Eso me pone de tan mal humor, que casi no puedo disfrutar de la casa nueva. A ella le produce un efecto diferente. En cuanto entra en el zaguán le desaparece la palidez del rostro y se le desafila la nariz. La casa ya está amueblada, por lo menos se ha encargado de eso, y ahora dice lo que diría cualquier madre de Limerick:
—Bueno, podemos tomarnos una buena taza de té.
Es como cuando el capitán Boyle grita a Juno en
Juno y el pavo real:
«Té, té, té, si un hombre se estuviera muriendo tú seguirías intentando hacerle tragar una taza de té.»
Durante todos los años en que me crié en Limerick veía que la gente iba a los bailes del hotel Cruise o de la Sala de Baile Stella. Ahora puedo ir yo y no tengo por qué ser tímido en absoluto ante las chicas, con mi uniforme americano y mis galones de cabo. Si me preguntan si he estado en Corea y si me han herido esbozaré una sonrisita y haré como que no quiero hablar de ello. Puedo cojear un poco y sería excusa suficiente para no ser capaz de bailar como es debido, cosa que nunca he sabido hacer, en todo caso. Puede que haya al menos una chica agradable que se enternezca por mi herida y me lleve a una mesa a tomarme un vaso de gaseosa o de cerveza negra.
Bud Clancy está en el escenario con su conjunto y me reconoce en cuanto me ve entrar. Me llama a su lado con una señal.
—¿Cómo estás, Frankie? Has vuelto de la guerra, ja, ja, ja. ¿Quieres que toquemos una petición especial?
Yo le pido
Patrulla americana
y él dice al micrófono:
—Damas y caballeros, he aquí a uno de los nuestros que ha vuelto a su casa de la guerra, Frankie McCourt.
Y yo estoy en el cielo mientras todos me miran. Pero no me miran durante mucho tiempo, porque en cuanto empieza a sonar
Patrulla americana
ya están dando vueltas y moviéndose por la pista. Yo me quedo junto al estrado de los músicos preguntándome cómo son capaces de ponerse a bailar sin hacer caso de un cabo americano que está entre ellos. Nunca pensé que no me prestarían atención de ese modo, y ahora tengo que pedir a una chica que baile conmigo para salvar las apariencias. Las chicas están sentadas en filas de asientos dispuestos a lo largo de las paredes, bebiendo gaseosa, charlando, y cuando les invito a bailar sacuden la cabeza, «no, gracias». Sólo una dice «sí», y cuando se pone de pie me doy cuenta de que cojea, y eso me pone en un aprieto, pues me pregunto si debo dejar para más tarde mi propia cojera por miedo a que ella se piense que me estoy burlando de ella. No puedo dejarla allí de pie toda la noche, así que la llevo a la pista de baile y ahora me doy cuenta de que todo el mundo me mira, porque ella cojea tanto que está a punto de perder el equilibrio cada vez que da un paso adelante sobre la pierna derecha, que es más corta que la izquierda. Es difícil saber qué hacer cuando tienes que bailar con una persona que cojea tanto. Ahora me doy cuenta de lo estúpido que sería por mi parte afectar mi falsa cojera de guerra. Todo el mundo se reiría de nosotros al vernos ir a mí por un lado y a ella por el otro. Lo peor es que no sé qué decirle. Sé que cualquier situación se puede salvar cuando sabes decir lo adecuado, pero a mí me da miedo decir cualquier cosa. ¿Debo decirle que siento lo de su cojera, o preguntarle cómo le vino? Ella no me deja ninguna oportunidad de decir nada.
—¿Te vas a quedar ahí boquiabierto toda la noche? —me dice con voz cortante, y yo no puedo hacer nada más que acompañarla a la pista mientras el conjunto de Bud Clancy toca
Chattanooga chu chu, llévame a casa
. No sé por qué tiene que tocar Bud piezas rápidas cuando las chicas con cojeras como esa apenas son capaces de poner un pie delante del otro. ¿Por qué no puede tocar
Serenata a la luz de la luna
o
Viaje sentimental
para que yo pueda dar los pocos pasos que aprendí de Emer en Nueva York? Ahora la chica me pregunta si me he creído que esto es un funeral, y observo que tiene ese acento cerrado que indica que es de un barrio pobre de Limerick.
—Vamos, yanqui, empieza a moverte —me dice, y se aparta y gira como una peonza sobre su pierna buena. Otra pareja choca contra nosotros y le dicen:
—Qué potente, Madeline, qué potente. Esta noche estás que lo bordas, Madeline. Mejor que la misma Ginger Rogers.
Las chicas que están a lo largo de la pared se ríen. A mí me arde la cara y pido a Dios que Bud Clancy toque
A las tres de la mañana
para poder acompañar a Madeline a su asiento y dejar de bailar para siempre, pero, no, Bud arranca con una lenta, La acera del sol, y Madeline se aprieta contra mí con la nariz en mi pecho y me empuja por la pista, dando pisotones y cojeando, hasta que se aparta de mí y me dice que si así es como bailan los yanquis entonces ella bailará desde este día con los hombres de Limerick, que saben bailar, muchas gracias.
