Vamos al restaurante Wright de la calle Ochenta y Seis y Peter pregunta si nos darían dos cenas a cambio de media canal de vacuno. No, no pueden. Lo prohíben los reglamentos de Sanidad. Él corre hasta el centro de la calle, deja la carne en la línea central, vuelve corriendo y se ríe al ver cómo hacen eses los coches para evitar la carne, se ríe todavía más cuando suenan sirenas y dan la vuelta a la esquina un coche de policía y una ambulancia con las sirenas puestas y se detienen con las luces lanzando destellos y los hombres hacen corro alrededor de la carne rascándose las cabezas y después riéndose hasta que se marchan con la carne en la parte trasera del coche de policía.
Ahora parece que está sereno y pedimos huevos con panceta en el Wright.
—Es viernes, pero me importa una mierda —dice Peter—. Es la última vez que voy a arrastrar carne por las calles y por el metro de Nueva York. En todo caso, estoy cansado de ser irlandés. Me gustaría despertarme una mañana y descubrir que no soy nada, o un protestante americano de alguna especie. Así que haz el favor de pagarme los huevos porque yo tengo que ahorrar mi dinero para irme a Vermont y no ser nada.
Y sale por la puerta.
Un día de poco trabajo en la Refrigeradora Mercante nos dicen que podemos marcharnos a nuestras casas. En vez de coger el tren de Queens subo por la calle Hudson y entro en un bar llamado el Caballo Blanco. Aunque tengo casi veintitrés años me hacen demostrar que tengo los dieciocho para darme una cerveza y un bocadillo de salchicha
knockwurst
. El bar está tranquilo, a pesar de que he leído en el periódico que es un sitio favorito de los poetas, sobre todo del hombre salvaje, Dylan Thomas. Los que están sentados en las mesas de las ventanas parecen poetas y artistas, y seguramente se estarán preguntando por qué estoy sentado en la barra con unos pantalones manchados de sangre de vacuno. A mí me gustaría poder sentarme allí junto a las ventanas con una chica de pelo largo y contarle que he leído a Dostoievski y que me echaron del hospital de Munich por culpa de Herman Melville.
No tengo nada más que hacer que quedarme sentado en la barra atormentándome con preguntas. ¿Qué hago aquí con este
knockwurst
y esta cerveza? ¿Qué hago en el mundo, al fin y al cabo? ¿Voy a pasarme el resto de mi vida acarreando canales de vacuno del camión al congelador, y viceversa? ¿Voy a terminar mis días en un apartamento pequeño de Queens mientras Emer es feliz criando a una familia en un barrio residencial completamente protegida por los seguros? ¿Voy a pasarme toda la vida viajando en el metro y envidiando a la gente que lleva libros de las universidades?
No debería estar comiendo
knockwurst
en un momento como éste. No debería estar bebiendo cerveza cuando no tengo una sola respuesta en la cabeza. No debería estar en un bar con los poetas y los artistas que están allí sentados con sus conversaciones serias en voz baja. Estoy cansado del
knockwurst
y del
liverwurst
y de la sensación de la carne helada sobre mis hombros todos los días.
Aparto de mí el
knockwurst
y me dejo media jarra de cerveza y salgo por la puerta, cruzo la calle Hudson, sigo la calle Bleecker, sin saber dónde voy pero sabiendo que tengo que seguir andando hasta que sepa dónde voy, y me encuentro en la plaza Washington y allí está la Universidad de Nueva York, y yo sé que allí es donde tengo que ir con el programa para militares veteranos, con bachillerato o sin él. Un estudiante me indica la oficina de matrículas y la mujer me entrega una solicitud. Me dice que no la he cumplimentado debidamente, que tienen que saber los datos de mi título de bachillerato, cuándo y dónde lo recibí.
—No lo he estudiado.
—¿No ha estudiado el bachillerato?
—No, pero tengo derecho a acogerme al programa para militares veteranos y llevo leyendo libros toda la vida.
—Ay, vaya, pero nosotros exigimos el bachillerato o título equivalente.
—Pero yo he leído libros. He leído a Dostoievski y he leído
Pierre o las ambigüedades
. No es tan bueno como
Moby Dick
, pero lo leí en un hospital de Munich.
—¿Ha leído
Moby Dick
, de verdad?
—Sí, y me echaron del hospital de Munich por
Pierre o las ambigüedades
.
Me doy cuenta de que no me entiende. Entra en otra oficina con mi solicitud y sale acompañada de la decana de matrículas, una mujer de rostro amable. La decana me dice que mi caso es poco corriente y me pregunta por los estudios que cursé en Irlanda. Según su experiencia, los estudiantes europeos están mejor preparados para los estudios en la universidad, y me permitirá matricularme en la Universidad de Nueva York si soy capaz de mantener una media de notable durante un año. Me pregunta a qué trabajo me dedico, y cuando le cuento lo de la carne ella dice:
—Vaya, vaya, cada día se aprende algo nuevo.
