Lo es (47 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Lo es
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Mi madre mira más allá de mí, hasta la calle que está detrás.

—¿Dónde está Malachy?

—No lo sé. Seguramente llegará en seguida.

Me dice que tengo buen aspecto, que no me ha venido nada mal coger un poco de peso, aunque tengo que hacer algo por los ojos, con lo rojos que los tengo. Esto me irrita, porque sé que con sólo que piense en mis ojos o que alguien los nombre siento que se me enrojecen, y, naturalmente, ella se da cuenta.

—Lo ves —me dice—. Eres un poco mayor para tener mal los ojos.

Me dan ganas de decirle con voz cortante que tengo veintinueve años y que no sé cuál es la edad adecuada para no tener mal los ojos, y preguntarle si es de esto de lo que quiere hablar en cuanto llega a Nueva York, pero entonces llega Malachy en un taxi con su esposa, Linda. Más sonrisas y más abrazos. Malachy retiene el taxi mientras nosotros sacamos las maletas.

—¿Las metemos en el maletero? —dice Alphie.

—Ah, no, las metemos en la cajuela —dice Linda con una sonrisa.

—¿En la cajuela? No hemos traído ninguna cajuela.

—No, no —dice ella—, metemos vuestras maletas en la cajuela del taxi.

—¿Es que el taxi no tiene maletero?

—No, eso es la cajuela.

Alphie se rasca la cabeza y vuelve a sonreír, es un joven que comprende su primera lección de inglés americano.

En el taxi, mamá dice:

—Dios del cielo, hay que ver todos esos automóviles. Las calles están atestadas.

Yo le digo que ahora no están tan mal, que una hora antes estábamos en plena hora punta y que el tráfico estaba todavía peor. Ella me dice que no comprende cómo podría ser peor. Yo le digo que siempre es peor más temprano y ella me dice:

—No sé cómo puede ser peor que esto, con lo despacio que van los automóviles ahora mismo.

Yo intento tener paciencia y digo despacio:

—Te digo, mamá, que así es el tráfico de Nueva York. Yo vivo aquí.

—Ah, no tiene importancia —dice Malachy—. Es una mañana preciosa.

—Yo también he vivido aquí, por si se te ha olvidado —dice ella.

—Sí que has vivido aquí —le digo—. Hace veinticinco años, y vivías en Brooklyn, no en Manhattan.

—Bueno, no deja de ser Nueva York.

No ceja y yo tampoco, aunque observo la mezquindad de los dos y me pregunto por qué estoy discutiendo en vez de celebrar la llegada de mi madre y de mi hermano pequeño a la ciudad con la que todos hemos soñado durante todas nuestras vidas. ¿Por qué se mete con mis ojos, y por qué tengo yo que contradecirla sobre el tráfico?

Linda intenta suavizar el momento.

—Bueno, tal como dice Malachy, es un día muy bonito.

Mamá asiente levemente con la cabeza a regañadientes.

—Lo es.

—Y ¿qué tiempo hacía cuando salisteis de Irlanda, mamá?

Una palabra a regañadientes.

—Llovía.

—Ay, en Irlanda siempre está lloviendo, ¿verdad, mamá?

—No, no es así —dice, y cruza los brazos y se queda mirando fijamente al frente, al tráfico que era mucho más denso hace una hora.

En el apartamento, Linda prepara el desayuno mientras mamá juega con la nueva niña, Siobhan, sobre sus rodillas y le canturrea como nos canturreó a los siete.

—Mamá, ¿prefieres té o café? —le pregunta Linda.

—Té, por favor.

Cuando está preparado el desayuno, mamá deja a la niña, viene a la mesa y pregunta qué es esa cosa que flota en su taza. Linda le dice que es una bolsita de té y mamá levanta la nariz al aire con desprecio.

—Ah, yo no me bebo eso. Desde luego, eso no es té como es debido.

A Malachy se le pone tenso el rostro y le dice con los dientes apretados:

—Este es el té que tenemos. Así lo preparamos. No tenemos una libra de té Lyons y una tetera para ti.

—Bueno, pues entonces no tomaré nada. Me comeré mi huevo, nada más. No sé qué país es éste en que no te puedes tomar una taza de té como es debido.

Malachy está a punto de decir algo pero la niña llora y va a sacarla de su cuna mientras Linda revolotea prestando atención a mamá, sonriendo, intentando agradarla.

—Podríamos comprar una tetera, mamá, y podríamos comprar té suelto, ¿verdad, Malachy?

Pero él está desfilando por el cuarto de estar con la niña que solloza en su hombro y se advierte que en la cuestión de las bolsitas de té no se va a rendir, por lo menos esta mañana. Como cualquier persona que se haya tomado alguna vez una taza de té como es debido en Irlanda, desprecia las bolsitas de té, pero tiene una esposa americana que sólo conoce las bolsitas de té, tiene una niña pequeña y tiene cosas en la cabeza y poca paciencia con su madre que levanta la nariz al aire con desprecio por las bolsitas de té en el primer día que pasa en los Estados Unidos de América, y él no sabe, después de todos los gastos y las molestias que ha tenido, por qué tiene que pasarse tres semanas soportando las manías de ella en este apartamento pequeño.

