Lo es (28 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Lo es
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Yo tengo una clase dentro de diez minutos, pero no estoy dispuesto a perderme la oportunidad de estar con esta chica a la que todos miran, con esta chica que me ha elegido a mí entre todas las personas del mundo para decirme «hola». Tenemos que caminar deprisa para llegar al Rocky sin tropezarnos con Bob, el jugador de fútbol americano. Éste podría molestarse si se enterara de que ella había ido a beber algo con otro chico.

Yo me pregunto por qué llama «chico» a todos los varones. Tengo veintitrés años.

Me dice que está comprometida con Bob, más o menos, que están pedidos, y yo no sé de qué me habla. Me dice que cuando una chica está pedida es que está comprometida a estar comprometida, y que se sabe cuando una chica está pedida porque lleva el anillo del bachillerato de su novio en un collar. Yo le pregunto por qué no lleva ella el anillo de Bob. Ella me dice que le regaló un brazalete de oro con el nombre de ella para que lo llevara en el tobillo y se viera así que estaba pedida, pero que ella no se lo pone porque eso es lo que hacen las chicas puertorriqueñas, que son demasiado llamativas. El brazalete es lo que te regalan poco antes del anillo de compromiso, y ella prefiere esperar al anillo, muchas gracias.

Me dice que es de Rhode Island. Se crió allí desde los siete años con la madre de su padre. Su madre sólo tenía dieciséis años cuando nació ella, y su padre, veinte, así que ya te puedes imaginar lo que pasó. Una boda de penalti. Cuando llegó la guerra y a él lo movilizaron y lo mandaron a Seattle, fue el fin del matrimonio. Aunque Mike era protestante, había estudiado el bachillerato en un colegio de monjas católicas de Fall River, en Massachusetts, y sonríe al recordar aquel verano del final del bachillerato, en que salía casi todas las noches con un chico nuevo. Aunque ella sonríe, yo siento un gran arrebato de rabia y de envidia y me gustaría matar a los chicos que comieron palomitas con ella y que seguramente la besaron en los autocines. Ahora vive con su padre y con su madrastra en Riverside Drive, y su abuela está pasando una temporada con ellos hasta que se instale y se acostumbre a la ciudad. No le da la menor vergüenza decirme que le gusta mi acento irlandés, e incluso que le gustaba mirarme la nuca en clase, con el pelo negro y ondulado que tengo. Esto me hace sonrojar, y a pesar de que en el Rocky se está a oscuras ella ve mi rubor y le parece cuco.

Tengo que acostumbrarme al modo en que usan la palabra
cuco
en Nueva York. En Irlanda, si dices que alguien es cuco estás diciendo que es astuto y trapacero.

Estoy en el Rocky y estoy en el cielo bebiendo cerveza con esta chica que podría haber salido de una pantalla de cine, una segunda Virginia Mayo. Sé que soy la envidia de todos los hombres y de todos los chicos que están en el Rocky, que pasará lo mismo en la calle, que la gente volverá la cabeza y se preguntará quién soy yo, que estoy con la chica más encantadora de la Universidad de Nueva York y de todo Manhattan.

Al cabo de dos horas tiene que ir a su clase siguiente. Yo me ofrezco a llevarle los libros, tal como hacen en las películas, pero ella me dice que no, que será mejor que me quede allí un rato más por si nos tropezamos con Bob, a quien no le gustaría nada verla con un sujeto como yo. Se ríe y me recuerda que Bob es grande.

—Gracias por la cerveza, te veré en clase la semana que viene —me dice, y se marcha.

Su vaso sigue en la mesa y tiene huellas de barra de labios de color rosa. Me lo llevo a los labios para saborearla y sueño que algún día besaré los labios mismos. Me llevo el vaso a la mejilla y me la imagino besándose con el jugador de fútbol americano y tengo nubes oscuras en la cabeza. ¿Por qué ha querido sentarse conmigo en el Rocky si está comprometida con él, más o menos? ¿Son así las cosas en América? Si amas a alguien, debes serle fiel en todo momento. Si no le amas, entonces no importa que tomes cerveza en el Rocky con otra persona. Si ella viene al Rocky conmigo es que no lo quiere, y al pensarlo me siento mejor.

¿Es que le doy pena, con mi acento irlandés y mis ojos rojos? ¿Ha sabido darse cuenta de que a mí me resulta difícil hablar a las chicas si ellas no me hablan a mí primero?

América está llena de hombres que se acercan a las chicas y les dicen «hola». Yo jamás sería capaz de hacerlo. De entrada, me sentiría tonto diciendo «hola», porque donde yo me crié no había esa costumbre. Tendría que decir «buenas tardes», o alguna otra cosa propia de personas mayores. Incluso cuando me hablan ellas a mí no sé nunca qué decir. No quiero que se enteren de que no estudié el bachillerato y no quiero que se enteren que me crié en un barrio pobre de Irlanda. Estoy tan avergonzado del pasado que lo único que puedo hacer es mentir al respecto.

