—Eres un buen hombre, Sean.
—
Arrah
, Jesús, para estar como estamos, bien podemos estar borrachos.
—Dios del cielo, no veo la hora de volver a Cavan para tomarme una pinta como es debido.
—¿Crees que volverás alguna vez, Kevin?
—Volveré cuando pongan un puente.
Se ríen, y suena en la máquina de discos Mickey Carton, que le da al acordeón mientras la voz de Ruthie Morrissey flota sobre todo el ruido de la noche, «Es mi viejo hogar irlandés, muy lejos, al otro lado de las olas», y yo estoy tentado de entrar, sentarme en un taburete y decir al camarero: «Ponme aquí una gota de la criatura, Brian, o que sean dos, porque ningún pájaro vuela con un ala, eres un buen chico.» Y ¿acaso no sería eso mejor que quedarme sentado en los escalones de la casa de la señora Austin o que besar las paredes del cine de la calle Sesenta y Ocho, y acaso no estaría entre mi gente, acaso no estaría entre mi gente?
Mi gente. Los irlandeses.
Yo podría beber a la irlandesa, comer a la irlandesa, bailar a la irlandesa, leer a la irlandesa. Mi madre solía advertirnos: «Casaos con vuestra gente», y ahora los veteranos me dicen: «Trátate con tu gente.» Si les hubiera hecho caso, no me habría rechazado una episcopaliana de Rhode Island que me dijo una vez: «¿A qué te dedicarías si no fueras irlandés?» Y cuando me dijo eso me dieron ganas de largarme, si no fuera porque estábamos a la mitad de la cena que había preparado ella, pollo relleno con un cuenco de patatas nuevas rosadas revueltas con mantequilla salada y perejil, y una botella de Burdeos que me producía tales escalofríos de placer que yo podría haber tolerado cualquier número de punzadas que me asestara a mí y a los irlandeses en general.
Me gustaría ser irlandés cuando llega el momento de una canción o de una poesía. Me gustaría ser americano cuando imparto clases. Me gustaría ser irlando-americano o americano-irlandés, aunque sé que no puedo ser dos cosas, por mucho que Scott Fitzgerald dijese que la prueba de la inteligencia es la capacidad de albergar pensamientos opuestos al mismo tiempo.
No sé qué me gustaría ser, y ¿qué importancia tiene, cuando Alberta está allá en Brooklyn con su hombre nuevo?
Entonces atisbo mi cara triste en un escaparate y me río cuando recuerdo cómo la habría llamado mi madre, la jeta lúgubre.
Al llegar a la calle Cincuenta y Siete camino hacia la Quinta Avenida para probar el sabor de América y de su riqueza, el mundo de la gente que se sienta en el Palm Court del hotel Biltmore, de la gente que no tiene que ir por la vida con apelativos étnicos con guiones. Si las despertases en plena noche y les preguntases qué son, te contestarían: «Un hombre cansado.»
Dirijo la jeta lúgubre hacia el sur al llegar a la Quinta Avenida, y allí está el sueño que tuve tantos años en Irlanda, la avenida casi desierta a esta hora de la mañana, sólo están los autobuses de dos pisos, uno que va hacia el norte, otro que va hacia el sur, las joyerías, las librerías, las boutiques con maniquíes con la ropa de Pascua, conejos y huevos por todas partes en los escaparates y ningún rastro de Jesús resucitado, y muy a lo lejos, en la misma avenida, el edificio Empire State, y yo tengo salud, ¿no?, aunque estoy un poco mal de los ojos y de los dientes, tengo un título universitario y un trabajo de profesor, y acaso no es éste el país en el que todo es posible, en el que puedes conseguir todo lo que quieras con tal de que dejes de protestar y muevas el culo, porque la vida, amigo mío, no la dan de balde.
Me bastaría con que Alberta entrara en razón y volviera conmigo.
La Quinta Avenida me hace ver lo ignorante que soy. Los maniquíes de los escaparates llevan sus atuendos de Pascua, y si uno de ellos cobrara vida y me preguntase qué tejido llevaba puesto, yo no tendría la menor idea. Si llevaran ropa de lona la reconocería en seguida por los sacos de carbón que yo repartía en Limerick y con los que me cubría cuando estaban vacíos y hacía un tiempo pésimo. Quizás fuera capaz de reconocer el
tweed
por los abrigos que llevaba la gente en invierno y en verano, aunque tendría que reconocer al maniquí que no conozco la diferencia entre la seda y el algodón. No sería capaz jamás de señalar un vestido y decir: «Eso es satén, o lana», y estaría completamente perdido si me desafiasen a que reconociera el damasco o la crinolina. Sé que a los novelistas les gusta dar a entender lo ricos que son sus personajes haciendo hincapié en que tienen cortinas de damasco, aunque yo no sé si alguien se pone tal tejido, a no ser que los personajes pasen por momentos difíciles y apliquen las tijeras al damasco. Sé que es difícil coger una novela que transcurra en el Sur en la que no salga una familia blanca, dueña de una plantación, que reposa en la veranda bebiendo bourbon o gaseosa, escuchando a los morenos que cantan
Mécete, dulce carro
mientras las mujeres de la veranda se abanican porque hace un calor de crinolina.
