Authors: Graham Brown
Sonaron unos espantosos gritos: las voces de sus amigos gritando de terror, y el estrépito de una horrenda lucha. Dos bengalas escalaron el cielo tras de él, disparadas por Verhoven. Y, mientras los botes de fósforo estallaban en luz, algo se lanzó contra la cara del piloto, estirándose hacia él como una cobra que intenta golpear. Hawker se echó a un lado y las fauces se cerraron con un chasquido, atrapando sólo aire. Rodó sobre sí mismo y se alzó disparando, acribillando a la cosa mientras corría alejándose de él, hasta desaparecer entre los árboles.
Se abalanzó hacia sus amigos, que no paraban de gritar, justo a tiempo de ver a otra forma alejándose del lugar. Era robusta y negra y arrastraba algo con ella. Hawker apuntó y disparó, llenando de balas los árboles, tratando de seguir a la cosa por los sonidos de su movimiento, disparando un poco por delante. Pero ya se había ido: había desaparecido en la jungla.
Danielle le gritó:
—¡Hawker!
Corrió hacia sus amigos, se dejó caer de rodillas ante Danielle y le quitó las esposas. Le entregó la llave y se quedó de guardia mientras ella liberaba a los otros. También él encendió una bengala y la lanzó hacia la jungla, esperando así iluminar a cualquier cosa que viniese en su dirección. Las sombras parpadeaban y saltaban, pues la bengala ardía de forma irregular, pero la selva permanecía en silencio.
Miró de reojo a los prisioneros: Danielle, McCarter, Bosch y Singh parecían indemnes y Brazos, el último porteador superviviente, trataba de ponerse en pie. Pero a Roemer no se le veía por ninguna parte: sus esposas yacían en el suelo, con tiras de piel ensangrentada pegadas a sus bordes. Algo lo había sacado a tirones de las anillas de acero.
En la lejanía lo escucharon gritar.
—Esa maldita cosa se lo llevó a rastras —dijo Bosch.
—¿Qué era? —preguntó Hawker.
—¡Un jaguar! —exclamó Brazos—. ¡El jaguar negro!
—No era un maldito gato —aseguró Bosch—. Hedía, a humedad y a podredumbre.
—Marchémonos de aquí, antes de que vuelva —sugirió Danielle.
Brazos cojeó y se apoyó en McCarter: su rodilla estaba hinchándose, pues el animal se la había pisado mientras estaba arrancando a Roemer de las esposas.
—¿Adónde vamos? —preguntó Danielle.
—Al centro de mando —le dijo Hawker—. Verhoven está allí.
Sin decir palabra, los supervivientes se movieron, con Brazos cojeando y apoyándose en McCarter y Singh, y con Danielle y Bosch delante de ellos. Hawker se quedó atrás, alejándose de espaldas para caminar de cara a la jungla, cubriendo la retaguardia. Miró al suelo: las huellas de dos pezuñas eran claramente visibles, las mismas huellas que Verhoven y él habían visto cerca de los animales muertos, justo antes del ataque de los
chollokwan
.
El sonido de Roemer gritando les llegó desde muy dentro en la espesura. Hawker lanzó unos disparos en aquella dirección, esperando darle al animal, o incluso a Roemer; pero desde luego no iba a entrar allí.
Un minuto más tarde, en el centro del campamento, Kaufman vio a Hawker acercarse y contempló la decisión de sus pasos y su furia. Se recostó contra uno de los postes de los focos para ponerse de pie. Aquello no tenía buen aspecto.
—Traté de decirl…
Hawker lo aplastó contra el poste, antes de que pudiera acabar:
—¿Qué cojones son esas cosas?
Kaufman abrió la boca y un hilillo de sangre la cayó por la comisura. Se había mordido y cortado un pedazo de lengua.
—No sé lo que son —dijo, girándose para escupir un poco de sangre al polvo del suelo—. Atacaron a mi gente en el templo.