El profesor de Redacción Inglesa, el señor Calitri, nos pide que escribamos una redacción sobre un objeto concreto de nuestra infancia, sobre un objeto que tuviera importancia para nosotros, un objeto doméstico a ser posible.

No hay ningún objeto de mi infancia de cuya existencia quisiera yo que se enterara nadie. No me gustaría que el señor Calitri ni nadie más de la clase supieran nada del retrete comunal que compartíamos con todas las demás familias del callejón Roden. Podría inventarme algo, pero no se me ocurre nada parecido a los objetos de los que hablan los demás alumnos, el coche familiar, el viejo guante de béisbol de papá, el trineo con el que se divertían tanto, la vieja nevera, la mesa de la cocina donde hacían los deberes. Lo único que se me ocurre es la cama que yo compartía con mis tres hermanos, y a pesar de que me avergüenza, tengo que escribir sobre ella. Si me invento algo bonito y respetable y no escribo acerca de la cama, me atormentarán los remordimientos. Por otra parte, el único que lo va a leer será el señor Calitri, y yo estaré a salvo.

LA CAMA

Cuando yo era pequeño, en Limerick, mi madre tuvo que ir a la Conferencia de San Vicente de Paúl para ver si le daban una cama para mí y para mis hermanos Malachy, Michael, y Alphie, que estaba empezando a andar. El hombre de San Vicente de Paúl le dijo que podía darle un vale para que bajase a un sitio del Irishtown donde vendían camas de segunda mano. Mi madre le preguntó si no nos podían dar una cama nueva, porque con las viejas no se sabía lo que se podía coger. Podían tener toda clase de enfermedades.

El hombre dijo que el que pide no escoge y que mi madre no debía ser tan escrupulosa.

Pero ella no quería ceder. Preguntó si era posible enterarse, al menos, de si se había muerto alguien en la cama. Sin duda, no era mucho pedir. Ella no quería pasar las noches en blanco acostada en su cama pensando en que sus cuatro hijos pequeños estaban durmiendo en un colchón donde se había muerto alguien, alguien que quizás tuviese unas fiebres o la tisis.

—Señora —dijo el hombre de San Vicente de Paúl—, si no quiere esta cama, devuélvame el vale y ya se lo daré a alguien que no sea tan escrupuloso.

—Ah, no —dijo mamá, y fue a casa a traer el cochecito de Alphie para que pudiésemos llevar el colchón, el somier y la cama. El hombre de la tienda de Irishtown quiso darle un colchón del que asomaban pelos y que estaba lleno de manchas y de lamparones, pero mi madre dijo que ella no daría una cama así ni a una vaca, que si no tenía el hombre otro colchón allí, en el rincón. El hombre gruñó y dijo:

—Bueno, bueno. Jesús, los acogidos a la caridad se están volviendo muy exquisitos últimamente.

Y se quedó detrás de su mostrador viéndonos sacar el colchón a rastras.

Tuvimos que hacer tres viajes subiendo y bajando con el cochecito por las calles de Limerick para llevar el colchón y las diversas partes de la cama de hierro, la cabecera, los pies, los largueros y el somier. Mi madre decía que se moría de vergüenza y que preferiría hacer eso de noche. El hombre decía que lo sentía mucho pero que cerraba a las seis en punto, y que no iba a cerrar más tarde aunque se presentase la Sagrada Familia a recoger una cama.

Era difícil empujar el cochecito, porque tenía una rueda descabalada que quería seguir por su cuenta, y era más difícil todavía con Alphie, quien llamaba a su madre a gritos enterrado bajo el colchón.

Mi padre nos esperaba para subir el colchón a rastras al piso de arriba y nos ayudó a montar la cama y el somier. Naturalmente, no había querido ayudarnos a empujar el cochecito desde Irishtown, que estaba a tres kilómetros, porque le daría vergüenza dar ese espectáculo. Él era de Irlanda del Norte, y allí deben de tener otro sistema diferente para llevar la cama a casa.

Pusimos en la cama abrigos viejos, porque en la Conferencia de San Vicente de Paúl no quisieron darnos un vale para sábanas y para mantas. Mi madre encendió la lumbre, y cuando nos sentamos alrededor tomando té dijo que al menos ya no estábamos en el suelo, y que qué bueno era Dios.

A la semana siguiente, el señor Calitri se sienta sobre el borde de su mesa sobre la tarima. Saca de su cartera nuestras redacciones y dice a la clase:

—No es una mala colección de redacciones; algunos se pasan un poco de sentimentales. Pero hay una que me gustaría leerles si a su autor no le importa: «La cama».

Mira hacia mí y sube las cejas como preguntándome «¿Le importa?». Yo no sé qué decir, aunque me gustaría decirle: «No, no, le ruego que no diga a todo el mundo de dónde vengo», pero ya tengo la cara acalorada y lo único que puedo hacer es encogerme de hombros como si no me importara.

