Lo es (8 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Lo es
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Si la señora Austin no me deja encender la luz, yo todavía puedo sentarme en la cama o acostarme, o puedo elegir entre quedarme en casa o salir. Esta noche no saldré por mi cabeza calva, y no me importa, porque puedo quedarme aquí y convertir mi mente en una película sobre Limerick. Es el descubrimiento mayor que he hecho a base de quedarme acostado en el cuarto, que si no puedo leer por los ojos o porque la señora Austin se queja de la luz, puedo poner en marcha en mi cabeza una película de cualquier clase. Cuando aquí es medianoche son las cinco de la madrugada en Limerick, y me puedo imaginar a mi madre y a mis hermanos dormidos con el perro, Lucky, que gruñe al mundo, y a mí tío, Ab Sheehan, que resopla en su cama por todas las pintas que se tomó la noche anterior y se tira pedos por todo el pescado frito y las patatas fritas que se comió.

Puedo flotar por Limerick y ver a la gente que arrastra los pies por la calle camino de la primera misa del domingo. Puedo entrar y salir de las iglesias, las tiendas, las tabernas, los cementerios, y ver a la gente dormida o gimiendo de dolor en el hospital del Asilo Municipal. Es como magia volver a Limerick mentalmente, aunque me haga saltar las lágrimas. Es duro pasar por los callejones de los pobres y asomarse a sus casas y oír llorar a los niños de pecho y a las mujeres que intentan encender la lumbre para hervir agua en teteras y preparar el desayuno de té y pan. Es duro ver temblar a los niños cuando tienen que levantarse de sus camas para ir a la escuela o a misa y no hay calefacción en la casa como la calefacción que tenemos aquí en Nueva York, con los radiadores que cantan desde las seis de la mañana. Me gustaría vaciar los callejones de Limerick y traer a toda la gente pobre a América y meterla en casas con calefacción y darles ropas abrigadas y zapatos y dejarles que se atiborren de gachas y salchichas. Algún día ganaré millones y traeré a América a la gente pobre y volveré a enviarla a Limerick con el culo gordo y contoneándose por la calle O'Connell, arriba y abajo, con ropa de colores claros.

En esta cama puedo hacer lo que quiera, cualquier cosa. Puedo soñar con Limerick o puedo tocarme, aunque sea pecado, y la señora Austin no se enterará. Nadie se enterará nunca, a no ser que vaya a confesarme, y estoy demasiado condenado para eso.

Otras noches, cuando tengo pelo en la cabeza y no tengo dinero, puedo pasearme por Manhattan. No me importa en absoluto, porque las calles son tan animadas como cualquier película del cine de la calle Sesenta y Ocho. Siempre hay un coche de bomberos que dobla una esquina con la sirena puesta, o una ambulancia, o un coche de policía, y a veces vienen juntos con la sirena puesta y sabes que hay un incendio. La gente siempre espera ver que el coche de bomberos reduce la velocidad y así sabes a qué manzana debes ir y dónde debes buscar el humo y las llamas. Es más emocionante cuando hay alguien en una ventana dispuesto a saltar. La ambulancia espera con las luces centelleantes y los policías dicen a todos que se aparten. Esta es la tarea principal de los policías en Nueva York, decir a todos que se aparten. Son poderosos con sus pistolas y sus porras, pero el verdadero héroe es el bombero, sobre todo si sube por una escalera y recoge a un niño de una ventana. Podría salvar a un viejo con muletas y que no lleva puesto nada más que un camisón, pero es diferente cuando se trata de una niña que se chupa el dedo gordo y apoya la cabeza llena de rizos sobre el ancho hombro del bombero. Entonces es cuando todos aclamamos y nos miramos los unos a los otros y sabemos que todos estamos contentos por lo mismo.

Y eso es lo que nos hace mirar el
Daily News
al día siguiente para ver si por casualidad hemos salido en la foto con el bombero valiente y la niña de cabellos rizados.