El piloto miró alrededor
—A Susan la mataron en el templo —le dijo Danielle—, junto a algunos de sus hombres. Singh dijo que las heridas se parecían a las que produce un gran felino cuando vapulea a una presa.
Todos los ojos se volvieron hacia el doctor Singh.
—Había mucha sangre y un montón de algo que parecían ser huellas. Pero no fue en el templo, sino en la caverna.
—¿Qué caverna?
—La que hay bajo el templo —le contestó el doctor.
Kaufman recuperó el hilo de la conversación:
—Vine aquí a matar a esas cosas, pero ahora que ustedes han interferido probablemente no seamos bastantes para hacerlo. Y una vez hayan devorado a su amigo, volverán a por el resto de nosotros. Y si lo que he oído es correcto, los nativos que trataron de quemarles vendrán con ellos. Sólo que esta vez no se mantendrán alejados.
Kaufman volvió a girar la cabeza y a escupir de nuevo aquella mezcla de sangre y saliva. Lo más que podía hacer con sus manos, ahora sujetas con cinta americana, era limpiarse la cara contra el hombro de su chaqueta. Se dirigió a Danielle:
—Parece que no advirtió a su gente.
—No sé de qué demonios está hablando —le contestó ella.
—Oh, yo creo que sí lo sabe —replicó Kaufman.
Con la punta de su fusil, Hawker forzó la cara de Kaufman, apartándola de Danielle.
—Estaba hablando conmigo —le dijo.
Kaufman querría haberle lanzado un par de dardos más a Danielle, para hacerla empezar a preocuparse por su falta de sinceridad con sus subordinados… lo suficiente como para preparar el terreno para un trato. Y éste era el momento para hacerlo, quizá no tuviese otro; pero cuando miró a los ojos ardientes del hombre, se dio cuenta de que era muy poco probable que le dejase proseguir mucho rato por aquel camino. Sin embargo, decidió intentarlo esperando que el modo que emplease Hawker para detenerle no fuera ni fatal ni definitivo.
—Sólo han sido peones en el juego, ¿verdad, señorita Laidlaw?
Antes de que la última sílaba hubiese escapado de sus labios, la rodilla del piloto ya estaba yendo hacia su entrepierna. Kaufman se desplomó en el suelo y, mientras rodaba por tierra, mudo y dolorido, clavó sus ojos en Danielle. Podía verlo en su cara: sus palabras habían surtido efecto.
Ella le devolvió la mirada, pero luego volvió sus ojos hacía la parpadeante pantalla del portátil: la alarma del perímetro había empezado a sonar de nuevo.
Los supervivientes del NRI pasaron la noche apiñados alrededor de la consola de defensa, vigilando el perímetro por si había problemas. Sólo tenían dos fusiles y la pistola de Hawker para defenderse, pero nadie deseaba entrar en la oscuridad a recoger las armas de los muertos.
Durante el resto de la noche, la alarma se disparó una docena de veces. En cada ocasión Verhoven encendió las luces y Hawker hizo unos cuantos disparos en la dirección de los blancos. A veces éstos se dispersaban, y otras se mantenían en el sitio, retrocediendo lentamente hacia las profundidades de la selva, hasta que desparecían de la pantalla sin que quedase revelada su verdadera naturaleza, humana o animal.
Nadie tenía ganas de hablar. El miedo y la angustia llenaban los corazones, y así estuvieron hasta que el negro cielo fue cambiando a un azul oscuro. Y al cabo salió el sol, trayendo con él una palpable sensación de alivio… como si hubiera desterrado físicamente el peligro a otro reino, junto con la oscuridad y Los Señores de la Noche de la tradición maya.
Mientras se alzaba el sol, McCarter sintió una repentina empatía con los viejos pueblos que tanto tiempo llevaba estudiando: ahora entendía, a un nivel visceral, primario, por qué tantos de ellos habían adorado al astro rey.