Las chicas que están a lo largo de la pared se ríen todavía más. Hasta los hombres que no encuentran a ninguna que baile con ellos y que pasan el rato bebiendo pintas se ríen, y yo comprendo que más me vale marcharme, pues ninguna querrá bailar conmigo después del espectáculo que he dado. Tengo tal sentimiento de desesperación y estoy tan avergonzado de mí mismo que quiero que se avergüencen también ellos, y la única manera de conseguirlo es adoptar la cojera y confiar en que se crean que es por una herida de guerra, pero cuando me dirijo a la salida cojeando las chicas sueltan chillidos y se ponen tan histéricas de risa que bajo corriendo las escaleras y salgo a la calle tan avergonzado que me dan ganas de tirarme al río Shannon.
Al día siguiente, mamá me dice que se ha enterado de que fui a un baile la noche pasada, de que bailé con Madeline Burke, la de la calle Mungret, y de que todo el mundo dice: «Qué amable ha sido Frankie McCourt, bailar con Madeline, tal como está, Dios nos asista, y él de uniforme y todo.»
No me importa. Ya no saldré más de uniforme. Iré de paisano y nadie me mirará para ver si tengo gordo el culo. Si voy a un baile me quedaré en la barra y beberé pintas con los hombres que fingen que no les importa que las chicas les digan que no.
Me quedan diez días de mi permiso y me gustaría que fueran diez minutos para poder volver a Lenggries y conseguir todo lo que quiero por una libra de café y un cartón de cigarrillos. Mamá dice que estoy muy serio, pero yo no soy capaz de explicar los sentimientos extraños que me produce Limerick después de todos los malos ratos de mi infancia y de cómo me he llenado de ignominia ahora en el baile. No me importa haber sido amable con Madeline Burke y con su cojera. No he vuelto a Limerick para eso. Ya no volveré a intentar bailar con nadie sin mirar antes si tiene las piernas igual de largas. Será fácil si me fijo cuando vayan al servicio. A la larga, resulta más fácil estar con Buck y con Rappaport, incluso con Weber, llevando la colada a Dachau.
Pero no puedo contar nada de esto a mi madre. Es difícil contar nada a nadie, sobre todo cuando se trata de mis correrías. Tienes que acostumbrarte a un sitio grande y potente como Nueva York, donde puedes quedarte muerto en tu cama durante días enteros mientras sale un olor extraño de tu habitación sin que nadie se dé cuenta. Después te meten en el ejército y tienes que acostumbrarte a los hombres de toda América, de todas las formas y colores. Cuando vas a Alemania ves a la gente por la calle y en las cervecerías. También te tienes que acostumbrar a ellos. Parecen gente corriente, aunque te dan ganas de inclinarte hacia el grupo de la mesa de al lado y preguntar: «¿Mató judíos alguno de ustedes?» Claro que en las sesiones de orientación militar nos dicen que tengamos la boca cerrada y que tratemos a los alemanes como a aliados en la guerra contra el comunismo ateo, pero todavía te quedan ganas de preguntarlo por pura curiosidad o para ver qué cara ponen.
Lo más difícil de todo el ir y el venir es Limerick. Me gustaría pasearme por ahí y que me admirasen por mi uniforme y por mis galones de cabo, y supongo que podría si no me hubiera criado aquí, pero me conoce demasiada gente por todo el tiempo que pasé repartiendo telegramas y trabajando en Eason, y ahora lo único que me dicen es:
—Ay, Jesús, Frankie McCourt, ¿eres tú? Qué aspecto tan estupendo tienes, de verdad. ¿Cómo tienes esos pobres ojos, y qué tal está tu pobre madre? Te veo mejor que nunca, Frankie.
Aunque llevara uniforme de general, para ellos no sería más que Frankie McCourt, el chico de telégrafos con los ojos llenos de costras y con la pobre madre que sufre.
Lo mejor de estar en Limerick es pasearme con Alphie y Michael, aunque Michael suele estar ocupado con una chica que está loca por él. Todas las chicas están locas por él, con su pelo negro, sus ojos azules y su sonrisa tímida.
—Ay, Mikey John, qué guapo es —dicen.
Si se lo dicen a la cara, él se sonroja y ellas le quieren todavía más por ello. Mi madre dice que es un gran bailarín, según ha oído decir, y que nadie canta mejor que él
Cuando caen sobre ti las lluvias de abril
. Un día estaba cenando y dieron por la radio la noticia de que había muerto Al Jolson y él se levantó, llorando, y se marchó dejándose la cena. Es cosa seria que un chico se marche dejándose la cena, y eso demostraba cuánto quería Michael a Al Jolson.
Sé que Michael debería ir a América con todo el talento que tiene, e irá, porque yo me encargaré de que vaya.