Como no tengo el bachillerato y trabajo a jornada completa me permiten matricularme en sólo dos asignaturas, Introducción a la Literatura e Historia de la Educación en América. No sé por qué tienen que introducirme en la Literatura, pero la mujer de la oficina de matrículas dice que es una asignatura obligatoria, aunque haya leído a Dostoievski y a Melville, lo cual es admirable en una persona que no ha cursado el bachillerato. Dice que la asignatura de Historia de la Educación me aportará la amplia base cultural que necesito después de la educación inadecuada que recibí en Europa.
Estoy en la gloria, y lo primero que hago es comprarme los libros de texto necesarios, cubrirlos con los forros morados y blancos de la Universidad de Nueva York para que la gente que va en el metro me mire con admiración.
Lo único que sé de las clases en la universidad es lo que vi hace mucho tiempo en las películas en Limerick, y ahora estoy sentado en una de ellas, la clase de Historia de la Educación en América, con la profesora Maxine Green hablándonos desde la tarima de cómo educaban los Padres Peregrinos a sus hijos. Estoy rodeado de estudiantes que garabatean apuntes en sus cuadernos y a mí me gustaría saber qué debo garabatear. ¿Cómo voy a saber lo que tiene importancia entre todo lo que dice ella desde allí arriba? ¿Es que debo recordarlo todo? Algunos estudiantes levantan la mano para hacer preguntas, pero yo jamás sería capaz de hacerlo. Toda la clase me miraría fijamente y se preguntaría quién es ese del acento. Podría intentar hablar con acento americano, pero nunca da resultado. Cuando lo intento, la gente siempre sonríe y dice: «¿Es un deje irlandés eso que noto?»
La profesora dice que los Padres Peregrinos salieron de Inglaterra huyendo de la persecución religiosa, y eso me desconcierta porque los Padres Peregrinos también eran ingleses y los ingleses eran los que siempre perseguían a todos, sobre todo a los irlandeses. Me gustaría levantar la mano y decir a la profesora que los irlandeses sufrieron durante siglos bajo el dominio inglés, pero estoy seguro de que todos los alumnos de esta clase tienen el bachillerato y si abro la boca sabrán que yo no soy uno de ellos.
Los demás estudiantes levantan la mano con tranquilidad y siempre dicen: «Bueno, yo creo que...»
Algún día yo levantaré la mano y diré «Bueno, yo creo que...», pero no sé qué creer de los Padres Peregrinos y de su educación. Después, la profesora nos dice que las ideas no caen del cielo ya formadas, que los Padres Peregrinos eran, en último extremo, hijos de la Reforma con su correspondiente visión del mundo, y sus actitudes para con sus hijos estaban afectadas por esa influencia.
Se garabatean más apuntes en los cuadernos en todo el aula, las mujeres se afanan más que los hombres. Las mujeres garabatean como si cada palabra que sale por la boca de la profesora Green tuviera importancia.
Entonces me pregunto por qué tengo este grueso libro de texto sobre la Educación Americana que llevo en el metro para que la gente me admire por ser estudiante universitario. Sé que habrá exámenes, uno de medio curso y otro final, pero ¿de dónde saldrán las preguntas? Si la profesora no hace más que hablar y el libro de texto tiene setecientas páginas, yo me perderé con toda seguridad.
En la clase hay chicas guapas y a mí me gustaría preguntar a una si sabe qué debo saber antes del examen de medio curso, dentro de siete semanas. Me gustaría ir a la cafetería de la universidad o a un café del Greenwich Village y charlar con la chica acerca de los Padres Peregrinos y de sus costumbres puritanas y de cómo tenían muertos de miedo a sus hijos. Podría contar a la chica que he leído a Dostoievski y a Melville, y ella se quedaría impresionada y se enamoraría de mí y estudiaríamos juntos la Historia de la Educación en América. Ella prepararía espaguetis y nos meteríamos en la cama para hacer la excitación, y después nos quedaríamos sentados en la cama leyendo el grueso libro de texto y preguntándonos por qué las gentes de la antigua Nueva Inglaterra se hacía la vida tan desgraciada.
Los hombres de la clase miran a las mujeres que garabatean apuntes y se nota que no están prestando la menor atención a la profesora. Se nota que están decidiendo con qué chicas hablarán más tarde, y cuando termina esta primera clase se acercan a las guapas. Sonríen tranquilamente con sus buenas dentaduras blancas y están acostumbrados a charlar porque es lo que hacían en el instituto, donde los chicos y las chicas se sientan juntos. Una chica guapa siempre tiene a alguien que la espere fuera, en el pasillo, y el hombre de la clase que se puso a charlar con ella pierde la sonrisa.
El profesor de la clase de los sábados por la mañana es el señor Herbert. Parece que a las chicas de la clase les gusta, y deben de conocerlo de otras asignaturas porque le preguntan por su luna de miel. Él sonríe y hace sonar la calderilla en el bolsillo de sus pantalones y nos habla de su luna de miel y yo me pregunto qué tiene que ver esto con la Introducción a la Literatura. Después nos pide que escribamos una redacción de doscientas palabras sobre un escritor al que nos gustaría haber conocido y por qué. Mi escritor es Jonathan Swift, y yo escribo que me gustaría conocerle por
Los viajes de Gulliver
. Sería estupendo tomarse una taza de té o una pinta con un hombre de tal imaginación.