Junto a él, Hawker hablaba con el doctor Singh:
—Voy a necesitar que venga conmigo.
Antes de que Singh pudiera contestarle, saltó Danielle:
—¿Para qué? ¿Adónde vas?
Hawker señaló el claro.
—Vamos a ver si hay supervivientes.
Danielle entrecerró los ojos.
—Necesitamos sus armas —le explicó—. Y también hemos de asegurarnos de que estén muertos. Y, si alguno de ellos está con vida, hemos de ayudarle… si podemos.
El tono de voz de Hawker dejaba claro lo absurdo de la situación: por la noche, Verhoven y él habían hecho todo lo posible para matar a aquellos hombres, para asegurarse de que no habría supervivientes. A la mayoría de ellos les habían disparado por la espalda, en un ataque por sorpresa, sin darles la menor opción de rendirse o escapar. Y ahora, caso de que hubieran fallado con alguno, iban a hacer todo lo posible para ayudar a quien pudiese haber sobrevivido.
McCarter escuchaba mientras Hawker hablaba, y se ofreció para unirse a la búsqueda, pues le dolía aquella carnicería. Se movieron por el claro, yendo de pozo en pozo, recuperando once fusiles de asalto de fabricación alemana Heckler & Koch, junto con una docena de cajas de munición, así como sus propios Kaláshnikov, que les habían quitado al apresarlos. Sólo encontraron a un superviviente, un hombre rubio con una barba rojiza, que estaba mínimamente consciente y muy desorientado. Tenía la parte izquierda de la cara cubierta de sangre coagulada y, a juzgar por le herida y el moratón, o una bala le había pasado rozando, o un rebote le había dado de lleno, con la fuerza suficiente como para dejarlo inconsciente pero no para matarlo. Alzó una mano débilmente para dar a entender que se rendía. Dijo llamarse Eric.
Mientras el doctor Singh lo atendía, Hawker y McCarter arrastraron a los muertos al pozo más lejano a contraviento, enterrando los cadáveres con la tierra que los mercenarios habían sacado al cavar el pozo.
Cuando regresaron al grupo, McCarter hizo la pregunta que todos tenían en mente:
—¿Y ahora qué hacemos?
—Nos vamos de aquí a toda leche —le dijo Hawker—, antes de que pase algo más. Usted y Brazos intenten encontrar nuestra radio de onda corta o cualquier otro tipo de radio que hayan traído estos tipos.
Señaló a Kaufman:
—Llévenselo con ustedes, seguramente les podrá decir dónde mirar. Si les causa algún problema, péguenle un tiro en una pierna, o en las dos si les apetece…
—No les voy a causar problemas —dijo Kaufman. Con las manos aún sujetas por la cinta americana, guió a McCarter y Brazos hacia otra parte del campamento.
Mientras partían, Hawker se volvió hacia el doctor Singh:
—Recoja el agua potable y las raciones de comida que trajimos. Reúna todo lo que se pueda llevar y deje a seguro el resto, pero déjelo. Sólo queremos aquello que podamos llevar con nosotros.
El doctor Singh se volvió hacia Danielle, que seguía siendo la que oficialmente le había dado trabajo. Ella le hizo un gesto para que fuera.
Cuando Singh se fue a cumplir su cometido, Hawker y Danielle intercambiaron miradas: aparentemente, ella no estaba contenta. No le importaba.
Hawker se fue a dar una vuelta, vagando entre las ruinas, necesitaba espacio para pensar. Al poco, llegó ante un montón de equipo cubierto por barro, cosas que la gente de Kaufman había localizado con sus detectores de metal y desenterrado. El equipo era moderno, el óxido no lo había atacado y le resultaba preocupante familiar.
Se puso en cuclillas para examinar un objeto en particular, apartando el barro que se había pegado a un lateral. Al ir cayendo los pegotes, quedó a la vista una placa: Texas Sounding Corp. Movió la cabeza disgustado.
