Cuando el tren E da bandazos o frena bruscamente nos apretamos el uno contra el otro y yo huelo su perfume y siento su muslo contra el mío. Es buena señal que no se aparte de mí, y cuando me deja cogerla de la mano estoy en la gloria hasta que se pone a hablar de Nick, su novio, que está en la Marina, y yo vuelvo a dejar su mano en su regazo.
No entiendo a las mujeres de este mundo, a Mike Small, que toma cerveza conmigo en el Rocky y después va corriendo a reunirse con Bob, y ahora a ésta que me hace coger el tren E hasta la última parada, en la calle 179. Paddy Arthur no habría aguantado una cosa así. En la sala de baile se habría asegurado de que no había ningún Nick en la Marina ni nadie en casa que fuera a obstaculizar sus planes para toda la noche. Si hubiera surgido alguna duda, él se habría bajado del tren en la primera estación; entonces, ¿por qué no hago yo lo mismo? Yo he sido soldado de la semana en Fort Dix, he adiestrado perros, voy a la universidad, leo libros, y ahora me veo dando rodeos furtivos por las calles próximas a la Universidad de Nueva York para no encontrarme con Bob, el jugador de fútbol americano, y acompañando a su casa a una chica que está pensando en casarse con otro. Parece como si todo el mundo tuviera a alguien, Dolores a su Nick, Mike Small a su Bob, y Paddy Arthur ya ha empezado hace un buen rato su noche de excitación con Maura en Manhattan, y ¿qué clase de imbécil soy yo para viajar hasta la última estación de la línea?
Cuando estoy dispuesto a bajarme en la estación siguiente y a marcharme sin más, ella me coge de la mano y me dice que soy muy agradable, que soy un buen bailarín, que ha sido una mala suerte lo de la muleta, que podríamos habernos pasado toda la noche bailando, que le gusta mi manera de hablar, ese deje tan cuco, que se nota que estoy bien educado, qué bien que vaya a la universidad, y que no entiende por qué voy con Paddy Arthur, quien, ya se veía, no tenía buenas intenciones con Maura. Me aprieta la mano y me dice que soy muy amable por haberla acompañado hasta su casa y que no me olvidará nunca, y siento su muslo contra el mío hasta la última estación, y cuando nos levantamos para bajarnos del tren tengo que inclinarme para disimular la excitación que me palpita en los pantalones. Me ofrezco a acompañarla hasta su casa pero ella se queda ante una parada de autobús y me dice que vive más lejos, en Queen's Village, y que, de verdad, no tengo por qué acompañarla todo el camino, que estará bien en el autobús. Me vuelve a apretar la mano y yo me pregunto si hay alguna esperanza de que ésta sea mi noche de suerte y de que acabe loco de pasión en la cama como Paddy Arthur.
Mientras esperamos el autobús me vuelve a coger la mano y me cuenta todo lo de Nick, que está en la Marina, que al padre de ella no le gusta porque es italiano, y le dedica insultos de todo tipo cuando no está delante, que la madre de ella sí que aprecia a Nick, pero no lo reconoce nunca por si llega a casa su padre borracho y furioso y destroza los muebles, que no sería la primera vez. Las noches peores son cuando viene de visita el hermano de Dolores, Kevin, y planta cara a su padre, y es increíble las palabrotas que sueltan y cómo forcejean por el suelo. Kevin es defensa de línea en la Universidad de Fordham y puede competir con su padre.
—¿Qué es un defensa de línea?
—¿No sabes qué es un defensa de línea?
—No.
—Eres el primer chico que he conocido que no sabe lo que es un defensa de línea.
Chico. Tengo veinticuatro años y me llama chico, y me pregunto si en América hay que haber cumplido los cuarenta para ser un hombre.