Hay días en que me paseo yo solo de paisano por las calles. Tengo la impresión de que cuando visito todos los sitios donde vivimos estoy en un túnel que atraviesa el pasado, con la seguridad de que me alegraré al salir por el otro lado. Contemplo desde fuera la escuela Leamy, donde recibí toda la educación que tengo, buena o mala. Al lado está la Conferencia de San Vicente de Paúl, donde acudía mi madre para que no nos muriésemos de hambre. Vago por las calles de iglesia en iglesia, con recuerdos por todas partes. Hay voces, coros, cánticos, curas que predican o que murmuran confesando. Puedo contemplar las puertas de todas las calles de Limerick sabiendo que he entregado telegramas en todas ellas.
Me encuentro con profesores de la Escuela Nacional Leamy y me dicen que yo era un buen muchacho, aunque se olvidan de cómo me azotaban con el bastón y la vara cuando no me acordaba de las respuestas correctas del catecismo o de las fechas y los nombres de la larga y triste historia de Irlanda. El señor Scanlon me dice que estar en América no me sirve de nada si no hago fortuna, y el señor O'Halloran, el director, detiene su coche para preguntarme por mi vida en América y para recordarme lo que decían los griegos, que el camino del conocimiento no es fácil. Me dice que le sorprendería mucho que yo diese la espalda a los libros para unirme a los tenderos del mundo, para revolver el cajón grasiento del dinero. Esboza su sonrisa como la del presidente Roosevelt y pone en marcha el coche.
Me encuentro con curas de nuestra propia iglesia, la de San José, y de otras iglesias donde yo puedo haberme confesado o entregado telegramas, pero pasan de largo. Tienes que ser rico para que un cura te salude con la cabeza, a no ser que sea franciscano.
Aun así, me siento en iglesias silenciosas para contemplar los altares, los púlpitos, los confesonarios. Me gustaría saber a cuántas misas he asistido, cuántos sermones me han dejado muerto de miedo, cuántos curas se asustaron de mis pecados hasta que dejé de confesarme por fin. Sé que estoy condenado tal como estoy, aunque me confesaría con un cura amable si lo encontrase. A veces me gustaría ser protestante o judío, porque éstos no conocen otra cosa. Cuando perteneces a la Fe Verdadera no tienes excusa y estás atrapado.
Hay una carta de la hermana de mi padre, la tía Emily, que dice que mi abuela espera que pueda viajar al Norte para verlos antes de salir para Alemania. Mi padre está viviendo con ellos, trabaja de jornalero en las granjas de la zona de Toome, y también a él le gustaría verme después de tantos años.
No me importa viajar al norte para ver a mi abuela, pero no sé qué diré a mi padre. Ahora que tengo veintidós años sé, después de pasearme por Munich y por Limerick mirando a los niños de las calles, que yo no podría ser nunca un padre que los abandonase. Él nos dejó cuando yo tenía diez años, se fue a trabajar a Inglaterra para enviarnos dinero, pero, como decía mi madre, había preferido la botella a los niños. Mamá dice que debo ir al Norte porque mi abuela está delicada y quizás no dure hasta la próxima vez que yo vuelva a casa. Dice que hay cosas que sólo se pueden hacer una vez, y que bien puedes hacerlas esa vez.
Me sorprende que hable así de mi abuela después del modo tan frío en que ésta la recibió cuando ella desembarcó procedente de América con mi padre y con cuatro niños pequeños, pero en el mundo hay dos cosas que a mi madre le fastidian: guardar rencores y deber dinero.
Si voy al norte en tren deberé ir de uniforme, porque estoy seguro de que me admirarán, aunque sé que si abro el pico con mi acento de Limerick la gente mirará para otro lado o hundirá la cabeza en sus libros o en sus periódicos. Podría afectar acento americano, pero ya lo intenté con mi madre y se puso histérica de risa. Me dijo que le sonaba como Edward G. Robinson con la cabeza debajo del agua.
Si alguien me habla, lo único que podré hacer será asentir o negar con la cabeza o adoptar una expresión de tristeza secreta provocada por una grave herida de guerra.
Todo es en balde. Los irlandeses están tan acostumbrados a los soldados americanos que van y vienen desde que terminó la guerra, que me daría igual ser invisible en mi rincón del compartimento del tren de Dublin, y después en el de Belfast. No hay curiosidad, no hay nadie que me pregunte: «¿Viene de Corea? ¿Verdad que esos chinos son terribles?», y ni siquiera me quedan ganas de afectar la cojera. Una cojera es como una mentira: hay que acordarse de ella para mantenerla.
Mi abuela me dice:
—
Och
, qué facha tan estupenda tienes de uniforme.
Y la tía Emily dice:
—
Och
, estás hecho un hombre.
Mi padre me dice:
—
Och
, ya estás aquí. ¿Cómo está tu madre?
—Está estupendamente.
—¿Y tu hermano Malachy, y tu hermano Michael, y tu hermanito pequeño, cómo se llama?
—Alphie.
—Och,
sí, Alphie. ¿Cómo está tu hermanito pequeño, Alphie?
—Todos están estupendamente. Suelta un leve
och
y suspira:
—Estupendo.