Lo es (34 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Lo es
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—Jesús, ¿qué te pasa? ¿Es que tienes una abeja en el culo?

Cuando le cuento lo de Mike Small y la corbata no manifiesta la menor comprensión. Me dice que me está bien empleado por ir por ahí con las jodidas protestantes, y que qué diría mi pobre madre que está en Limerick.

A mí no me importa lo que diría mi madre. Estoy loco por Mike Small.

Pidió un whiskey y me dijo que yo también debería tomarme otro, para soltarme, para calmarme, para despejarme la cabeza, y cuando tuve dos whiskeys en el cuerpo le conté que me gustaría echarme en un suelo del Greenwich Village fumando marihuana, compartiendo una jarra de vino con una chica de pelo largo, mientras Charlie Parker, que sonaba en el tocadiscos, nos hacía subir flotando hasta el cielo y nos volvía a bajar suavemente con un quejido largo, bajo y dulce.

Paddy me echó una mirada feroz.


Arrah
, en nombre de Dios, ¿es que me estás tomando el pelo? ¿Sabes cuál es tu problema? Los protestantes y los negros. Sólo te falta ir con judíos, y entonces estarás condenado del todo.

Había un hombre que se estaba fumando una pipa sentado en el taburete que estaba junto al de Paddy, y dijo:

—Eso es, hijo, eso es. Di a tu amigo aquí presente que hay que tratarse con la gente de uno. Yo he pasado toda mi vida tratándome con mi gente, cavando hoyos para la compañía telefónica, irlandeses todos, nunca he tenido el menor problema, porque, por Dios, me he tratado con mi propia gente y he visto a jovencitos que venían y se casaban con mujeres de todas clases y perdían la fe, y acaban yendo a ver los partidos de béisbol, y con eso ya están rematados.

El viejo dijo que conocía a un hombre de su mismo pueblo que había trabajado veinticinco años en una taberna de Checoslovaquia y que había vuelto a su casa para establecerse y no tenía en la cabeza ni una palabra de checoslovaco, y todo porque se había tratado con su gente, con los pocos irlandeses que pudo encontrar allí, que todos estaban unidos, gracias a Dios y a Su Santa Madre. El viejo dijo que le gustaría invitarnos a beber algo en honor de los hombres y de las mujeres de Irlanda que se tratan con su gente, de tal modo que cuando nace un niño saben quién es el padre y que, por Cristo, y Dios le perdone la manera de hablar, eso es lo más importante de todo, saber quién es el padre.

Alzamos las copas y brindamos por todos los que se tratan con su gente y saben quién es el padre. Paddy se inclinó hacia el viejo y los dos hablaron de la patria, que es Irlanda, aunque el viejo no la había visto desde hacía cuarenta años y tenía la esperanza de que lo enterraran en el hermoso pueblo de Gort, junto a su pobre y anciana madre irlandesa y junto a su padre, que hizo su parte en la larga lucha contra el pérfido tirano sajón, y alzó su copa para cantar:

Dios salve a Irlanda, dicen los héroes,

Dios salve a Irlanda, dicen todos,

Si morimos en el alto patíbulo,

O en el campo de batalla,

Oh, qué importa, si caemos por Erín.