Durante todo el camino tengo la esperanza de que las cosas le vayan tan mal con su padre que ella tenga un sitio propio donde vivir, pero no, vive con sus padres, y se acabaron mis sueños de una noche de excitación. Cabría pensar que una muchacha de su edad tendría un sitio propio para vivir, para poder invitar a tipos como yo que la acompañamos hasta el final del trayecto. A mí me da igual que me apriete la mano mil veces. ¿De qué te sirve que te aprieten la mano en un autobús en plena noche en Queens si no hay la promesa de un poco de excitación al final del viaje?
Vive en una casa donde hay una estatua de la Virgen María y un pájaro de color rosa en el jardincillo de la parte delantera. Nos quedamos ante la pequeña cancela de hierro y yo me pregunto si debería besarla y ponerla en un estado tal que podríamos meternos detrás de un árbol para hacer la excitación, pero se oye dentro un rugido:
—Maldita sea, Dolores, mete aquí el culo, hay que ver qué desfachatez, presentarte en casa a esta hora, maldita sea, y dile a ese mierda maldito que se largue corriendo o lo mato.
Y ella dice «Ay», y entra corriendo.
Cuando llego a casa de Mary O'Brien todos están levantados y están tomando panceta con huevos, seguidos de ron y rodajas de piña en almíbar espeso. Mary da una calada a su cigarrillo y me echa una mirada de complicidad.
—Parece que lo pasaste bien anoche.
Cuando los empleados del turno de día abandonan sus despachos en el banco, llega Bridey Stokes con su fregona y su cubo para limpiar tres pisos. Lleva tras de sí a rastras un saco grande de lona, lo llena con los desperdicios de las papeleras y lo arrastra hasta el montacargas para vaciarlo en alguna parte del sótano. Andy Peters le dice que debería tener más sacos de lona para no tener que subir y bajar tantas veces, y ella dice que el banco no le quiere dar ni un saco de lona más, con lo baratos que son. Podría comprárselos ella, pero está trabajando por las noches para pagar los estudios a su hijo, Patrick, en la Universidad de Fordham, y no para proporcionar sacos de lona a la Manufacturer's Trust Company. Todas las noches llena el saco dos veces en cada piso, y eso significa que tiene que hacer seis viajes al sótano. Andy intenta explicarle que si tuviera seis sacos de lona podría llenar el montacargas una sola vez, y así se ahorraría tanto trabajo y energía que podría terminar antes y volver a su casa con Patrick y con su marido.
—¿Mi marido? Se mató hace diez años de tanto beber.
—Lo siento —dice Andy.
—Pues yo no lo siento en absoluto. Manejaba demasiado bien los puños, y yo llevo todavía las señales. Patrick también las lleva. A él no le importaba dar de golpes al pequeño Patrick por toda la casa hasta que el pequeñín ya no podía ni llorar, y una noche estaba tan mal que me lo llevé de la casa y supliqué al hombre de la taquilla del metro que nos dejara pasar y pregunté a un policía dónde estaba Cáritas y ellos se ocuparon de nosotros y me consiguieron este trabajo, y yo lo agradezco aunque sólo tenga un saco de lona.
Andy le dice que no tiene por qué ser una esclava.
—No soy una esclava. Desde que me libré de ese loco he subido en el mundo. Que Dios me perdone, pero ni siquiera fui a su entierro.
Suelta un suspiro y se apoya en el mango de la fregona, que le llega hasta la barbilla, de tan pequeña como es. Tiene los ojos grandes y castaños y no tiene labios y cuando intenta sonreír no tiene nada con qué sonreír. Está tan delgada que cuando Andy y yo vamos a la cafetería le traemos una hamburguesa con queso, patatas fritas y un batido para ver si conseguimos que coja un poco de grasa encima de los huesos, hasta que nos damos cuenta de que no toca la comida sino que se la lleva a su casa para Patrick, que estudia contabilidad en Fordham.
Una noche nos la encontramos llorando y metiendo en el montacargas seis sacos de lona llenos. Los sacos nos dejan sitio para subirnos nosotros también, y bajamos con ella preguntándole si el banco se ha vuelto generoso de pronto y le ha concedido los sacos de lona.