Lee «La cama». Yo siento que toda la clase me está mirando, y estoy avergonzado. Me alegro de que no esté en esta clase Mike Small. No volvería a mirarme. En la clase hay chicas, y seguramente están pensando que deben apartarse de mí. Me dan ganas de decirles que es un cuento inventado, pero el señor Calitri está allí arriba comentándolo, diciendo a la clase por qué le ha puesto un sobresaliente, que mi estilo es directo, mi temática rica. Se ríe al decir «rica».

—Ya me entienden —afirma. Me dice que debo seguir explorando mi rico pasado, y vuelve a sonreír. No sé de qué habla. Lamento haber escrito acerca de esa cama, y me temo que todos sientan lástima de mí y que me traten como a un acogido a la caridad. La próxima vez que tenga que ir a clase de Redacción Inglesa situaré a mi familia en una casa cómoda de las afueras y haré a mi padre cartero con pensión.

Al final de la clase los alumnos me saludan con la cabeza y me sonríen, y yo me pregunto si ya me tienen lástima.

Mike Small venía de otro mundo, ella y su jugador de fútbol americano. Puede que procedieran de partes distintas de América, pero eran adolescentes y era lo mismo en todas partes. Quedaban para salir el sábado por la noche, el chico tenía que recoger a la chica en casa de ella y, naturalmente, ella no estaba nunca esperándolo en la puerta porque con eso daría a entender que tenía demasiado interés, y correría la voz y se quedaría sola todos los sábados por la noche durante el resto de su vida. El chico tenía que esperar en el cuarto de estar con un papá silencioso que siempre lo miraba con desaprobación desde detrás de su periódico, sabiendo lo que hacía él cuando salía con chicas en los viejos tiempos y preguntándose qué iban a hacer con su hijita. La madre se preocupaba y preguntaba qué película iban a ver y a qué hora volverían a casa, porque su hija era una buena muchacha que tenía que dormir bien por la noche para conservar esos colores en la tez y llevarlos a la iglesia el día siguiente por la mañana. En el cine se cogían de la mano y, si el chico tenía suerte, podía llevarse un beso y tocarle el pecho por casualidad. Si sucedía esto, ella le echaba una mirada cortante que quería decir que el cuerpo se reservaba para la luna de miel. Después de la película tomaban hamburguesas y batidos en el bar de refrescos con todos los demás chicos del instituto, los chicos de flequillo y las chicas con falda y calcetines cortos. Cantaban las canciones de la máquina de discos y las chicas daban chillidos por Frankie. Si a la chica le gustaba el chico, podía dejarle que le diese un beso largo ante la puerta de ella, quizás que le metiese la lengua en la boca un instante, pero si él intentaba dejar la lengua allí metida ella se apartaba y le daba las buenas noches, le decía que lo había pasado bien, muchas gracias, y aquello era otro recordatorio de que el cuerpo se reservaba para la luna de miel.

Algunas chicas te dejaban tocar y palpar y besar pero no te dejaban llegar hasta el final, y a esas las llamaban las del noventa por ciento. Las del noventa por ciento tenían algunas posibilidades, pero las chicas que llegaban hasta el final tenían tan mala reputación que nadie del pueblo se quería casar con ellas, y aquéllas eran las que un día hacían el equipaje y se marchaban a Nueva York, donde todo el mundo hace de todo.

Esto es lo que vi en las películas o lo que oí contar en el ejército a los soldados que procedían de todas las regiones del país. Si tenías coche y la chica decía que sí, que quería ir contigo a un autocine, tú sabías que ella esperaba algo más que comer palomitas y mirar lo que pasaba en la pantalla. No tenía sentido conformarse con un beso. Eso ya te lo podías llevar en un cine normal. El autocine era donde metías la lengua en la boca y ponías la mano en el pecho, y si ella te dejaba llegar hasta el pezón, hombre, era tuya. El pezón era como una llave que abría las piernas, y si no estabas con otra pareja pasabais al asiento de atrás, y ¿a quién le importaba la maldita película?

Los soldados decían que había noches divertidas en que tú te lo montabas bien, pero tu amigo tenía problemas en el asiento de atrás con su chica, que estaba sentada muy formal viendo la película, o podía ser al revés, que tu camarada se lo estuviera montando y tú estabas tan frustrado que tenías ganas de reventar dentro de tus pantalones. A veces, tu camarada podía haber terminado con su chica y ella seguía dispuesta a hacérselo contigo, y eso es la gloria, hombre, porque no sólo echas un polvo sino que la que te rechazó se queda allí sentada con cara de palo haciendo como que está mirando la película, pero en realidad os está escuchando a vosotros ahí atrás, y a veces no aguanta más y se te echa encima y tú te encuentras en el asiento de atrás entre dos tías. Caray.

Los hombres decían en el ejército que más tarde no tendrías respeto a la chica que te dejaba llegar hasta el final, y que sólo respetarías un poco a la del noventa por ciento. Naturalmente, respetarías completamente a la chica que decía que no y que se quedaba sentada viendo la película. Aquélla era la chica que era pura, que no era mercancía estropeada, y era la chica que querrías que fuera la madre de tus hijos. Si te casabas con una chica que había andado con otros, ¿cómo sabrías que tú eras el padre verdadero de tus hijos?

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