Mamá se aparta de la mesa.

—¿El retrete? —pregunta a Linda—. ¿Dónde está el retrete?

—¿Qué?

—El retrete. El váter.

Linda mira a Malachy.

—El servicio —dice él—. El baño.

—Ah —dice Linda—. Por aquí.

Mientras mamá está en el baño, Alphie dice a Linda que la bolsita de té no estaba tan mal después de todo. Si no la vieses flotar en la taza te pensarías que estaba bien, dice, y Linda vuelve a sonreír. Ella le dice que por eso los chinos no sirven grandes trozos de carne. No les gusta mirar al animal que se están comiendo. Si guisan pollo, lo cortan en trozos pequeños y lo mezclan con otras cosas, de tal modo que casi no se conoce que es pollo. Por eso no se ve nunca un muslo ni una pechuga de pollo en los restaurantes chinos.

—¿De verdad? —dice Alphie.

La niña sigue sollozando sobre el hombro de Malachy, pero en la mesa se está a gusto mientras Alphie y Linda hablan de las bolsitas de té y de la delicadeza de la cocina china. Entonces vuelve mamá del baño y dice a Malachy:

—Esa niña está llena de gases, vaya si lo está. La cogeré yo.

Malachy le entrega a Siobhan y se sienta a la mesa con su té. Mamá camina con el trozo de cuero que le cuelga del zapato roto y sé que tendré que llevarla a una zapatería de la Tercera Avenida. Da palmadas a la niña y ésta suelta un fuerte eructo que nos hace reír a todos. Vuelve a dejar a la niña en la cuna y se inclina sobre ella.

—Ya, ya,
leanv
, ya, ya —dice, y la niña gorjea. Vuelve a la mesa, deja las manos en el regazo y nos dice:

—Daría los dos ojos por una taza de té como es debido.

Y Linda le dice que saldrá hoy a comprar una tetera y té suelto, ¿de acuerdo, Malachy?

—De acuerdo —dice él, porque sabe dentro de su corazón que no hay nada como el té hecho en una tetera que enjuagas con agua que hierve a borbotones, en la que pones una cucharada a rebosar para cada taza, en la que viertes el agua que hierve a borbotones y mantienes caliente la tetera con una funda mientras se prepara el té durante seis minutos exactos.

Malachy sabe que así es como preparará el té mamá y suaviza su postura acerca de las bolsitas de té. También sabe que ella tiene instintos más finos y maneras superiores en la cuestión de sacar los gases a los niños pequeños, y es un intercambio justo, una taza de té como es debido para ella y alivio para la niña Siobhan.

Por primera vez en diez años estamos todos juntos, mamá y sus cuatro hijos. Malachy tiene a su esposa Linda y a su hija recién nacida Siobhan, la primera de una nueva generación. Michael tiene una novia, Jan, y Alphie no tardará en encontrarla también. Yo me he reconciliado con Alberta y vivo con ella en Brooklyn.

Malachy es el alma de la fiesta en Nueva York, y ninguna fiesta puede empezar sin él. Si no aparece hay inquietud y quejas: «¿Dónde está Malachy? ¿Dónde está tu hermano?», y cuando irrumpe ruidosamente están contentos. Canta y bebe y pasa su vaso para que le sirvan más bebida y vuelve a cantar hasta que se va corriendo a la fiesta siguiente.

A mamá le encanta esta vida, la emoción que tiene. Le encanta tomarse un whiskey con agua en el bar de Malachy y que la presenten como la madre de Malachy. Le centellean los ojos y se le encienden las mejillas y deslumbra al mundo haciendo brillar la dentadura postiza. Sigue a Malachy a las fiestas, a las viejas juergas, como las llama ella, goza de la aureola de madre e intenta corear las canciones de Malachy hasta que se queda sin aliento con los primeros síntomas del enfisema. Después de tantos años sentada junto a la lumbre en Limerick preguntándose de dónde iba a sacar la próxima hogaza de pan, lo está pasando de maravilla, y ¿verdad que éste es un gran país? Ay, a lo mejor se queda un poco más de tiempo. Desde luego, ¿para qué volver a Limerick en pleno invierno sin tener nada que hacer más que quedarse sentada a la lumbre calentándose las pobres espinillas? Ya volverá cuando caliente más el tiempo, en Semana Santa quizás, y Alphie puede buscar un trabajo aquí para que vayan tirando.

Malachy tiene que decirle que si quiere quedarse en Nueva York, aunque sea poco tiempo, no podrá alojarse con él en su pequeño apartamento con Linda y con la niña, que tiene cuatro meses.

Ella me llama a casa de Alberta y me dice:

—Estoy dolida, vaya si lo estoy. Cuatro hijos en Nueva York y no tengo dónde recostar la cabeza.

—Pero todos tenemos apartamentos pequeños, mamá. No hay sitio.

—Bueno, pues habrá que preguntarse qué hacéis con todo el dinero que ganáis. Deberíais haberme dicho todo esto antes de haberme traído a la fuerza dejando mi propia lumbre, donde estaba cómoda.