—No. Es por mi Patrick. Se iba a licenciar en Fordham dentro de un año, pero me dejó una nota diciéndome que está enamorado de una chica de Pittsburgh y que se habían ido los dos a California a empezar una nueva vida, y yo me dije que si van a tratarme así yo no estoy dispuesta a matarme más con un solo saco de lona, y me recorrí las calles de Manhattan hasta que encontré una tienda en la calle Canal donde los venden, una tienda china. Cabría pensar que en una ciudad como ésta no sería difícil encontrar sacos de lona, pero yo no sé qué habría hecho yo si no hubiera sido por los chinos.
Llora con más fuerza y se pasa la manga del jersey por los ojos.
—Bueno, señora Stokes —dice Andy.
—Bridey —dice ella—. Ahora me llamo Bridey.
—Bueno, Bridey. Podemos ir al sitio de enfrente para que comas algo y cojas fuerzas.
—Ah, no. No tengo apetito.
—Quítate el delantal, Bridey. Vamos al sitio de enfrente.
En la cafetería nos dice que ni siquiera quiere ya que la llamen Bridey. Se llama Brigid. Bridey es nombre de fregona, y Brigid tiene un poco de dignidad. No, no sería capaz en absoluto de comerse una hamburguesa con queso, pero se la come, y todas las patatas fritas bañadas en tomate, y nos dice que tiene roto el corazón mientras sorbe el batido con pajita. Andy le pide que nos explique por qué ha decidido de pronto comprarse los sacos de lona. Ella no lo sabe. Dice que hay algo en que Patrick se haya marchado de ese modo y en los recuerdos de cómo le pegaba su marido que le abrió una puertecita en la cabeza, y es lo único que puede decir ella al respecto. Se acabaron los tiempos del saco único. Andy dice que esto no tiene pies ni cabeza. Ella está de acuerdo pero ya no le importa. Hace más de veinte años que desembarcó del
Queen Mary
siendo una muchacha sana ilusionada por América, y hay que verla ahora, un espantapájaros. Bueno, también se acabaron sus tiempos de espantapájaros, y le encantaría tomarse una ración de tarta de manzana si la tienen. Andy dice que él estudia retórica, lógica, filosofía, pero que aquello se le escapa, y ella dice que tardan mucho en servir la tarta de manzana.
Tengo que leer libros, tengo que escribir trabajos de curso, pero estoy tan obsesionado por Mike Small que me quedo sentado en la ventana de la biblioteca y observo sus movimientos por la plaza Washington entre el edificio principal de la universidad y el club Newman, donde va ella entre clase y clase a pesar de que no es católica. Cuando está con Bob, el jugador de fútbol americano, se me cae el alma a los pies y me suena en la cabeza esa canción que dice
Me pregunto quién la estará besando ahora
, aunque sé muy bien quién la está besando ahora, el Señor Jugador de Fútbol Americano en persona, que inclina su cuerpo de noventa y cinco kilos para aplicarle los labios, y aunque sé que si no hubiera en el mundo ninguna Mike Small me caería bien, con lo buena persona que es y el buen humor que tiene, todavía me dan ganas de consultar la última página de una revista de historietas, donde Charles Atlas me promete que con su ayuda me haré unos músculos que me permitirán echar arena con el pie a la cara de Bob la próxima vez que me lo encuentre en una playa.
