arriba, existe un cien por cien de seguridad de que caiga de nuevo al suelo —explicó Julian—. La materia ejerce gravedad. Cuanto más volumen reúna un cuerpo, tanto mayor será su campo gravitatorio, el mismo con el cual ata a otros objetos más pequeños.
Entonces apareció sir Isaac Newton dormitando bajo un árbol, hasta que una manzana le cayó en la cabeza y él, con rostro de conocedor, se puso de pie de un salto. «Exactamente así —dijo Newton— se comporta la mecánica celeste de todos los cuerpos. Puesto que yo soy más grande que la manzana, podría decirse que la fruta ha sucumbido a la corporalidad de mi persona. Y, de hecho, yo también ejerzo ciertas fuerzas gravitatorias modestas. Pero comparado con el volumen del planeta, desempeño un papel subordinado para el comportamiento mecánico-gravitatorio de las manzanas maduras. En realidad, es la gravitación de nuestra Tierra frente a la que esta diminuta manzana no tiene ninguna oportunidad. Cuanta más energía aplique yo en el intento de lanzarla de nuevo a las alturas, más alto subirá, pero por mucho que me esfuerce, tendría que caer al suelo inexorablemente.» A fin de demostrar sus explicaciones, sir Isaac se ejercitó en el lanzamiento de manzanas, al tiempo que se enjugaba el sudor de la frente. «Como se ve, la Tierra vuelve a atraer la manzana. ¿Cuánta energía sería necesaria entonces para lanzarla directamente al espacio sideral?»