Se hundieron más y más en su whiskey y yo me quedé mirando el espejo de la barra preguntándome quién está besando ahora a Mike Small, deseando poder pasearme por las calles con ella para que la gente volviera la cabeza y yo fuera la envidia de todos sin excepción. Paddy y el viejo sólo me hablaban para recordarme que habían muerto por Irlanda miles de hombres y de mujeres que no estarían nada contentos de mi conducta, tal como voy por ahí con episcopalianos, traicionando a la causa. Paddy volvió a darme la espalda y yo me quedé mirando fijamente lo que podía ver de mí mismo reflejado en el espejo y asombrándome del mundo en que me encontraba. El viejo se inclinaba de vez en cuando por detrás de Paddy para decirme: «Trátate con tu gente, trátate con tu gente.» Estoy en Nueva York, la tierra de los libres y la patria de los valientes, pero esperan que me comporte como si siguiera en Limerick, irlandés en todas las ocasiones. Esperan que sólo salga con chicas irlandesas que me asustan con el modo en que están siempre en gracia de Dios, diciendo que no a todo y a todos, a no ser que se trate de un Paddy Boñiga que quiera establecerse en una granja con terreno en Roscommon y criar siete hijos, tres vacas, cinco ovejas y un cerdo. No sé por qué he vuelto a Irlanda si tengo que escuchar los tristes relatos de los sufrimientos de Irlanda y bailar con chicas de campo, vaquillas de Mullingar, carne de pies a cabeza.

No tengo en la cabeza más que a Mike Small, rubia, de ojos azules, deliciosa, que se desliza por la vida con su facilidad de episcopaliana, la chica toda americana, que lleva en la cabeza dulces recuerdos de Tiverton, el pueblecito de Rhode Island, de la casa donde la crió su abuela, del dormitorio con visillos que se agitaban suavemente en las ventanas que dominaban el río Narrangasett, la cama hecha con sábanas, mantas, almohadas en cantidad, la cabeza rubia sobre la almohada llena de sueños de excursiones, paseos en carro, viajes a Boston, chicos chicos chicos, y la abuelita que prepara por la mañana el desayuno nutritivo todo americano para que su muchachita pueda pasarse todo el día encantando hasta el culo a todos los chicos, chicas, profesores, y a cualquiera con quien se encuentre, entre ellos a mí y sobre todo a mí, sentado prendado en el taburete del bar.

El whiskey me dejó algo oscuro en la cabeza y estuve dispuesto a decir a Paddy y al viejo que estaba harto de los sufrimientos de Irlanda y que no puedo vivir en dos países al mismo tiempo. Pero en vez de ello los dejé a los dos, de palique en sus taburetes de bar, y fui andando desde la calle 179, bajando por Broadway, hasta la calle 116, con la esperanza de que si esperaba lo suficiente podría echar una ojeada a Mike Small, a la que traería a su casa el señor Abogado de Traje, una ojeada que quiero y no quiero echar, hasta que un poli en un coche patrulla me llama y me dice:

—Circule, amigo, todas las chicas de la escuela Barnard se han ido a acostar.

Circule, me dice el poli, y yo lo hice porque era inútil intentar decirle que sé quién la está besando ahora, que sin duda ahora está en el cine con el brazo del abogado a su alrededor, con las puntas de los dedos colgando al borde de su pecho que está reservado para la luna de miel, que puede haber un beso o un apretón entre los bocados de palomitas, y estoy aquí en Broadway mirando las puertas de la Universidad de Columbia que está en la acera de enfrente y no sé hacia dónde volverme, deseando poder encontrar una chica de California o de Oklahoma, rubia y de ojos azules como Mike Small, alegre y con dientes que no han conocido jamás un dolor ni una caries, alegre porque su vida está arreglada de tal modo que terminará la carrera y se casará con un chico agradable, lo llama chico, y se asentará con paz, tranquilidad y comodidad, como decía mi madre.

El poli volvió a acercarse a mí y me dijo que siguiera circulando, amigo, y yo intenté cruzar la calle 116 con un poco de dignidad para que él no pudiera señalarme con el dedo y decir a su compañero: «Allá va otro
mick
de la Vieja Patria perdido por el whiskey». Ellos no sabían ni les importaría saber que todo aquello pasaba porque Mike Small había querido que yo me pusiera corbata y yo me había negado.

El bar West End estaba abarrotado de estudiantes de la Universidad de Columbia, y yo pensé que si me tomaba una cerveza podría mezclarme con ellos y pasar por uno de ellos, que tienen una categoría superior a la de los estudiantes de la Universidad de Nueva York. Podría encapricharse de mí una rubia y hacerme olvidar a Mike Small, aunque yo no creo que pudiese quitármela de los pensamientos aunque se metiera entre mis sábanas la propia Brigitte Bardot.