9

La señora Austin me dice que su hermana Hannah, la que está casada con el irlandés, va a hacerle una pequeña visita en Navidad antes de que las dos vayan a casa de ella en Brooklyn, y que le gustaría conocerme. Nos tomaremos un emparedado y una copa de Navidad, y así Hannah se quitará de la cabeza sus problemas con aquel irlandés loco. La señora Austin no entiende por qué puede tener ganas Hannah de pasar la Nochebuena con un sujeto como yo, otro irlandés, pero siempre fue un poco rara y a lo mejor le gustan los irlandeses, después de todo. Su madre les advirtió hacía mucho tiempo, en Suecia, hacía más de veinte años, parece increíble, que se apartasen de los irlandeses y de los judíos, que se casasen con su propia gente, y a la señora Austin no le importa decirme que su marido, Eugene, era medio sueco, medio húngaro, que no bebió ni una gota en toda su vida, pero que le encantaba comer, y aquello fue lo que lo mató al final. No le importa decirme que estaba más grande que una casa cuando se murió, que cuando ella no estaba cocinando él estaba saqueando la nevera, y cuando se compraron un televisor aquello fue lo que lo remató de verdad. Se sentaba allí delante, comiendo, bebiendo y preocupándose tanto por el estado del mundo que el corazón se le paró, sin más. Lo echa de menos, y es duro después de veintitrés años, sobre todo porque no tuvieron hijos. Su hermana Hannah tiene cinco hijos, y es porque el irlandés no la deja en paz, un par de copas y ya le está saltando encima, como el típico católico irlandés. Eugene no era así, tenía respeto. En cualquier caso, ella espera verme después del trabajo en Nochebuena.

Aquel día, el señor Carey invita a los limpiadores del hotel y a cuatro supervisoras de camareras a pasar a su despacho para tomarse una copita de Navidad. Hay una botella de whiskey irlandés Paddy y una botella de Four Roses, que Digger Moon no quiere ni tocar. Pregunta por qué iba alguien a beber meados como el Four Roses habiendo lo mejor que ha dado nunca Irlanda, el whiskey. El señor Carey se acaricia el vientre sobre el traje cruzado y dice que a él le da lo mismo, no puede beber nada. Lo mataría.

—Pero beban, en todo caso, brindemos por una Feliz Navidad y quién sabe qué nos traerá el año entrante.

Joe Gilligan ya está sonriendo con lo que lleva bebiendo todo el día, sea lo que sea, de la petaca que tiene en el bolsillo trasero de los pantalones, y entre eso y la artritis se tropieza alguna vez. El señor Carey le dice:

—Ven, Joe, siéntate en mi sillón.

Y cuando Joe intenta sentarse suelta un gran gemido y tiene lágrimas en las mejillas. La señora Hynes, la jefa de todas las camareras, se acerca a él y le sujeta la cabeza contra su pecho y le da palmaditas y lo acuna.

—Ay, pobre Joe, pobre Joe —le dice—, no sé cómo el buen Señor te ha podido retorcer los huesos después de lo que hiciste por América en la guerra.

Digger Moon dice que allí fue donde cogió la artritis Joe, en el maldito Pacífico, donde hay todas las malditas enfermedades conocidas por el hombre.

—Recuérdalo, Joe, fueron los malditos japoneses los que te pegaron la artritis, como a mí me pegaron la malaria. No hemos sido los mismos desde entonces, Joe, ni tú ni yo.

El señor Carey le dice que tenga cuidado, cuidado con esa lengua, que hay señoras delante, y Digger dice:

—Bueno, señor Carey, respeto sus palabras y es Navidad, qué demonios.

—Es verdad —dice la señora Hynes—, es Navidad y debemos amarnos los unos a los otros y perdonar a nuestros enemigos.

—Perdonar, una leche —dice Digger—. Yo no perdono al hombre blanco y no perdono a los japoneses. Pero te perdono a ti, Joe. Has sufrido más que diez tribus indias con esa maldita artritis.

Cuando coge la mano de Joe para darle la mano, Joe aúlla de dolor y el señor Carey dice:

—Digger, Digger.

—Por el amor de Dios, ¿quieres respetar la artritis de Joe? —dice la señora Hynes.

—Lo siento, señora —dice Digger—, tengo el mayor respeto por la artritis de Joe.

Y para demostrarlo acerca un vaso grande de Paddy a los labios de Joe.