El señor Herbert se queda de pie en su tarima, repasa las redacciones y dice:
—Hum, Frank McCourt. ¿Dónde está Frank McCourt?
Yo levanto la mano y siento que se me pone roja la cara.
—Ah —dice el señor Herbert—. ¿Le gusta Jonathan Swift?
—Sí, me gusta.
—Por su imaginación, ¿eh?
—Sí.
Ha dejado de sonreír y su voz no parece amistosa y yo me siento incómodo con el modo en que me mira toda la clase.
—Sabe que Swift era satírico, ¿verdad? —dice.
Yo no tengo ni idea de qué me habla. Tengo que mentir y digo que sí.
—Sabe que fue, quizás, el mayor satírico de toda la literatura inglesa —dice él.
—Yo creía que era irlandés.
El señor Herbert mira a la clase y sonríe.
—¿Quiere decir con eso, señor McCourt, que si yo soy de las Islas Vírgenes soy virgen?
Hay risas por todo el aula y yo siento que me arde la cara. Sé que se están riendo de mí por el modo en que el señor Herbert ha jugado conmigo y me ha puesto en mi lugar. Ahora dice a la clase que mi redacción es un ejemplo perfecto del planteamiento simplista de la literatura, que si bien se puede disfrutar de
Los viajes de Gulliver
como de un cuento para niños, su importancia en la literatura inglesa, no en la irlandesa, damas y caballeros, se debe a su brillantez satírica.
—Cuando leemos grandes obras de la literatura en la universidad, nos esforzamos por estar por encima de lo superficial y de lo infantil —dice, y me mira a mí al decirlo.
Termina la clase, y las chicas se reúnen alrededor del señor Herbert para sonreírle y para decirle cuánto les ha gustado el relato de su luna de miel, y yo estoy tan avergonzado, que bajo seis pisos a pie para no tener que ir en el ascensor con estudiantes que pueden despreciarme por gustarme
Los viajes de Gulliver
por un motivo incorrecto, o incluso con estudiantes que pueden tenerme lástima. Meto mis libros en una bolsa porque ya no me importa que la gente del metro me mire con admiración. No soy capaz de conservar a una chica, no soy capaz de conservar un trabajo de oficina, hago el ridículo en mi primera clase de literatura, y me pregunto para qué me he ido de Limerick. Si me hubiera quedado allí y me hubiera examinado, ahora sería cartero, me pasearía de calle en calle, entregando cartas, charlando con las mujeres, yendo a casa a merendar sin la menor preocupación del mundo. Podría haber leído a Jonathan Swift a gusto sin que me importara un pedo de violinista si era un satírico o un
seanachie
[2]
.
Tom está en el apartamento cantando, preparando un estofado irlandés, charlando con la mujer del casero, el griego de la tintorería de abajo. La mujer del casero es una rubia delgada y yo me doy cuenta de que no quiere que yo esté delante. Voy a la biblioteca atravesando Woodside a pie para tomar prestado un libro que hojeé la última vez que estuve allí,
Llamo a la puerta
, de Sean O'Casey. Es un libro que cuenta lo que es criarse en la pobreza en Dublin y yo no sabía que se podía escribir de cosas así. Charles Dickens bien podía escribir de la gente pobre de Londres, pero al final de sus libros los personajes siempre descubren que eran los hijos perdidos del duque de Somerset y todos viven felices para siempre.
En Sean O'Casey nadie vive feliz para siempre. Tiene los ojos peor que yo, tan mal que apenas puede ir a la escuela. Aun así consigue leer, aprende a escribir él solo, aprende irlandés él solo, escribe obras de teatro para el teatro Abbey, conoce a Lady Gregory y al poeta Yeats, pero tiene que marcharse de Irlanda cuando todos se ponen en contra suya. Él no se quedaría sentado jamás en una clase consintiendo que alguien se burlara de él por Jonathan Swift. Él se defendería y después se marcharía, aunque se chocara con la pared por sus ojos enfermos. Es el primer escritor irlandés que yo haya leído que habla de los harapos, la suciedad, el hambre, los niños pequeños que se mueren. Los demás escritores hablan de las granjas, de las hadas y de la niebla que hay en los tremedales, y es un alivio descubrir a uno que tiene los ojos enfermos y una madre que sufre.
Lo que estoy descubriendo ahora es que una cosa conduce a otra. Cuando Sean O'Casey habla de Lady Gregory o de Yeats yo tengo que consultar esos nombres en la Enciclopedia Británica, y eso me tiene ocupado hasta que la bibliotecaria empieza a apagar y encender la luz. No sé cómo puedo haber llegado a los diecinueve años en Limerick sin saber todo lo que había pasado en Dublin antes de mi época. Tengo que consultar la Enciclopedia Británica para enterarme de lo famosos que eran los escritores irlandeses, Yeats, Lady Gregory, AE
[3]
, y John Millington Synge, quien escribió unas obras de teatro en las que la gente habla de una manera que yo no había oído nunca en Limerick ni en ninguna otra parte.