Era como si estuviera en la cafetería de la Universidad de Nueva York, con el modo de discutir de aquellos estudiantes de Columbia a voz en cuello sobre la vacuidad de la vida, lo absurdo que es todo y que lo único que importa es la elegancia cuando estás sometido a presión, hombre. Cuando viene ese cuerno del toro y te roza la cadera sabes que ése es el momento de la verdad, hombre. Léete a Hemingway, hombre, léete a J. Paul Sartre, hombre. Ellos saben lo que hay.

Si yo no tuviera que trabajar en bancos, muelles, almacenes, tendría tiempo para ser un estudiante universitario como es debido y suspirar por la vacuidad. Me gustaría que mi padre y mi madre hubieran tenido vidas respetables y me hubieran enviado a la universidad para que yo pudiera pasarme el tiempo en los bares y en las cafeterías contando a todo el mundo cuánto admiro a Camus por su invitación diaria al suicidio y a Hemingway por arriesgarse al cuerno del toro en el costado. Sé que si tuviera tiempo y dinero superaría a todos los estudiantes de Nueva York en cuanto a desesperación, aunque jamás podría contar nada de esto a mi madre porque ella diría:


Arrah
, en nombre de Dios, ¿es que no tienes salud, zapatos y un buen pelo? ¿Qué más quieres?

Me bebí mi cerveza y me pregunté qué país es éste en el que los polis te dicen que circules, en el que la gente te pone mierda de paloma en el bocadillo de jamón, en el que una chica que está comprometida a estar comprometida con un jugador de fútbol americano me deja porque no me pongo corbata, en el que una monja bautiza a Michael, lo que queda de él, a pesar de que éste sufrió en un campo de concentración y se merece que lo dejen en su estado de judío sin molestar a nadie, en el que los estudiantes universitarios comen y beben hasta saciarse y suspiran por el existencialismo y la vacuidad de todo, y los polis te vuelven a decir, circule.

Volví a subir a pie por Broadway, pasando por delante de la Universidad de Columbia, hasta Washington Heights y llegué al puente George Washington, desde donde podía contemplar el río Hudson a ambos lados. Tenía la cabeza llena de nubes oscuras y de ruidos y de un ir y venir de Limerick y de Dachau y de Ed Klein, donde Michael, lo que queda de él, un despojo, fue salvado por los militares americanos, y me iba y me venía de la cabeza mi madre con Emer, la de Mayo, y Mike Small, la de Rhode Island, y Paddy Arthur se reía y me decía: Nunca bailarás con las chicas irlandesas con esos ojos como dos agujeros de meadas en la nieve, y yo contemplé el río a ambos lados y sentí lástima de mí mismo hasta que el cielo se iluminó más allá y el sol que salía viajó de torre en torre convirtiendo a Manhattan en columnas de oro.

34

Algunos días más tarde me llama deshecha en lágrimas. Está en la calle, y me pregunta si quiero ir a recogerla en la esquina de la calle 116 y Broadway. Ha tenido problemas con su padre, no tiene dinero y no sabe qué hacer. Me está esperando en la esquina, y en el metro me dice que se había vestido con intención de llamarme y de verme, a pesar de que yo me plantara con firmeza en la cuestión de las corbatas, pero su padre había dicho que no, que ella no salía, y ella había dicho que sí, que salía, y él le había dado un puñetazo en la boca, que se le estaba hinchando, ya lo veía yo. Ella había salido corriendo de la casa de su padre y ya no podía volver. Mary O'Brien dice que ha tenido suerte. Uno de los huéspedes ha vuelto a Irlanda a casarse con la muchacha de una casa próxima y su habitación ha quedado libre.