Eddie Gilligan está de pie en un rincón con su vaso y yo me pregunto por qué se queda mirando y no dice nada mientras todo el mundo se preocupa por su hermano. Ya sé que tiene sus propios problemas con la infección de la sangre de su esposa, pero no entiendo por qué no se acerca más a su hermano, por lo menos.

Jerry Kerrisk me dice en voz baja que deberíamos dejar a esa gente loca y tomarnos una cerveza. No me gusta gastar dinero en los bares con lo mal que lo está pasando mi madre, pero es Navidad y el whiskey que ya me he tomado me hace sentirme más satisfecho conmigo mismo y con el mundo en general, y por qué no voy a tratarme bien. Es la primera vez en mi vida que he bebido whiskey como un hombre, y ahora que estoy con Jerry en un bar puedo hablar sin preocuparme de mis ojos ni de nada. Ahora puedo preguntar a Jerry por qué está tan frío Eddie Gilligan con su hermano.

—Por mujeres —dice Jerry—. Eddie estaba comprometido con una chica cuando lo movilizaron, pero cuando él se marchó, Joe y ella se enamoraron, y cuando ella devolvió por correo a Eddie el anillo de compromiso, Eddie se volvió loco y dijo que mataría a Joe en cuanto lo viera. Pero a Eddie lo enviaron a Europa y a Joe al Pacífico, y estaban ocupados matando a otras personas, y mientras estaban fuera, la mujer de Joe, la que se iba a casar con Eddie, cogió el vicio de la bebida y ahora hace que la vida de Joe sea un infierno. Eddie dijo que era justo castigo para el hijo de perra por haberle robado a su chica. Él conoció a una buena chica italiana en el ejército, del WAC, pero tiene la infección de la sangre, y da la impresión de que toda la familia Gilligan sufre una maldición.

Jerry dice que opina que las madres irlandesas tienen razón, después de todo. Debes casarte con tu propia gente, con católicas irlandesas, y asegurarte de que no sean alcohólicas ni italianas con infecciones de la sangre.

Se ríe al decirlo, pero tiene algo de seriedad en los ojos y yo no digo nada porque sé que no quiero casarme con una católica irlandesa para pasarme el resto de mi vida llevando a rastras a los chicos a confesarse y a comulgar y diciendo «sí, padre, ah, desde luego, padre» cada vez que veo a un cura.

Jerry quiere quedarse en el bar y beber más cerveza y se pone de mal humor cuando le digo que tengo que visitar a la señora Austin y a su hermana Hannah. ¿Por qué voy a querer pasar la Nochebuena con dos suecas viejas, de cuarenta años por lo menos, cuando podría estar pasándomelo en grande yo solo con chicas de Mayo y de Kerry en el Los Treinta y Dos de Irlanda? ¿Por qué?

No puedo responderle porque no sé dónde quiero estar ni qué debo hacer. Con eso se enfrenta uno cuando viene a América, con una decisión tras otra. En Limerick yo sabía qué hacer y tenía respuestas para las preguntas, pero ésta es mi primera Nochebuena en Nueva York y tiran de mí, por un lado, Jerry Kerrisk, el Los Treinta y Dos de Irlanda, la promesa de chicas de Mayo y de Kerry, y, por otro lado, dos viejas suecas, una de las cuales siempre está fisgando por la ventana por si yo meto clandestinamente comida o bebida, la otra descontenta con su marido irlandés y quién sabe por dónde saltará. Temo que si no voy con la señora Austin ésta se ponga salvaje conmigo y me diga que me marche, y me encontraría en la calle en Nochebuena con mi maleta marrón y con los pocos dólares que me quedan después de enviar dinero a casa, pagar el alquiler y ahora pagar cervezas a diestro y siniestro en este bar. Después de esto no puedo permitirme pasarme la noche repartiendo dinero para cerveza a las mujeres de Irlanda, y esto sí lo entiende Jerry, es la parte que le quita el mal humor. Sabe que hay que mandar dinero a casa. Me desea feliz Navidad y añade, riéndose:

—Sé que pasarás una noche loca con las mozas viejas suecas.