—Naturalmente…
Mientras la estudiaba, Danielle se le acercó por detrás.
—Quería darte las gracias —le dijo.
—¿Por qué?
—Por volver a por nosotros, por hacer callar a Kaufman anoche…
—No me des las gracias —le contestó, dándose la vuelta—. Ya sabía lo que iba a decir…
Se fijó en que ella tenía la vista clavada en el aparato que sostenía en las manos.
—¿Cuánto sabían ellos? —le preguntó, alzando el objeto—. ¿Tanto como nosotros? ¿Quizá menos?
—¿Cuánto sabía quién…?
—El grupo que mandasteis antes que a nosotros —le dijo—, la gente que dejó esto atrás…
Ella permaneció en silencio.
—Esto es un receptor de ultrasonidos —siguió él—. Cargué uno igual que éste el otro día. Lo traje para McCarter, pero no funcionaba bien, así que lo cargué otra vez en el Huey y lo llevé de vuelta a Manaos. Pero era el mismo aparato, del mismo fabricante.
Ella se cruzó de brazos.
Ya no más negativas, pensó él.
—Deberías de haberme hablado de ellos.
—¿Y qué habría cambiado eso?
—Si pierdes un grupo de campo, eso aumenta el nivel de amenaza.
—Gente disparándonos, cadáveres flotando en el río, ¿no fue eso bastante para ti?
Tenía razón, debería haberlo sido…
De todas maneras, le ofreció una respuesta:
—Escucha, no sé lo que les pasó. Perdimos contacto con el grupo casi a ochenta kilómetros de aquí. Y en ese momento no se dirigían en esta dirección. No sabían nada del Muro de los Cráneos, no tenían la información que nosotros teníamos, así que cómo demonios hallaron este lugar es algo que se me escapa. Y, después de eso… —se encogió de hombros—. Cualquier suposición tuya es tan buena como las mías. Los nativos… esos animales. No sé. Básicamente dejaron de informar y no regresaron. Así es como se cerraron sus expedientes: desaparecidos y supuestamente muertos.
A Hawker le costaba aceptar la rudeza del tono de ella.
—Bueno, pues tenemos que irnos de aquí, antes de que cierren nuestros expedientes de la misma manera.
—No iremos a ninguna parte —dijo ella. Aparentemente, había recuperado toda su determinación—. Ahora no, lo peor ya ha pasado…
—Lo peor no ha pasado —le replicó Hawker—. ¿Escuchaste a Kaufman, o es que anoche estabas ausente? ¿Realmente quieres volver a ver cosas de ésas, como la que se llevó a Roemer? ¿Quieres estar aquí cuando vuelvan los nativos, decididos a hacernos pedazos? Esas amenazas aún siguen ahí fuera. Y no te olvides de Kaufman: no me importa lo que diga, ese hijo de puta es un mentiroso. Tiene a otra gente por alguna parte, y cuando no sepan nada de él en un tiempo, van a venir a buscarlo. ¿Quieres quedarte a esperarlos?
—No especialmente, pero tenemos trabajo que hacer.
—Creo que ya hemos hecho bastante.
Ella pareció inamovible. Fría y distante de un modo que no se hubiera esperado. Comprendía su posición, pero la operación se había ido al garete, y cuando pasa algo así, uno salva lo que puede.
—Mira, podemos llevarnos a esta gente fuera de aquí, y luego puedes volver con un nuevo equipo, e incluso puedes traerte a un pelotón de infantes de marina si lo deseas. Entonces podrás hacerte con lo que cojones estés buscando y nadie más tendrá que morir.
—Es demasiado tarde para eso —afirmó ella—. Hemos quedado al descubierto. Y si Kaufman tiene matones por alguna parte, pueden estar aquí antes siquiera de que nosotros hayamos vuelto a Manaos. Es ahora o nunca. Tenemos que entrar en el templo. Salir de aquí ahora no es prioritario.