—Nadie te ha traído a la fuerza. ¿Es que no repetías y volvías a repetir que querías venir por Navidad, y es que no te ha pagado Malachy el pasaje?

—He venido porque quería ver a mi primera nieta, y no os preocupéis: Devolveré el dinero a Malachy aunque tenga que ponerme de rodillas a fregar suelos. Si hubiera sabido cómo me iban a tratar aquí, me habría quedado en Limerick y me habría comido yo sola un buen ganso con un techo sobre mi cabeza.

Alberta me dice en voz baja que debo invitar a mamá y a Alphie a cenar el sábado por la noche. Al otro lado de la línea se oye un silencio y después un sorbido.

—Bueno, no sé qué haré el sábado por la noche. Malachy dijo que quizás hubiera una fiesta.

—Muy bien. Te hemos invitado a cenar, pero si tú quieres ir a otra fiesta con Malachy, pues ve.

—No hace falta que pongas esa voz de ofendido. Brooklyn está lejísimos. Lo sé porque yo vivía allí.

—Está a menos de media hora.

Ella dice algo en voz baja a Alphie y éste se pone al teléfono.

—¿Francis? Iremos.

Cuando abro la puerta ella trae su propio frío, además del frío de enero. Reconoce la existencia de Alberta con un gesto de la cabeza y me pide una cerilla para su cigarrillo. Alberta le ofrece un cigarrillo, pero ella dice que no, que tiene los suyos y que en todo caso esos cigarrillos americanos apenas tienen sabor. Alberta le ofrece una copa y ella pide un whiskey con agua. Alphie pide una cerveza y mamá dice:

—Ah, ya estás empezando, ¿eh?

Yo le digo que no es más que una cerveza.

—Bueno, así es como se empieza. Una cerveza, y acto seguido estás dando voces y cantando y despertando a la niña.

—Aquí no hay niña.

—La hay en casa de Malachy, y también hay voces y canciones.

Alberta nos llama a cenar, atún a la cazuela con ensalada verde. Mamá tarda lo suyo en venir a la mesa. Dice que tiene que terminarse el cigarrillo y que, al fin y al cabo, qué prisa hay.

Alberta dice que es agradable comerse el atún a la cazuela cuando está bien caliente.

Mamá dice que no le gusta la comida tan caliente que te quema el paladar.

—Por Dios —le digo—, termínate el cigarrillo y ven a la mesa.

Viene con su aire de ofendida. Acerca su silla y aparta la ensalada. No le gusta la lechuga de este país. Yo intento controlarme. Le pregunto en qué demonios se diferencia la lechuga de este país de la lechuga de Irlanda. Ella me dice que hay una diferencia muy grande, que la lechuga de este país no sabe a nada.

—Ah, no tiene importancia —dice Alberta—. En todo caso, la lechuga no gusta a todo el mundo.

Mamá mira fijamente su atún a la cazuela y aparta con el tenedor los tallarines y el atún mientras busca los guisantes. Dice que le encantan los guisantes, aunque éstos no son tan buenos como los de Limerick. Alberta le pregunta si quiere más guisantes.

—No, gracias.

Dicho esto, revuelve los tallarines buscando los trozos de atún.

—¿No te gustan los tallarines? —le pregunto.

—¿Qué?

—Los tallarines. ¿No te gustan?

—No sé qué son, pero no me hacen gracia.

Me dan ganas de plantarme cara a cara ante ella y de decirle que se está comportando como una salvaje, que Alberta se ha esforzado mucho pensando en algo que pudiera agradarle, y lo único que hace ahora ella es sentarse levantando la nariz al aire como si alguien le hubiera hecho algo, y que si no le gusta se puede poner el maldito abrigo y volverse a Manhattan, a la fiesta que se está perdiendo, y que yo no volveré a molestarla invitándola a cenar.

Me dan ganas de decirle todo esto, pero Alberta hace las paces.

—Ah, está bien. Puede que mamá esté cansada con la emoción de venir a Nueva York, y si nos tomamos una buena taza de té y un trozo de tarta nos relajaremos todos.

Mamá dice que no, gracias, que no quiere tarta, que no es capaz de comer un bocado más pero que sí le gustaría una taza de té, hasta que, otra vez, ve la bolsita de té en su taza y nos dice que eso no es una taza de té como es debido.

Yo le digo que es lo que tenemos y que es lo que hay para ella, aunque lo que no le digo es que me gustaría tirarle la bolsita de té entre los ojos.

Dijo que no quería tarta, pero ahora se la está metiendo a presión en la boca y se la está tragando sin masticarla apenas, y después recoge y se come las migas de alrededor de su plato, la mujer que no quería tarta.

Echa una mirada a la taza de té.

—Bueno, si éste es el único té que tenéis, supongo que tendré que bebérmelo.

Coge la bolsita de té con la cucharilla y la aprieta hasta que el agua se pone de color castaño y pregunta por qué hay un limón en su platillo.

Alberta dice que a algunas personas les gusta el té con limón.

Mamá dice que no había oído nunca una cosa así, que es repugnante.

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