En cierto modo me alegro de que su padre le haya pegado un puñetazo, porque ella acudió a mí en vez de a Bob, y no cabe duda de que esto significa que me prefiere a mí. Naturalmente, Bob está descontento y al cabo de pocos días se presenta en la puerta llamándome irlandesito patán y trapacero y diciéndome que me va a partir la cara, pero yo aparto la cabeza y él estampa el puño en la pared y tiene que irse al hospital para que se lo escayolen. Cuando se marcha me amenaza con volver a verme y me dice que más me vale que me vaya reconciliando con mi Hacedor, aunque cuando me lo encuentro unos días más tarde en la Universidad de Nueva York me ofrece la mano sana como muestra de amistad y yo no vuelvo a verlo jamás. Puede que siga llamando a Mike Small a mis espaldas, pero ya es demasiado tarde, y ella ni siquiera debería hablarle, pues ya me ha dejado entrar en su habitación y en su cama, olvidándose de que estaba reservando el cuerpo para la noche de bodas y para la luna de miel. La noche que hacemos la excitación por primera vez me dice que la he despojado de su virginidad, y no sé si debería sentirme culpable o triste, pero no puedo sentirme así, sobre todo sabiendo que soy el primero, el que se queda para siempre en el recuerdo de cualquier chica, como decían en el ejército.

No podemos quedarnos en la pensión de Mary O'Brien, porque no resistimos la tentación de meternos en la misma cama y nos dirigen miradas de complicidad. Paddy Arthur deja de hablarme definitivamente, y yo no sé si lo hace por religiosidad o por patriotismo, si se ha enfadado porque estoy con una persona que no es ni católica ni irlandesa.

El capitán manda recado de que está dispuesto a pasar a Mike una cantidad de dinero todos los meses, y eso le permite alquilar un apartamento pequeño en Brooklyn. A mí me gustaría vivir con ella, pero al capitán y a la abuela les parecería una deshonra, de modo que alquilo un apartamento de agua fría para mí en el 46 de la calle Downing, en el Greenwich Village. Lo llaman apartamento de agua fría, pero yo no sé por qué. Tiene agua caliente pero no tiene calefacción, aparte de una estufa grande de queroseno que se pone tan roja que temo que vaya a reventar. Lo único que puedo hacer para calentarme es comprarme una manta eléctrica en los almacenes Macy y enchufarla con un cable largo que me permite moverme de un sitio a otro. Hay una bañera en la cocina, y en el pasillo hay un retrete que debo compartir con un matrimonio de italianos viejos que viven enfrente. El viejo italiano llama a mi puerta para decirme que debo poner mi propio papel higiénico en el soporte del retrete y que no debo echar mano del suyo. Dice que su esposa y él señalan su papel higiénico y que si yo intento usarlo lo sabrán, así que ya puedo tener cuidado. Habla mal el inglés, y cuando empieza a contarme los problemas que tuvo con los inquilinos anteriores de mi apartamento se siente tan impotente que me amenaza blandiendo el puño ante mi cara y me advierte que puedo meterme en un lío muy gordo si toco su papel higiénico, en un lío muy gordo; pero me regala un rollo para que vaya empezando, para asegurarse de que no toco el suyo. Dice que su esposa es una buena mujer y que fue idea de ella regalarme el rollo, que es una mujer enferma que quiere vivir en paz y sin líos.
Capice
?

Mike encuentra un apartamento pequeño en la calle Henry, en Brooklyn Heights. Tiene cuarto de baño propio y nadie la atormenta por el papel higiénico. Dice que mi apartamento es una vergüenza y que no sabe cómo soy capaz de vivir de ese modo, sin calefacción, sin un sitio donde cocinar, con italianos que chillan por el papel higiénico. Siente lástima de mí y me deja quedarme a dormir en su apartamento. Prepara unas cenas deliciosas, a pesar de que cuando su padre la echó de su casa a puñetazos ni siquiera sabía hacer café.

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