Allí en el Greenwich Village compro las camisas y los calcetines en unas tiendas que se llaman haberdasheries, y yo no sé de qué tejido están hechos, a pesar de que algunas personas me dicen que en estos tiempos tienes que tener cuidado con lo que te pones en el cuerpo, que puedes tener alergias y puede salirte una erupción. Yo nunca me preocupaba de esas cosas en Limerick, pero aquí acecha el peligro hasta cuando vas a comprar calcetines y camisas.
Hay cosas en los escaparates que tienen nombres que yo no conozco, y no sé cómo he podido vivir tanto tiempo en tal estado de ignorancia. A lo largo de la avenida hay floristerías, y lo único que hay en esos escaparates a lo que yo puedo dar un nombre son los geranios. A las personas respetables de Limerick les volvían locos los geranios, y cuando yo entregaba telegramas solía encontrarme notas en la puerta principal, «Por favor, corra la ventana y deje los mensajes bajo el tiesto de geranios». Resulta extraño encontrarme delante de una floristería de la Quinta Avenida recordando cómo el repartir telegramas me sirvió para convertirme en experto en geranios, y ahora ni siquiera me gustan. Nunca me emocionaron como las demás flores que había en los jardines de la gente, con tanto color y fragancia y con la tristeza de su muerte en otoño. Los geranios no tienen fragancia, viven para siempre y su sabor da náuseas, aunque estoy seguro de que allí en Park Avenue hay personas que me llevarían aparte y se pasarían una hora convenciéndome de las glorias del geranio, y supongo que tendría que estar de acuerdo con ellas porque vaya donde vaya la gente sabe más que yo de todo, y no es probable que uno sea rico y que viva en Park Avenue si no tiene un conocimiento profundo de los geranios y de las cosas que se cultivan en general.
A lo largo de toda la avenida hay tiendas de alimentos para gourmets, y si yo entro alguna vez en un sitio así tendré que ir acompañado de alguien que se haya criado como persona respetable y que distinga el pâté de foie gras del puré de patatas. Todas estas tiendas están obsesionadas por el francés, y yo no sé en qué piensan. ¿Por qué no podrán decir papas en vez de pommes? ¿O es que se paga más por algo cuando está rotulado en francés?
No tiene sentido mirar los escaparates de las tiendas de muebles antiguos. Nunca te indican el precio de nada si no se lo preguntas, y nunca pondrían un letrero en una silla para decirte lo que es o de dónde ha salido. En todo caso, la mayoría de las sillas no te dan ganas de sentarte en ellas. Son tan rectas y tan rígidas que te darían tal dolor de espalda que acabarías en el hospital. También hay unas mesitas de patas curvadas tan delicadas que se hundirían con el peso de una pinta y se estropearía una alfombra preciosa de Persia o de cualquier otra parte donde la gente suda para dar gusto a los americanos ricos. Hay también espejos delicados, y te preguntas qué se siente al verse uno la cara por la mañana en un marco repleto de amorcillos y de doncellas que retozan, y ¿dónde miraría uno entre tanta confusión? ¿Me miraría yo la sustancia que me supura de los ojos, o me quedaría encantado con una doncella que sucumbe a la flecha de un amorcillo?
Cuando brilla tenuemente la aurora muy lejos, en el Greenwich Village, la Quinta Avenida está casi desierta, sólo está la gente que se dirige a la catedral de San Patricio para salvar su alma, la mayoría viejas que al parecer tienen más miedo que los viejos que murmuran a su lado, o puede ser que las viejas vivan más tiempo y que haya más. Cuando el cura administra la comunión, los bancos se quedan vacíos y yo envidio a las personas que vuelven por los pasillos con las hostias en la boca y el aire de santidad que te hace ver que están en gracia de Dios. Ahora pueden volverse a sus casas y tomarse el gran desayuno, y si se caen muertos mientras comen salchichas y huevos van derechos al cielo. A mí me gustaría hacer las paces con Dios, pero mis pecados son tan terribles que cualquier cura me echaría del confesonario, y vuelvo a comprender que mi única esperanza de salvación es que tenga un accidente y aguante vivo unos minutos para poder hacer un acto de contrición perfecto que me abra las puertas del cielo.
A pesar de todo, es un consuelo estar sentado en la catedral entre la quietud de una misa del alba, sobre todo siendo capaz de mirar a mi alrededor y de nombrar lo que veo, los bancos, el Via Crucis, el púlpito, el sagrario que tiene dentro la custodia donde está la Eucaristía, el cáliz, el copón, las vinajeras con vino y agua a la derecha del altar, la patena. No sé nada de joyas ni de las flores de la tienda pero soy capaz de recitar las vestiduras sacerdotales, el amito, el alba, el cíngulo, el manípulo, la estola, la casulla, y sé que el sacerdote que está ahí arriba con la casulla morada de la cuaresma se la pondrá blanca el domingo de Pascua, cuando Cristo ha resucitado y los americanos dan a sus hijos conejos de chocolate y huevos amarillos.