Cuando llega el verano se pone el uniforme del Cuerpo de Formación de Oficiales para la Reserva y se marcha a Carolina del Norte para la instrucción, y Mike Small y yo tenemos libertad para vernos y pasearnos por el Greenwich Village, para comer en Monte, en la calle MacDougal, para tomar cerveza en el Caballo Blanco o en el San Remo. Paseamos en el transbordador de la isla de Staten y es encantador estar de pie en la cubierta, cogidos de la mano, ver cómo retrocede y se cierne la silueta de Manhattan, aunque yo no puedo evitar pensar otra vez en aquéllos a los que obligaron a volverse con los ojos enfermos y los pulmones enfermos, y me pregunto qué vida harían en las ciudades y en los pueblos de toda Europa después de haber atisbado Nueva York, aquellas torres altas por encima del agua y el modo en que parpadean las luces al anochecer, mientras los remolcadores hacen sonar las bocinas y los barcos hacen sonar las sirenas en la bocana. ¿Habrían visto y oído todo esto por las ventanas de la isla de Ellis? ¿Les provocaba dolor el recuerdo, y volverían a intentar alguna vez entrar clandestinamente en este país, por alguna parte donde no hubiera hombres de uniforme que les levantaran los párpados y que les palpasen el pecho?
Cuando Mike Small me pregunta: «¿En qué piensas?», yo no sé qué decir por miedo a que me tome por raro porque me pregunto qué sería de aquéllos a los que obligaron a volver. Si a mi madre o a mi padre los hubieran obligado a volver, yo no estaría en esta cubierta con las luces de Manhattan ante mí como un sueño centelleante.
Por otra parte, sólo los americanos hacen preguntas como aquéllas: «¿En qué piensas?», o «¿A qué te dedicas?». En todos los años que pasé en Irlanda nadie me hizo nunca preguntas como aquéllas, y si no fuera porque estoy locamente enamorado de Mike Small, le diría que a ella no le importaba lo que pienso ni a qué me dedico para ganarme la vida.
No quiero contar demasiadas cosas de mi vida a Mike Small por la vergüenza y porque no creo que lo entendiera, sobre todo habiéndose criado en una ciudad pequeña de América donde todo el mundo tenía de todo. Pero cuando se pone a hablar de sus tiempos de Rhode Island, cuando vivía con su abuela, hay nubes. Me habla de cuando iba a bañarse en verano, a patinar sobre hielo en invierno, de los paseos en carro, los viajes a Boston, las salidas con chicos, los bailes del instituto, de cuando preparaba el anuario del instituto, y su vida parece una película de Hollywood hasta que se remonta a cuando se separaron su padre y su madre y la dejaron a ella en Tiverton con la madre de él. Habla de cuánto echaba de menos a su madre y de cómo pasó varios meses llorando en la cama todas las noches hasta quedarse dormida, y ahora vuelve a llorar. Esto me hace preguntarme si yo hubiera echado de menos a mi familia si me hubieran enviado a vivir cómodamente con un pariente. Es difícil imaginarme que habría echado de menos el mismo té con pan de todos los días, la cama hundida infestada de pulgas, un retrete compartido por todas las familias del callejón. No, aquello no lo habría echado de menos, pero sí habría echado de menos cómo vivía con mi madre y mis hermanos, las conversaciones alrededor de la mesa y las noches junto al fuego, cuando veíamos mundos en las llamas, cuevecillas y volcanes y formas e imágenes de todas clases. Yo habría echado de menos todo aquello aunque hubiera vivido con una abuela rica, y me daba lástima Mike Small, que no tenía hermanos ni hermanas ni fuego ante el que sentarse.
Me cuenta lo emocionada que estaba el día que terminó la escuela elemental, que su padre iba a hacer el viaje desde Nueva York para asistir a la fiesta, pero que llamó en el último momento para decir que tenía que ir a una comida campestre para las tripulaciones de los remolcadores, y ese recuerdo le hace verter lágrimas otra vez. Aquel día su abuela fulminó por teléfono a su padre, le dijo que era un desgraciado inútil que no hacía más que ir detrás de las faldas, y que no volviera a poner los pies en Tiverton. Al menos tenía a su abuela. Siempre la tuvo, para todo. No era muy dada a besar, ni a abrazar, ni a arropar, pero tenía la casa limpia, la ropa lavada, la tartera bien provista todos los días para la escuela.