El barman tiene la oreja puesta y dice:

—Ten cuidado en esas fiestas suecas. Te darán su bebida nacional, el glug, y si bebes de eso no sabrás si estás en Nochebuena o en el día de la Inmaculada Concepción. Es negro y espeso y hay que tener una constitución fuerte para aguantarlo, y además te hacen comer pescado de todas clases para acompañarlo, pescado crudo, pescado salado, pescado ahumado, pescado de todas clases que a ti te parecería que no vale ni para el gato. Los suecos se beben ese glug, y los pone tan locos que se creen que vuelven a ser vikingos.

Jerry dice que no sabía que los suecos fueran vikingos, que creía que había que ser danés.

—Nada de eso —dice el barman—. Toda esa gente de los países del norte eran vikingos. Siempre que había hielo era seguro que te encontrarías con un vikingo.

Jerry dice que hay que ver lo que sabe la gente, y el barman dice:

—Yo podría contarle un par de cosas.

Jerry pide otra cerveza más para el camino y yo me la bebo aunque no sé qué va a ser de mí después de los dos whiskeys grandes que me tomé en el despacho del señor Carey y de las cuatro cervezas que me he tomado aquí con Jerry. No sé como voy a afrontar una noche de glug y de pescado de todas clases si el barman ha acertado en su profecía.

Subimos a pie por la Tercera Avenida cantando
No me acorrales,
mientras nos cruzamos con gente que corre, frenética por la Navidad, sin dedicarnos más que miradas severas. Hay por todas partes luces de Navidad que bailan, pero en la zona de Bloomingdale las luces bailan demasiado y tengo que agarrarme a un pilar del ferrocarril elevado de la Tercera Avenida y vomitar. Jerry me aprieta el estómago con el puño.

—Échalo todo —me dice—, y así tendrás sitio de sobra para el glug y mañana serás un hombre nuevo.

Después dice «glug, glug, glug» y el sonido de la palabra le hace reír con tantas ganas que está a punto de atropellarlo un coche y un policía nos dice que circulemos, que debería darnos vergüenza, unos chicos irlandeses como nosotros, que deberíamos respetar el nacimiento del Salvador, maldita sea.

En la calle Sesenta y Siete hay una casa de comidas y Jerry dice que debería tomar café para serenarme antes de ver a las suecas, que él me invita. Nos sentamos en la barra y me dice que no piensa pasarse el resto de su vida trabajando como un esclavo en el hotel Biltmore. No piensa acabar como los Gilligan, que lucharon por los Estados Unidos y ¿qué demonios sacaron a cambio? Artritis y esposas con infecciones de la sangre y con problemas con la bebida, eso fue lo que sacaron a cambio. Ah, no, Jerry va a irse a los montes Catskill el Día de los Caídos, a finales de mayo, a los Alpes irlandeses. Allí hay mucho trabajo de camarero sirviendo a las mesas, limpiando, lo que sea, y dan buenas propinas. Allí arriba también hay sitios judíos, pero lo de las propinas no funciona demasiado bien porque lo pagan todo por adelantado y no tienen que llevar dinero encima. Los irlandeses beben y se dejan el dinero en las mesas o en el suelo y cuando tú limpias te lo quedas todo. A veces vuelven chillando, pero tú no has visto nada. Tú no sabes nada. Tú no haces más que barrer, para eso te pagan. Naturalmente, no te creen y te llaman mentiroso y se acuerdan de tu madre, pero no pueden hacer nada, aparte de dejar de ir a ese sitio como clientes. En los Catskill hay muchas chicas. En algunos sitios hay baile al aire libre, y lo único que tienes que hacer es llevarte bailando a tu Mary al bosque, y cuando te quieres dar cuenta estás en pecado mortal. A las chicas irlandesas les entran unas ganas locas en cuanto llegan a los Catskill. En la ciudad no tienen nada que hacer, trabajando como trabajan en sitios elegantes como Schrafft, con sus vestiditos negros y sus delantalitos blancos, ah, sí, señora, ah, desde luego, señora, ¿tiene demasiados grumos el puré de patatas, señora?, pero en cuanto llegan a las montañas son como gatas, se meten en un lío, se quedan embarazadas, y hay docenas de Seans y de Kevins que, antes de que se den cuenta de dónde les ha venido el golpe, están arrastrando el culo por la nave central de la iglesia mientras el cura les echa miradas feroces y los hermanos mayores de la chica los amenazan.

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