Después de todas las mañanas de domingo de Limerick puedo pasar con tanta facilidad como un monaguillo desde el Introito de la misa hasta el Ite missa est, podéis ir en paz, la señal que indica a los hombres de Irlanda con sed que se pueden levantar de sus rodillas e ir en bandada a las tabernas para tomarse la pinta del domingo que les cura los infortunios de la noche anterior.
Puedo nombrar las partes de la misa y las vestiduras sacerdotales y las partes del fusil, como Henry Reed en su poesía, pero ¿de qué me sirve todo esto si subo en el mundo y me siento en una silla rígida ante una mesa donde sirven comida de lujo y yo no distingo el cordero del pato?
Es pleno día en la Quinta Avenida y sólo estoy yo sentado en la escalinata que está entre los dos grandes leones de la biblioteca pública de la calle Cuarenta y Dos, donde me mandó hace casi diez años Tim Costello a leer
Las vidas de los poetas ingleses
. Hay pajaritos de diferentes tamaños y colores que revolotean de árbol en árbol diciéndome que la primavera no tardará en llegar, y yo tampoco conozco sus nombres. Sé distinguir una paloma de un gorrión, y no conozco más, aparte de las gaviotas.
Si mis alumnos del Instituto McKee pudieran asomarse a mi cabeza se preguntarían cómo tan siquiera me hice profesor. Ya saben que no fui al instituto, y dirían: «Es el colmo. He aquí un profesor que nos da lecciones de vocabulario ahí subido y ni siquiera sabe cómo se llaman los pájaros que están en los árboles.»
La biblioteca abrirá dentro de pocas horas y yo podría sentarme en la Sala de Lectura Principal donde están los libros grandes de imágenes que me dicen los nombres de las cosas, pero todavía es muy temprano y hay mucho camino hasta Downing Street, Bill Galetly con las piernas cruzadas y bizqueándose a sí mismo en el espejo, Platón y el Evangelio de San Juan.
Está echado de espaldas en el suelo, desnudo y roncando, con una vela que se consume junto a su cabeza, con cáscaras de plátano por todas partes. En el apartamento hace frío, pero cuando le echo encima una manta se incorpora y la aparta.
—Siento lo de los plátanos, Frank, pero es que esta mañana he hecho una fiestecita para celebrar una cosa. Un gran avance. Aquí está.
Señala un pasaje de San Juan.
—Léelo —me dice—. Adelante, léelo.
Y yo leo: «El espíritu es el que da vida, la carne nada aprovecha: las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida».
Bill me mira fijamente.
—¿Y bien?
—¿Qué?
—¿Lo entiendes? ¿Te enteras?
—No lo sé. Tendría que leerlo varias veces y son casi las nueve de la mañana. He pasado toda la noche en pie.
—Yo he ayunado tres días para llegar a penetrar en eso. Hay que penetrar en las cosas. Es como el sexo. Pero no he terminado. Estoy buscando el mundo paralelo de Platón. Supongo que tendré que irme a México.
—¿Por qué a México?
—Allí hay una mierda estupenda.
—¿Mierda?
—Ya sabes. Diversas sustancias químicas para ayudar al buscador espiritual.
—Ah, sí. Yo me voy a la cama un rato.
—Me gustaría poder ofrecerte un plátano, pero he hecho la fiestecita.
Me paso unas horas durmiendo en esta mañana de domingo, y cuando me despierto se ha marchado sin dejar tras de sí nada más que cáscaras de plátano.
Alberta ha vuelto. Me llama y me pide que me reúna con ella en el bar de Rocky en recuerdo de los viejos tiempos. Lleva un abrigo ligero de primavera con la bufanda de color lavanda que llevaba cuando me dijo buenas noches en vez de adiós, y este encuentro debía de ser lo que ella tenía en la cabeza desde el principio.
Todos los hombres del Rocky la miran, y sus mujeres les echan miradas furiosas para que dejen de mirar a otra y vuelvan a mirarlas a ellas.
Se quita el abrigo y se sienta con la bufanda de color lavanda en los hombros, y el corazón me palpita con tanta fuerza que apenas soy capaz de hablar. Pide un martini sin hielo y con un poco de limón y yo pido una cerveza. Me dice que había sido un error marcharse con otro, pero que aquel hombre era maduro y estaba dispuesto a sentar cabeza y yo me comportaba siempre como un soltero en el tugurio del Village. Había comprendido en seguida que a quien quería era a mí y que a pesar de que teníamos nuestras diferencias, podíamos arreglarlas, sobre todo si sentábamos cabeza y nos casábamos.
Cuando habla del matrimonio siento un dolor agudo distinto en el pecho, por miedo a no hacer nunca esa vida de libertad que veo por todas partes en Nueva York, la vida que hacían en París, donde todos bebían vino en los cafés, escribían novelas, se acostaban con las mujeres de otros hombres y con mujeres americanas hermosas y ricas deseosas de pasión.